Supongo
que todo el mundo tiene sus ciudades y sus lugares fetiche, el mío es París.
Creo que ya he contado alguna vez (empiezo a chochear) que mi primera salida
fuera de España fue a París, cuando tenía 18 años. A esas edades todo es
maravilloso, incluso lo más lumpen. Recuerdo que nos alojamos más allá de
Clichy, en un apartamento que compartía baño con otros departamentos de la
misma planta.
Treinta
y seis años después regresé a Clichy, esta vez a un hotelito muy cómodo,
pequeño, sin ascensor, pero con baño completo, Viajaba con toda la familia, una
escapada especial en la que intentamos combinar los gustos y las preferencias
de toda la tropa.
El
tiempo estupendo (todo lo estupendo que puede ser en París a finales de enero,
nos conformamos con que no lloviera). Pudimos pasear, detenernos delante de los
puestos de libros, caminar desde Notre Dame (todavía churruscada y llena de
grúas) hasta la Torre Eiffel. Aprovechamos la luz del mediodía después de haber
visitado el museo del Louvre por enésima vez, siempre igual, siempre distinto.
El
domingo por la mañana, antes de coger el vuelo de regreso, pudimos pasear por
Montmatre, hacía mil año que no pasaba por allí. El barrio delicioso, lleno de
puestecillos donde vendían vieiras en todas las combinaciones posibles. Pasamos
junto al cementerio y nos quedamos con ganas (yo por lo menos) de buscar tumbas
ilustres.
París
es fantástico (a mí me lo parece). Desayunar tostadas con mantequilla, cortar
pequeñas porciones de quesos afinados, darle pellizcos a las bagettes hasta comérnoslas
enteras. Con tal aporte calórico en las venas ya desde la mañana, no quedaba
más remedio que dar largos paseos, a la espera de esas ensaladas elegantemente “vestidas”
y los patés de Campaña con mermelada de cebolla.
Dedicamos
una parte del sábado por la mañana a buscar los mejores croissants de la ciudad
(https://www.vogue.fr/lifestyle/article/les-meilleurs-croissants-a-paris-en-2019) y me quedé con ganas de comprar un
libro sobre la cocina de Marcel Proust que vendía un displicente librero de la
orilla Izquierda, que ni siquiera alzó la mirada de la novela que leía mientras
yo intentaba hojear la publicación, quedó como tarea pendiente para una próxima
escapada a la ciudad.
De regreso a casa, esperando en los
anodinos pasillos del Aeropuerto Charles De Gaulle, había un piano a
disposición de quien quisiera utilizarlo (cosas que sólo pueden suceder en
París), y una chica se puso a tocar el vals de Amelie, unos minutos
maravillosos, como sacados de un sueño, cuando acabó de tocar rompimos a
aplaudir y luego volvimos a nuestras rutinas (este es el vals para quien quiera
recordarlo, https://www.youtube.com/watch?v=LO209GwYCr8).
Con estos mimbres no me quedaba más
remedio que retomar en casa una de las viejas tareas pendientes. Aun sabiendo
que estaba condenado al fracaso, me propuse volver a intentar hacer croissants
en casa, imposible triunfar, para un mortal no resulta viable preparar esos
croissants ligeros, que se deshacen en la boca, que son pura mantequilla. El
esfuerzo de titanes que hay que hacer para que unos croissants decentes en casa
no suelen merecer la pena, o quedan mal cocidos, o el hojaldre no se hincha
como en los de los profesionales, o queda como un bizcocho anodino, en vez del
ligero hojaldrado francés.
En todo caso, asumiendo el riesgo del
fracaso más estrepitoso, me puse este sábado a hacer croissants aprovechando un
momento de paz familiar, casi en secreto.
El sábado por la mañana amaneció soleado,
una mañana no muy fría, pero mi cocina no tiene el punto de calor que exige la
bollería más fina, el punto de temperatura que permite que las masas fermenten
sin sobresaltos.
Busqué la ayuda de la Marquesa de
Parabere, ella había ejecutado una cocina francesa tradicional, de aquellas que
imitaban las excelencias de la repostería Parisina de principios del siglo XX.
Los ingredientes de le bonne croissants
no tienen muchos secretos. Medio quilo de harina de fuerza (luego fue un poco más),
200 gramos de mantequilla sin sal (aquí también le puse yo un poco más de lo
que tocaba), 20 gramos de levadura prensada, dos cucharaditas de sal, otras dos
de azúcar, medio litro de leche y huevo batido para dorar los croissants.
Con estos ingredientes tocaba armarse
de paciencia y rezar para que los dioses fueran propicios.
Empecé calentado un poco la leche, para
que se quedara templada, y deshice la levadura prensada.
La mantequilla también conviene que
esté a temperatura ambiente, incluso un poco más.
Fui a comprar harina de fuerza, en la
tienda me dieron una que era especialmente adecuada para absorber mucha grasa.
Se pasa la harina por un cedazo para que se airee. Se pone en un cuenco grande,
con las pizcas de sal y de azúcar. Se añade poco a poco la leche con la
levadura desleída. Hay que ir moviendo y amalgamando la harina con la leche
poco a poco, hasta hacer una basa viscosa y pastosa que se pega a los dedos
como un demonio.
Hay que dejar la masa reposando en un
lugar cálido, cubierta por un paño, dejando que la levadura haga su efecto y
duplique su volumen. La marquesa recomienda que se deje reposando una hora en
zona templada y otra hora más en la cocina. Yo, que no tenía prisa, dejé que
fermentara durante casi cuatro horas (es verdad que la casa no estaba muy
atemperara).
Cuando vi que la fermentación se había
estabilizado, limpié bien la encimera de madera, espolvoreé un poco de harina y
volqué la masa burbujeante. No había dios que la dominara. La Marquesa propone
que se extienda un poco y se coloque en el centro la mantequilla (recomendación
doméstica, conviene que se parta en cubitos no muy grandes para que se deshaga
bien). Hay que mezclar la masa con la mantequilla, intentando que la
mantequilla quede en el centro, ir envolviéndola con la masa. Fui añadiendo
harina en pequeñas porciones para que la masa fuera ganando en elasticidad, que
fui golpeándola, estirándola. Rebañándome como pude los dedos, comprobando como
la mantequilla terminaba integrándose a medida que fui añadiendo harina (puede
que incorporara 250 gramos adicionales de harina, lo va pidiendo la masa). Al
final, conseguí, tras 40 minutos amasando como un jabato, que la masa fuera
flexible, correosa, que se despegara de mis dedos y de la mesa de trabajo.
Pasé la mezcla de nuevo al bol grande y
dejé que volviera a fermentar, sin prisa. Quedaba una gran bola de masa
supurante, porque la mantequilla hacía que la masa fuera brillante y correosa.
Dejé que la masa estuviera una hora
larga con una segunda fermentación (tenía miedo de convertir mis croissants en
brioches, pero me la jugué). Partí la gran bola en dos porciones más o menos
iguales.
Esperé a primera hora del domingo por la
mañana, la gracia era desayunarlos calientes.
Cogí una de las bolas, enhariné de
nuevo la superficie de la mesa de trabajo y lancé la masa, añadí un poco de
harina también por encima de la masa y empecé a extenderla con un rodillo,
hasta que quedó de un grosor de poco más de un centímetro.
La Marquesa propone una rutina de
doblados espolvoreando harina con cada doblado. Yo había intentado ya esa
receta hace años con unos resultados nefastos, el hojaldre no engordó y me tomé
unos bollitos sosos que no llevaban a ningún sitio.
Haciendo memoria de viejos fracasos,
puse en un pequeño bol una pastilla de 100 gramos de mantequilla, la deshice
con ayuda del microondas y, con un pincel, pinté la superficie de la masa antes
de doblarla.
Recordemos, la masa estaba extendida al
máximo. Hice un primer dobladillo de la masa, hacia el tercio de la superficie,
doblé también el otro tercio, de modo que la masa quedó como en tres capas.
Volteé la masa, espolvoreé un poco más de harina (lo justo para que no se pegue
el rodillo) y volví a extender la masa hasta que recuperó poco más o menos su
primigenia extensión.
Cuando estaba completamente extendida,
volví a pintarla con mantequilla y volví a hacer las tres dobleces, como si
estuviera doblando una toalla.
Repetí la operación de doblado y
extendido cinco o seis veces, cada una de las veces pintando con un poco de
mantequilla.
No conviene que el rodillo aplaste
mucho la masa en cada doblado, hay que ver (intuir) las capas.
Dividí de nuevo la masa, extendida tras
las seis u ocho vueltas, en dos y cada una de las mitades en cuatro porciones
más, de modo que quedaban ocho rectángulos para hacer ocho croissants.
Fui enrollando ceremoniosamente cada
uno de los bollos, intentando no presionar mucho con los dedos. Hechos los
cuernos los doblé hasta que quedaron con la forma de la media luna.
Dejé que fermentaran de nuevo, 20
minutos, sobre papel de horno. Luego pinté cada croissant con una mezcla de la
mantequilla que sobró en el bol, un huevo batido y cuatro cucharadas de azúcar.
Horno a 180º (recomiendo que no suba de
200º), 15 minutos con la bandeja a la mitad.
Milagrosamente, los croissants
empezaron a crecer, el hojaldre había reaccionado bien a mis doblados, a la
mesa de la cocina rebosante de mantequilla, brillante como si la hubieran
esmaltado. Durante varios días han aparecido restos de masa por toda la casa.
Desayunamos el domingo croissants
calientes, rellenos de miel, de nocilla o de una nuez de mantequillas. Yo estuve
escuchando la banda sonora de Amelie durante todo el día. El resultado en Instagram.
Está claro que no podían competir con
los croissants de los grandes pasteleros, pero quedó un bocado muy digno,
especial, crujiente y hojaldrado. Cuatro o cinco horas invertidas a lo largo de
30 horas. Va bien perder un poco de tiempo para recuperar el equilibrio.
El cuadro de Rupert Buny, un pintor
australiano de finales del XIX, muy parisino, al fin y al cabo, los parisinos
podemos nacer donde nos da la gana.
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