Recomendaciones de
los psicólogos.
Escuchaba la radio
esta mañana, el “A Vivir” en el que
solía colaborar, que los psicólogos recomendaba, por una parte, ser
disciplinados con los horarios, fijando una rutina diaria de actividades lo más
variada posible y, por otra parte, cambiar de rutina de cara al fin de semana,
con el fin de deslindar los días laborables de los feriados (comentaban algunos
especialistas que durante estos días de teletrabajo había gente que tenía la
sensación de haber trabajado más que de ordinario).
Siguiendo las recomendaciones
de los psicólogos, he pensado que, al ser sábado, me vendría bien escribir a
media mañana en vez de a última hora de la tarde.
Los mismos
psicólogos recomendaban no sobresaturarse de noticias y evitar, en la medida de
lo posible, las redes sociales.
También proponían
esos mismos psicólogos no hacer mucho caso de las recomendaciones de los
psicólogos, ni de quien quiera pontificar sobre qué hacer o no hacer.
Esta noche he
dormido poco, he adelantado todos mis horarios y, pasadas las 12 del mediodía,
tengo cumplidas casi todas las tareas programadas, incluida la comida (un pollo
guisado con garbanzos que burbujea en el fuego).
De madrugada, poco
antes de levantarme, pensaba en la escena de un padre y un hijo jugando al
ajedrez, o a un juego de mesa de los complicados. Llevan un rato largo jugando
y, de repente, el hijo se enfada, da un golpe en el tablero y todas las fichas
se disparan por los aires.
Padre e hijo
discuten, cruzan reproches, incluso abren querellas pendientes. Puede que el
chico hubiera intentado hacer una trampa que fue descubierta, o el padre se
distrajo más de lo razonable mirando la pantalla del móvil. A lo mejor uno no
sabe perder y el otro no sabe ganar. Quizás se han alterado sobre la marcha las
reglas del juego, tanto las escritas como las no escritas.
Llega un punto en
la discusión en la que el origen da lo mismo. Las piezas están desperdigadas
por el suelo y el tablero descompuesto.
Una primera opción,
puede que la más visceral, sea la que lleve al padre a castigar a su hijo, o al
hijo a abandonar la partida y jurar que nunca más jugará con un tramposo.
Sería bueno que
recompusieran equilibrios, quizás intentar colocar de nuevo el tablero y volver
a colocar las piezas en la posición en la que se quebró la partida, aún a
riesgo de equivocarse en alguna ubicación. Tal vez alguna pieza se ha perdido o
se ha roto.
Otra posibilidad
sería la de iniciar de nuevo la partida, revisar las reglas y equilibrios,
empezar otra vez con más atención y delicadeza hacia el rival.
Por último, queda
elegir otro juego, puede que más sencillo, un juego con nuevas reglas y estrategias.
Lo importante es
mantener el placer y el deseo de jugar.
Era sólo una imagen
que me ha rondado toda la mañana.
He leído mi novela
del Decamerón, otra fábula moral con la que cierran la primera jornada. Es la
historia de un anciano, Alberto de Bolonia, que se enamora irremisiblemente de
una viuda mucho más joven que él Malgherida de los Ghisolieri (los nombres de
Boccaccio son fantásticos). La cuestión es que el anciano empieza a festejarla,
aún a sabiendas de la diferencia de edad.
Ella se burla de su
enamorado y organiza con unas amigas una celada que pretende poner en ridículo
al anciano.
Alberto el boloñés
salva la chanza diciéndole: «Señora, que
yo ame no debe maravillar a ningún sabio, y especialmente a vos, porque os lo
merecéis. Y aunque a los hombres viejos les haya quitado la naturaleza las
fuerzas que se requieren para los ejercicios amorosos, no les ha quitado la
buena voluntad ni el conocer lo que deba ser amado, sino que naturalmente lo
conocen mejor porque tienen más conocimiento que los jóvenes. La esperanza que
me mueve a amaros, yo viejo a vos amada de muchos jóvenes, es ésta: muchas
veces he estado en sitios donde he visto a las mujeres merendando y comiendo
altramuces y puerros; y aunque en los puerros nada es bueno, es menos malo y
más agradable a la boca la cabeza, pero vosotras, generalmente guiadas por
equivocado gusto, os quedáis con la cabeza en la mano y os coméis las hojas,
que no sólo no valen nada sino que son de mal sabor. ¿Y qué sé yo, señora, si
al elegir los amantes no hacéis lo mismo? Y si lo hicieseis, yo sería el que
sería elegido por vos, y los otros despedidos».
Yo cocino mucho con
puerros. No sabía esta anécdota puerril.
Sigo con las
magdalenas. Puede que algo tenga que ver con que estoy en el último tomo de la Recherche du temps perdu, llego ya al temps retrouvé, donde la magdalena
vuelve a aparecer, ya con todo su esplendor. Quince años y más de 3000 páginas
hay entre el recuerdo del primer bocado de magdalena y el bocado final.
Aquí va otra receta
de magdalenas, con la misma base y procedimiento similar.
270 gramos de
mantequilla, 250 gramos de azúcar glas (yo reduciré el azúcar a la mitad y
puede que lo sustituya por azúcar moreno). 250 gramos de harina, 6 huevos, una
copita de ron y la cuarta parte de la corteza de un limón (lo importante es
mantener la proporción de harina y mantequilla). En esta la marquesa prescinde
de la levadura química, yo no lo haría, pondría una cucharadita de impulsor.
Se busca un
lebrillo (bol) hondo y se sacan previamente los huevos, para que no estén muy
fríos (no quiero bromas fáciles que sonrojarían al Diletante). Se cascan y
baten los huevos atemperados con el azúcar y las raspaduras de limón. Veinte
minutos impone la marquesa (7 canciones de los Raconteurs en Spotify). Ha de
quedar espumante y esponjosa.
Se añade la copita
de ron o de cualquier otro licor, la mantequilla en pomada pero no muy
caliente. Se sigue batiendo un poco más (otra canción de su último disco,
publicado el año pasado) y se añade, tamizada, siempre tamizada, la harina,
para terminar de batir o de mover con una espátula hasta que la harina quede
perfectamente integrada.
Se van pasando
pequeñas porciones de la masa a los envoltorios de papel o a los moldes de
silicona, cuidando no llenarla hasta arriba.
Se colocan las
magdalenas con cuidado en la bandeja del horno, previamente precalentado a 180º
y se dejan cocer hasta que se eleve la masa y se forme la forma habitual de la
magdalena, con su capirote redondeado y ligeramente abierto.
Se enfrían dentro
del horno y se sirven directamente.
Hoy, como es
sábado, Hopper nos deja salir a la terraza.
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