¿Dónde he dejado al
Diletante? El último capítulo, hace poco más de un mes, hacía referencia a un
fin de semana que pasamos encantados en París toda la familia. Lo que no
preveía es que de aquel viaje además de traer todo lo que conté en la última
entrada es que traería también un gripazo demoledor.
Lo pillamos casi
toda la familia, sólo se salvó uno de los infieles; primero cayó el pequeño,
que estuvo una semana hecho un guiñapo, sin ir al colegio, aunque se recuperó
muy rápido. Después cayó su madre, lo suyo fue mucho más duro, y, finalmente
yo, que hacía años que no me sentía tan mal.
La gripe que
pillamos es de la llamada tipo A. Este año viene especialmente dura. Muchos de
los síntomas se confunden con los del coronavirus, por lo que en algún momento
durante las últimas semanas nos hemos tenido que, en realidad, fueras ese virus
y no la gripe lo que pillamos en París.
Por casualidad me
tocó volver a París días después del primer viaje. Esta vez era por trabajo, un
curso con compañeros de varios países europeos. Dejé mi casa como un hospital
de campaña, con un niño y mi mujer tirados en el sofá. Mi viaje era de 30
horas, poco tiempo para hacer gran cosa.
Me marché ya con
alguna molestia, dolor de articulaciones. Pensé que era psicosomático, soy un
poco hipocondriaco y enseguida me identifico con los enfermos de mi entorno. Me
dolían un poco los huesos, pero pensé que durmiendo un poco en el avión se me
pasarían los males.
Tenía planeado
escaparme a cenar al Atelier de Joel Robuchon durante mi nuevo viaje. Un
pequeño homenaje que pensaba darme sólo, en plan campeón.
La llegada a París
fue un tanto caótica, nos obligaron a todos a pasar por el control de
pasaportes, yo no llevaba pasaporte, sólo en carnet de identidad, por lo que me
chupé la cola en vez de pasar por el sistema automático de identificación de
pasaportes. Los franceses estaban muy cabreados por tener que compartir colas y
penurias con el resto de europeos.
Algo debí de hacer
mal al pasar el control porque, después de dar varias vueltas por Charles de
Gaulle, aparecí en la zona de llegadas de áfrica, obligado de nuevo a pasar un
segundo control. Ni qué decir tiene que el gendarme que me atendió no fue nada
amable, intenté explicarle en inglés que me había perdido por los pasillos. El
policía no hablaba nada de inglés, por lo que tuve que tirar de mi francés
rudimentario para explicarle las razones por las que tenía que pasar por otro
control en menos de una hora. Ya me veía confinado en un calabozo por la
incidencia, pero al final, después de veinte minutos dándole explicaciones
sobre mi despiste, conseguí que me dejara salir al exterior, a un exterior muy
alejado de la línea directa de tren. Tuve que coger una lanzadera que me dejó
en la estación del RER.
El incidente no
tuvo mayor importancia, aunque yo seguía encontrándome cansado, algo sudoroso y
pesado, con algún carraspeo. Rodeado de chinos, japoneses y coreanos con
mascarillas que se apartaban de mi lado como si tuviera la peste.
Mis planes de
pasear unas horas por París antes de empezar con el seminario al que iba se
diluyeron, llegué con la hora pegada al culo, incluso tuve que darme alguna
carrera por los pasillos del RER para ser puntual. No pude pasar por el hotel y
el ajetreo no me venía especialmente bien.
Pensaba que el
seminario sería en inglés, mi sorpresa fue que los colegas francófonos se
rebelaron y decidieron hacer las intervenciones en su idioma natal, había algún
traductor simultáneo que pasaba del francés al inglés, pero, al tratarse de una
sesión muy técnica, los esfuerzos del traductor eran vanos, incluso
contraproducentes, porque cada frase era un auténtico galimatías. Decidí
deshacerme de los auriculares y afrontar el debate con mis rudimentos de
francés, algo de imaginación y mucho morro. Terminé peleándome con unos colegas
belgas y polacos porque su interpretación de un Reglamento comunitario de
insolvencias era retrógrada, opinaban lo contrario de lo que se pretendía con
el Reglamento.
Entre mis sofocos
de la incubación de la gripe, el sofoco del idioma y el sofoco de una discusión
en la que se mezclaban cuatro idiomas terminé agotado.
A las cinco de la
tarde nuestros anfitriones nos ofrecieron un pequeño refrigerio tristón e
insulso, unos canapés secos, zumos a temperatura ambiente, café en aguachirle y
poco más. Habíamos coincidido varios españoles en el evento y los más jóvenes
se animaban a ir al hotel caminando (poco más de una hora a pie) y tomar unas
cervezas. Olvidándome de todos mis males, me apunté a las cervezas en vez de ir
al museo de Orsay, que fue la opción de los más sensatos, por lo que llegué al
hotel derrengado.
Había descartado la
opción Robuchon, no estaba muy católico y no lo habría disfrutado. Éramos un
grupo de 12 y apelaron a mi condición de Diletante para solucionar la papeleta
de la cena. Tras algunas gestiones conseguí que nos hicieran hueco en una
braserie no muy lejos del hotel. Era barata, pintona y la comida correcta. La
cena transcurrió divertida, aunque los sopores previos a la gripe iban en
aumento.
Llegué a la
habitación del hotel pasadas las once, ya con décimas de fiebre. En el neceser
llevaba paracetamol, que algo alivió el malestar y me permitió conciliar el
sueño durante unas horas. Pasadas las 4 de la mañana me desperté, leí un rato,
di alguna cabezada y, al final, bajé pronto a desayunar para poder darme un
paseo por la ciudad, a ver si me despejaba.
Durante la sesión
de la mañana tuve una nueva batalla campal con los polacos, un enfrentamiento
estéril, porque no tuvimos tiempo ni habilidades para desplegar todos los
matices que necesitaba el debate.
A las doce nos
llevaron a comer a una brasería muy coqueta, en la orilla izquierda del Sena,
no muy lejos de Notre Dame. La comida más que correcta, sobre todo el pollo que
nos pusieron de segundo plato, los parisinos son unos maestros en el arte de
brasear y el puré de patatas era una delicia. Con ayuda de un poco de vino
parecía que el conato de gripe quedaba atrás.
Mi avión salía a
las seis y media de la tarde, por lo que me salté la sesión de clausura y me
marché con un amigo a tomar un largo café. A las cuatro y media me cogería de
nuevo el RER hacia el aeropuerto, poco más de una hora para atravesar París en
un tren atestado.
Me dio tiempo a
caminar unos minutos por las librerías de la orilla izquierda. Llegué al
librero que días antes me había enseñado el libro de Proust y la cocina, como
no podía ser de otro modo, el libro ya no estaba y el librero estaba “desolé”, yo mucho más.
Entre el abrigo, la
mochila y la aglomeración volvieron los sudores, los carraspeos y las toses,
también la pesadez de un tren que circulaba con retraso.
Al llegar al aeropuerto,
con cierto margen, me di cuenta de que me había olvidado el carnet de identidad
en el hotel, el pasaporte me lo había dejado en casa y solo el permiso de
conducir me identificaba oficialmente. Pensando en la severidad de la policía
francesas y las medidas que había visto en el viaje anterior, vi que me quedaba
en tierra a poco estricto que fuera el control de acceso.
El avión, una low
cost, no salía de una terminal normal, sino de una satélite que me obligó a
tomar un par de autobusillos hasta llegar al punto de espera, un barracón en
mitad de las pistas. Aunque parecía que el vuelo salía a la hora, en el último
minuto anunciaron un retraso de más de 50 minutos.
Aproveché el tiempo
para ensayar el modo de presentar el carnet de conducir como si fuera el de
identidad, colocando el dedo de modo que sólo se viera la foto y los datos de
emisión, sin que se pudiera adivinar que era una mera licencia de conducción.
Me veía en tierra, teniendo que alquilar un coche para regresar a casa desde
París.
Al final, como el
avión venía lleno de niños y los azafatos tenía prisa, pude pasar el control
sin sobresaltos, de hecho ni me miraron el carnet, que mostré tapando 2/3
partes del mismo con la mano.
Antes de partir
agoté mi último paracetamol, cogí la novela que llevaba en la mochila y me puse
a leer, abandonado por los dioses.
Al llegar a casa el
panorama no era especialmente bueno, el pequeño salía del febrón de la semana,
pero mi mujer estaba hecha unos zorros, le dolía todo.
A mí me empezó a
subir la fiebre de verdad durante el fin de semana y llegué a marcar los 39º el
domingo. Pasamos los dos días tirados todos en los sillones, viendo varias
temporadas de la Casa de Papel.
Por muy malo que
esté uno, con el panorama de casa, había que hacer compra, comer y cenar, por
lo que fui al mercado y guisé. Incluso acercamos a uno de los niños a una fiesta
infantil.
El lunes parecía
que había remontado un poco, fui al despacho, más que nada para que me viera el
médico del trabajo, que me diagnosticó un gripazo con complicación pulmonar, me
recetó un mucolítico, ibuprofeno para el malestar y un antibiótico para evitar
que la gripe se convirtiera en neumonía. El médico me advirtió que si el
miércoles seguía la fiebre tendría que ir al hospital a hacerme pruebas.
El miércoles, por
fin, conseguí dominar la fiebre, no subí de 37º, pero entre la gripe y el
antibiótico tenía el estómago arrasado, había perdido el apetito y tuve que ir
con frecuencia al lavabo. Una desgracia para cualquier diletante.
Como terapia de shock
una de las mañana fui a tomarme un pincho de tortilla con chorizo picante a uno
de los templos de la tortilla de Barcelona. No fue una buena decisión.
No todo eran
calamidades, los del hotel de París se comprometían a mandarme por correo el
carnet olvidado, eso sí, previamente tenía que hacerles una transferencia de 5
euros para los gastos de envío.
He pasado 15 días
inapetente, con el estómago revuelto, mal sabor de boca y sensación de agotamiento.
La tos no termina de marchar, no tengo fiebre, pero visto el caos del
coronavirus los médicos me han recomendado no ir, bajo ningún concepto al
hospital. No tengo el dichoso virus, de haberlo pillado habría sido un foco
tremendo de contagio. Sólo he pillado una gripe A, que resulta mucho más severa
que la de otros años, que lleva 20.000 contagiados en España en los dos últimos
meses.
Me ha costado un
poco volver a encontrar el placer de comer y de cocinar. Este fin de semana he
trasteado un poco, he preparado un fricandó de llata con un poco de vermut.
Pero la receta que
quiero compartir, la que me ha devuelto a los placeres de la diletancia, es un
bizcocho que tuve que preparar hace unos días para celebrar el cumpleaños de
uno de los niños. Es el bizcocho genovés, un básico de la cocina respecto del que
no hay una receta normalizada, encontré hasta una docena de variantes de este
bizcocho, con diversas medidas y combinaciones.
La que me ha ido
mejor es la que establece la proporción de 25 gramos de harina por cada huevo
que pongo. Como utilicé 8 huevos tuve que incorporar 200 gramos de harina.
Aunque no todas las
recetas proponen levantar por separado las claras, yo creo que hay que levantarlas
previamente a punto de nieve, porque la receta no lleva levadura.
Se baten por
separado las yemas de los 8 huevos con 125 gramos de azúcar, utilicé azúcar glass.
Batí bién, espumando al máximo, añadí la ralladura de la cáscara de un limón.
Luego incorporé la harina debidamente tamizada y las claras a punto de nueve.
Pasé la mezcla a un
molde de silicona. En vez de engrasarlo lo asenté sobre papel de horno antiadherente.
Lo distribuí bien y lo puse en el horno precalentado 160º durante 20 minutos,
conviene ir con cuidado porque cada horno es un mundo. Antes de meterlo en el
horno espolvoré un poco de azúcar en cristales sobre la superficie, para que
quedará una pequeña costra de azúcar suavemente tostado.
Pasados los minutos
de rigor, dejé que reposara en el propio horno, para que no se chafara, y luego
lo desmoldé. El bizcocho iba con una ligera capa de chocolate, fresas y
lacasitos. Muy en la línea de pastel para niños.
Superados casi
todos mis males y averías, espero volver a la disciplina del diletante.
Como cuadro,
estando en París y dado que estoy en plena lectura del último tomo de la
Búsqueda del Tiempo Perdido de Proust, empecé a buscar entre los
postimpresionistas, primero James Abbott McNeill Whistler, de ahí a Rex
Whistler, un poco posterior, puede que su imagen de un niño enfermo encaje
mejor con lo que he pasado durante este dichoso mes de febrero.
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