Pasamos en Turquía
una parte de las navidades, toda una experiencia. Los primeros días viajamos a
Estambul, allí pasamos la noche de fin de año. El hotel donde nos alojamos
ofrecía una cena especial para aquella noche y no nos complicamos la vida, aún
a riesgo de someternos a una cena larguísima con cotillón y danza del vientre
incluidas.
Hubiéramos
preferido que nos hubieran preparado una mesa solos, no hubo suerte.
Compartimos la cena con otra familia española que viajaba también con dos
hijos, más mayores que los nuestros. Nos saludamos con una mínima cordialidad
y, sin siquiera conocer sus nombres, dejamos que el tiempo discurriera sin
grandes profundidades. Nuestros compañeros de mesa pasaron toda la cena
prácticamente sin hablarse, pendientes cada uno de su teléfono móvil, sólo
intercambiaban algún comentario a raíz de las fotografías o mensajes que
recibían o enviaban. El móvil ha terminado por ser el gran catalizador de la
convivencia.
No hace falta ser
Michelangelo Antonioni para escribir un tratado sobre la incomunicación actual,
basta con darse una vuelta por la calle para ver que todo el mundo viaja
enfrascado en sí mismo, encerrado dentro de un artilugio móvil que te va
indicando por donde debes caminar, qué tienes que ver y a qué has de estar
atento. Si no estás en la red no existes. Cuando finalmente consigues descubrir
que la realidad coincide con la información que te facilita google, levantas la
cabeza y te haces una foto que cuelgas rápidamente para que se pueda constatar
que has estado allí.
Días después, ya de
regreso a casa, estuve dándole vueltas a nuestro ejercicio de incomunicación.
Nuestros compañeros de mesa lo fueron también de una buena parte del viaje ya
que compartimos alguna excursión, incluso alguna otra comida, en Cappadocia.
Nos saludábamos seguíamos saludando con una mínima cordialidad en cada
encuentro y nos mantuvimos sin intercambiar nombres u otras intimidades, aunque
fue inevitable hacer alguna especulación sobre su origen, actividad profesional
y aficiones. Maldades de la vida moderna. No fue culpa suya, tampoco nuestra,
sólo una realidad constatable, no teníamos el más mínimo interés en conocernos
e intimar.
Viajábamos a
Turquía con los niños. Teníamos cierta prevención y preferimos apuntarnos a un
viaje organizado, aunque dimos muestras de nuestras permanente indisciplina ya
que nos salimos del plan de viaje en la mayor parte de las ocasiones.
Nos incorporamos
así a un grupo muy heterogéneo de turistas de casi todas las edades y
condiciones en el que rápidamente se establecieron roles muy definidos. Había
unos gallegos que asumieron el papel de graciosos de la ronda y se pasaron el
día y la noche haciendo chistes gruesos. Alguna viajera solitaria que buscaba
adosarse a los planes de quien fuera – mis hijos enseguida la llamaron la
chicle -. También viajaba una señora mayor que, ayudada casi siempre de una
muleta, dedicó una parte de su tiempo y de sus ahorros a comprar todo tipo de recuerdos
de dudosa calidad y nulo encanto; era gracioso porque decía que su objetivo era
comprar todo tipo de “mierdas” para que sus nietos y sus nueras comprobaban que
se gastaba el dinero de una hipotética herencia en nimiedades; decía que
esperaba ver con sorpresa como, a su muerte, sus herederos descubrían la
cantidad de souvenirs absurdos en los que había dilapidado su fortuna.
Supongo que en esa
troupe asumimos el papel de familia catalana distante, un poco estirada, no nos
importó. Los intentos de contacto con nuestros compañeros de aventura fue
correcto, frio, suficiente. Teníamos poco que aportarnos, nos conformamos con
ser amables y hacer fotografías a alguna parejita amartelada que intentaba
encajar en su selfi su felicidad rebosante y el paisaje.
Fue curioso
comprobar cómo en nuestra expedición la gente se intercambiaba los números de
los teléfonos móviles y los nombres en redes sociales para poner en común los
álbumes de fotografías. Cada dos por tres se escuchaba en el autobús cómo
reclamaban la rápida puesta en común de las fotografías que acababan de
disparar en un mirador, o las imágenes hurtadas de los frescos de una iglesia
subterránea del siglo IV.
En Estambul nos
organizamos la vida por nuestra cuenta, sólo coincidíamos con el grupo en los
desayunos, poco más. En Cappadocia la convivencia fue un poco más intensa ya
que hicimos un par de excursiones juntos, también nos tocó los desplazamientos
a aeropuertos, eso nos permitió hacer cierto estudio de campo, no muy distinto
del estudio de campo que ellos pudieran hacer de nosotros. No sé cómo podríamos
reaccionar si nos cruzáramos cualquier día por una calle de Madrid o Barcelona,
si nos fundiríamos en un abrazo o si bajaríamos la cabeza para evitar el
saludo.
De la cena de fin
de año poca cosa reseñable de la comida. Fue abundante, muy abundante, se nos
hizo larga, eterna. Los niños estaban cansados y nosotros también. Habíamos
pasado el día visitando la Mezquita Azul, Santa Sofía, los depósitos
subterráneos, una breve incursión por el Gran Bazar… Contratamos un guía que
nos organizó un recorrido privado, comida incluida, con el fin de que no
resultara muy pesado para los niños.
Cuando llegó la
hora de la cena estábamos agotados y, pese a ser fin de año, no queríamos nada
especial, de hecho, nos acostamos sin tomar el postre, tiramisú, cinco minutos
después de que dieran las doce de la noche. Salimos varias veces a la terraza
exterior del comedor para ver la ciudad iluminada, ver los fuegos artificiales
y los globos de papel elevándose sobre el cielo de la ciudad, por lo visto,
comparten la costumbre de alguna otra ciudad oriental de lanzar globos de papel
seda de colores impulsados con el calor de una pequeña llama de una vela de
aceite.
La anécdota de la
noche fue que en nuestra mesa se colocaron inicialmente una pareja de
italianos, de Calabria, muy jóvenes, muy parlanchines; ella enseguida empezó a
enseñar fotografías de su pueblo y de sus playas. No dejaron de hacerse selfies
durante el tiempo que compartimos. La pareja iba hecha un pincel de mercadillo,
él y ella eran un batiburrillo de marcas grandes y horteras. Compartimos con
ellos los aperitivos iniciales, porque después llegó la directora de sala del
hotel, que había estado haciendo recuento de comensales. Por lo visto nuestros
italianos pizpiretos se habían colado en la cena, se tomaron los aperitivos con
una rapidez inusitada y fueron severamente expulsados del restaurante ya que,
por lo visto, no tenían reserva y habían dejado a una familia sin cenar.
Marcharon dignos y altivos al ser descubierto y no volvimos a verles durante
todo el viaje. Puede que fueran unos profesionales del gorroneo, que no fuera
la primera vez que se colaban en una cena de gala. El fin de año hubiera sido
radicalmente distinto si aquellos italianos hubieran aguantado en la mesa toda
la cena, habrían conseguido que nos abrazáramos y besáramos todos al dar las
doce, que hubiéramos intercambiado fotografías, cánticos y servilletas al
viento durante la danza del vientre. Puede que incluso hubieran terminado
bailando sobre la mesa hasta el amanecer. Como fueron expulsados de nuestro
improvisado paraíso, la cena fue más bien monótona y silente.
La segunda parte
del viaje fuimos a Cappadocia, un cambio tremendo de colores, sabores y
culturas, nada que ver con Estambul y, pese a todo, un territorio amable y
tranquilo. El objetivo principal de esa etapa del viaje era poder subir a un
globo aerostático para ver amanecer sobre las montañas. Milagrosamente, el
cuatro de enero amaneció un día soleado y luminoso, un día especial que nos
permitió flotar sobre las colinas nevadas y la estepa pelada del centro de la
península de Anatolia, no muy lejos de la frontera con Siria e Irán
(inevitablemente, alguna fotografía terminó en mi Instagram).
Nos alojamos en un
hotel impersonal, de la cadena Ramada, un sitio cómodo y confortable, bien
acondicionado, sin mucha personalidad. Era un hotel grande en el que
convivíamos culturas de todo el mundo compartiendo cola en el buffet del
desayuno y de la cena.
Tras la excursión
de una de las mañanas se produjo un momento de paz, de esos momentos milagrosos
e inesperados. El autobús nos dejaba en el hotel pasadas las cinco de la tarde,
con dos o tres horas por delante para darse una ducha y descansar antes de
bajar a cenar.
No sé cómo fue,
pero me quedé solo en la habitación, mi mujer marchó a la de los niños para
poner un poco de orden en maletas y duchas. De pronto me vi solo en el
dormitorio, con la televisión encendida. Se sintonizaba la televisión española,
la información que allí daban era deprimente, absolutamente cutre, ponía de
manifiesto que todos los problemas de los últimos meses seguían allí, que no se
habían solucionado. Seguían los insultos, las descalificaciones y la
incomunicación entre bloques. Un amigo me mandaba un wasap diciéndome que el
ambiente era parecido al de los años veinte del siglo pasado.
Cambié de canal,
hice un recorrido por las cadenas turcas, también por las internacionales. Nada
nuevo bajo el sol. Las noticias asquerosas, el entretenimiento casposo, las
películas cien mil veces vistas. De pronto, quedé enganchado en la cadena
Mezzo, donde retransmitían desde San Petesburgo un concierto de música clásica,
la quinta Sinfonía de Tchaikosky, dirigida por Giorgiev. Tras la sinfonía
pusieron una larga entrevista con el directo, donde hablaba de su longeva vida
y su experiencia.
Durante media hora
se detuvieron los astros. Puse el volumen del televisor moderadamente alto, dispuesto
a disfrutar de una sinfonía que no conocía, de un compositor que no estaba
entre mis favoritos. Revolví en mi mochila hasta dar con unos papeles que
quería revisar. De pronto, en mitad de ningún sito, en un hotel impersonal a
las afueras de un pueblecillo destartalado a medio camino entre occidente y
oriente, me encontré leyendo felizmente, aislado de cualquier noticia oscura.
Contento de mi suerte y de mis circunstancias.
Cuando terminó el
concierto y la entrevista al director fui hacia la habitación de los niños, que
estaban viendo alborotados unos dibujos animados en francés. Bajamos a cenar.
En una de las bandejas habían preparado un plato de hígado de ternera, una
receta parecida a la del hígado encebollado castellano. Por lo visto, el guiso
se llama Kammuneya, una especie de estofado de hígado no muy lejano al que
pudiera tomarse en cualquier pueblo de Castilla una noche cerrada y fría de
invierno.
Dejé atrás todos
mis prejuicios y reparos, no deja de ser una actividad de riesgo servirse un
plato de menudillos y despojos en mitad de ninguna parte. Llené bien el plato,
conseguía varios chuscos de un pan delicioso y prolongué mi felicidad durante
algunos minutos más. Hígado encebollado y Tchaikosky en la península de
Anatolia.
Para mi gusto,
cocinan demasiado el hígado, es comprensible, la costumbre de dejar el hígado
medio crudo puede generar riesgos y no agrada a todos los paladares. Pese a
ello, he de decir que disfruté del platillo como un niño chico.
He buscado la
receta del Kammuneya (no sé si es masculino o femenino), por lo visto en Egipto
hay un plato parecido que se llama Calaméo.
Para empezar el
plato hay que calentar en una cacerola alta 100 gramos de mantequilla (me
contaban que en esa zona la península de Anatolia no hay olivos, por lo que
cocinan con grasas animales. La mantequilla suaviza el plato). A fuego muy
suave se deshace la mantequilla, hay que evitar que chisporrotee. Se laminan
dos ajos para que vayan haciéndose en la grasa.
Se cortan en tiras
no muy gruesas 500 gramos de filetes de hígado de ternera (pueden ser de
cabrito, no hay problema), se salpimentan generosamente y se pasan por la
cacerola. Un par de minutos, lo justo para que cambien ligeramente de color,
que deje de ser rojo intenso, bermellón, para convertirse en un gris elegante.
Se retiran y
reservan. Conviene que no se hagan a mucha temperatura porque el hígado lleva
mucha agua y si la temperatura es elevada saltará.
En la grasa que
queda se pican en juliana tres cebollas hermosas. Se sofríen amorosamente hasta
que queden transparentes. A medio proceso se añaden cuatro tomates picados y
una cucharada generosa de comino molido. Se añade una pizca de sal y se deja
cocinar durante 30 minutos, a fuego mínimo.
La cocina turca se
apoya mucho en los sofritos a base de cebolla y berenjena. No hay ningún
problema si al guiso se le añaden, junto a los tomates, un par de berenjenas en
dados.
La cuestión es que
el sofrito quede meloso, casi como una especie de mermelada salada.
Si durante la
cocción se evapora mucha agua se puede añadir medio vaso de agua, o de caldo de
verduras, incluso se vino blanco, aunque eso suponga pervertir la receta
original.
Cuando la verdura
esté bien guisada se añada de nuevo el hígado, se tapa y se apaga el fuego para
que termine todo de asentarse. A la receta no le va mal una pizca de guindilla
cayena, un poco de perejil picado, incluso unas semillas de sésamo.
El plato va a la
mesa, exige mucho pan.
Me quedé con ganas
de visitar el Museo de Arte Contemporáneo de Estambul (era una prueba
excesivamente dura para los niños); he regresado con ganas de leer a Pamuk y
con ganas de regresar a Turquía con menos frio. Tiempo habrá para todo.
El cuadro es de
Burhan Uygur, un díptico sobre madera, moderno y espiritual que espero ver la
próxima vez que visite Estambul.
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