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martes, 7 de abril de 2020

Capítulo DXXI.- Diez Jornadas (3.6.) Nunca es tarde.

Nunca es tarde.
Ayer se complicó el día, nada grave, al contrario, estoy tan hecho a las nuevas rutinas que me lie, como me liaba antes del confinamiento.
Tenía que organizar mi primera clase virtual y fue un cristo hasta que conseguí formar el grupo de Skype y que se conectaran todos a la vez. Había alumnos que entraban, otros que salían del grupo y no tenía la certeza de que estuvieran todos en línea. A medida que me iba enredando iba pensando en lo tonto que era, primero por no organizarme bien con las nuevas tecnologías (que se van a consolidar definitivamente, estas no se van cuando pase la pandemia), después porque cuando daba este tipo de clases presenciales no me preocupaba especialmente por comprobar si estaban todos los alumnos o si uno llegaba tarde.
Los nuevos tiempos incorporan nuevas obligaciones y nuevos modales. Casi estoy más preocupado por la metodología y la técnica que por el contenido.
Sigo leyendo, supongo que los medios de comunicación tanto tradicionales como modernos tienen, por una parte, el deber de informar, pero por otra la obligación de llegar a unos contenidos o espacios mínimos, por eso en la información que recibo termina habiendo más grano que paja y todos los medios que leo (accedo a muchos) caen en los mismos agujeros.
He aceptado la parte de testimonios de la pandemia, la opinión de personas directamente afectadas por la situación que convierten su tragedia o comedia personal en una categoría que pretenden generalizar. Lo comprendo aunque no lo comparta y, si tomo mis medidas profilácticas (también hay medidas profilácticas en la información que uno recibe y acepta), puedo disfrutar lo que me cuentan.
Ahora estamos en fase de entrevistas y artículos de filósofos, sociólogos y tecnofilósofos que aseguran haber anticipado los rasgos básicos de la crisis sanitaria y sus consecuencias futuras.
Los hay absolutamente apocalípticos, que aceptan que lo que viene es el fin del mundo, aceptación que depende exclusivamente de que se les reconozca el mérito de haberla anunciado. También están los “happy flowers” que aseguran que de esta vendrá un mundo mejor, siempre y cuando se sigan sus pautas (eso sí).
Yo, por naturaleza, me alineo con los happy flowers aunque he de reconocer que no tengo ni puñetera idea de lo que pueda suceder más allá de una semana (más allá de mis menús diseñados para esa semana). Creo que es pronto para sacar conclusiones. Ya decían que es muy difícil predecir, sobre todo el futuro.
Me dio un poco de vértigo cerrar el día de ayer sin escribir mi capítulo del Diletante encerrado. Un era un problema de fidelidad con quien me siga, sino de pánico a romper la rutina. Me había comprometido a un maratón con los niños (maratón de la serie La Casa de Papel, que nadie se asuste).
Por eso me he levantado con la idea de aprovechar este tiempo de ayer/mañana para saldar mis deudas.
El Boccaccio de la jornada es una nueva vuelta de tuerca sobre infidelidades entre burgueses boyantes. En esta ocasión se trata de un enamorado que quiere quebrantar las estrictas reglas de fidelidad de su amada poniendo en duda la lealtad y fidelidad del marido de su amada. Urde una trama por la que hace saber a la amada que su marido le va a engañar con otra mujer a la que ha citado en unos baños públicos. La digna señora, ante el riesgo de ver quebrantada la fidelidad del marido, acude a esos baños públicos haciéndose pasa por la amante de su esposo y, a su vez, el protagonista de la novelilla, se hace pasar por el marido pinturero. En definitiva, al final el narrador se sale con la suya, consigue hacer el amor a su amada fingiendo que era el marido y la amada queda tan satisfecha que convierte en costumbre su escapada a los baños. Boccaccio juguetón, parrandero y lleno de equívocos y espejos.
En cuanto a la receta de la Divina Marquesa, hoy quebranto dos compromisos que me había impuesto. El primero el de seguir con razonable fidelidad a la Parabere, el segundo el de no cocinar realmente los dulces para no ponerme como un zeporro con tanto dulce y tan poca actividad física.
El primero de los quebrantamientos tiene que ver con mis condiciones de redacción. Es de madrugada, todavía no hay luz natural y en mi actual situación escribo a oscuras para que el reflejo no despierte al resto de familia. Así que he de acudir a mi memoria y recursos para escribir la receta sin poder consultar el libro en papel que viajó conmigo al confín.
La segunda de las traiciones se debe a que hoy quiero preparar unas torrijas y me cuesta mucho renuncias a ellas en plena Semana Santa. Así que esta tarde haré una bandeja de torrijas no virtuales que espero que vayan cayendo desde hoy hasta el domingo de resurrección.
Se necesita una barra grande de pan asentado (pan del día anterior, con miga). Merece la pena comprar un buen pan porque con el precocinado las torrijas quedan hechas un desastre. Ha de ser un pan con una buena miga, compacta y esponjosa, que quede ya un poco correosa después de estar un día y medio guardada en un sitio seco.
Se pone a hervir un litro de leche (más si la barra es grande), con una rama de canela y unas cortezas de limón. Cuando rompa a hervir se apaga, se tapa y se deja reposando.
Yo añado el azúcar a la leche una vez reposada, es decir, cuando está templada deslío 200 gramos de azúcar en la leche.
Corto la barra de pan en rebanadas gruesas, sin pasarse, un par de dedos de ancho (no conviene que queden muy finas porque se quebrarán).
Casco y bato 6 huevos en un bol, los bato bien, que queden espumosos.
Pongo en un plato hondo un cuartillo de la leche aromatizada y endulzada.
Paso cada rebanada de pan primero por la leche y después por el huevo. Tienen que empapar bien, no han de quedar secas.
Cuando estén bien empapadas (primero la leche, después el huevo), las frio en una sartén con abundante aceite. No hay que tenerlas mucho rato en la sartén, que tiene que estar a fuego alegre para que obre el milagro. Cuando se doren por un lado les doy la media vuelta para que queden dorados por el otro.
En un plato sopero pongo 250 gramos de azúcar mezclados con 75 gramos de canela en polvo (la cantidad de canela va en gustos). Paso el pan frito y recién escurrido por la mezcla de azúcar y canela para que se reboce bien. Terminada la operación dejo la torrija reposando en una bandeja (si se va a comer en el día) o en un tupper (si quiero conservarla más días).
Hago la misma operación con cada rebanada de pan, reponiendo los platos con la leche y con el azúcar/canela. No conviene racanear con ninguno de los ingredientes, nada hay más triste que una torrija seca, y no estamos para tristezas.
Dios mediante, el jueves mis torrijas se podrán comer (hoy compro el pan, mañana las cocino y pasado homenaje).

El cuadro de Hopper de hoy se titula Office Night, creo que la chica esconde unas torrijas en el archivador, el chico, infeliz, no se ha dado todavía cuenta.
Office at Night, 1940 - Edward Hopper

lunes, 30 de marzo de 2020

Capítulo DXIV.- Diez Jornadas (2.9.) Las claves de la pandemia.

Las claves de la pandemia.
Que nadie se asuste, no me voy a poner trascendente, no voy a contribuir con mi boñiguilla a la montaña de detritus que han formado ya todo tipo de opinadores. Mis claves son mucho más mundanas.
En casa tenemos 3 ordenadores portátiles, una Tablet (la otra ha caído ya en acto de servicio) y 4 móviles conectados a la red. Disponemos de 3 redes de internet, que es como no disponer de ninguna porque cada una tiene sus manías y sus disfunciones.
En la casa contratamos una red con poca capacidad de datos, sólo la utilizábamos los fines de semana, rápido quedó sin datos y hasta el día 1 de abril no la reactivan mayor capacidad. Esta red tiene sus claves que hay que introducir para sincronizar los aparatos.
Tenemos una segunda red, la red principal de nuestro domicilio, que ahora la tenemos en los móviles. Cuando falla la red de la casa, hemos de sincronizar los móviles con los ordenadores para poder trabajar. Tuvimos que poner las claves en todos los aparatos para disponer de esta red secundaria.
La tercera red, la excepcional, es la que utilizamos estos días. Es un pincho que nos facilitaron hace años en el trabajo. Una tercera compañía a la que nos enganchamos por turnos, con la consiguiente ceremonia de claves de conexión.
EL colegio de mis hijos funciona razonablemente bien, se han volcado con las clases y los materiales on line, reciben materiales y mandan ejercicios y grabaciones por la red. Cada uno de los niños tiene sus claves para entrar en sus correos del colegio, correos y entornos que están “capados” para que los niños no se pajareen con videos y juegos. Como hay habilidades informáticas que mis hijos no dominan, me han facilitado sus claves para que pueda hacer algunas tareas de menestral, como la de mandar exposiciones orales de 27 megas al profesor de turno, bajarles PDF o documentos en Word que van y vienen.
Como tenemos que actualizar programas y bajar aplicaciones nuevas, los de Appel, Samung, Microsoft me piden que actualice las claves de alta en estas plataformas para poder cargar esas aplicaciones.
Como hay algunas plataformas que hace tiempo que no uso, he perdido o se me ha caducado la clave, por lo que he de seguir el protocolo de actualización o recuperación de claves, con la obligación de cambiar la clave con el ceremonial de que tenga 8 o más caracteres, que combine mayúsculas, minúsculas, números y signos, que no coincida con la clave utilizada en los últimos 6 meses y, además, último requisito que hoy me ha comunicado Microsoft, la clave no puede coincidir ni con mi nombre, ni con mis apellidos, ni con mi correo.
Con cada cambio o recuperación de clave recibo la correspondiente ristra de correos electrónicos advirtiendo el acceso a la clave, el cambio de clave y la verificación correspondiente.
Es inevitable el incremento del uso de redes sociales, en cada una de ellas (intagram, Facebook, twitter) tengo mi correo, mis nombres, mis alias y mis claves. No soy un fanático de las redes, pero como Diletante voy zascandileando en la red. Estos días están sobrecargadas y cada vez que las utilizo en un dispositivo distinto he de cargar mis claves y mis correos.
En el trabajo disponemos de dos correos (nacional y autonómico) con sus claves correspondientes. Cada mañana al conectarme al trabajo me toca teclear nombre y contraseña, actualizarlos y, además, gestionar el protocolo de seguridad de la firma electrónica.
En las plataformas de televisión (en casa usamos varias) también hay que manejar las claves y los correos. Como alguna de esas plataformas las tengo en el móvil o en la Tablet, para verlas en la televisión normal hay que hacer una transferencia de señal que obliga a facilitar claves y correos, más una clave especial para la compatibilidad.
Cuando mando documentos por bluetooth el protocolo de transferencia me obliga a cruzar unas claves nuevas que, en función del aparato, se corroboran por sms o por correo electrónico.
En los teléfonos de mi mujer y de mi hijo, que son de la manzanita, hay un sistema de desbloqueo por reconocimiento facial. Como no nos parecemos, sus teléfonos no me reconocen y hay veces que me encargo de cogerlos y gestionarlos, por lo que he de utilizar otra tanda de claves.
Mi teléfono, que es coreano, se desbloquea con el diseño de un dibujillo en pantalla o con la huella. La huella no la puedo prestar, pero el dibujillo es ya de dominio público.
Iba apuntando cada clave de cada red, cada plataforma, cada gestión en mi teléfono móvil. Tengo apuntadas una veintena de claves, referenciadas a cada uno de los aparatos, redes, plataformas y artilugios utilizados.
Como a veces desconfío de la tecnología, además he apuntado el ramo de claves en un papel.
Esas son mis claves de la pandemia, muy de andar por casa, muy caóticas, improvisadas minuto a minuto.
Cuando consigo poner en línea todas las claves que me permiten acceder al ordenador sigo leyendo el Decamerón, la 19ª novela. Cada vez se complican más las tramas, aunque giren sobre los mismos parámetros.
La de hoy es la de la de desventurada vida de Zinevra de Genova, la esposa de un comerciante que vio comprometida su honra y buen nombre por una apuesta. Con casi una veintena de relatos leídos puedo confirmar que los personajes femeninos de Boccaccio son mucho más interesantes y complejos que los masculinos. Los machos del Decamerón suelen ser sota, caballo o rey, poco más. No hay matices, los femeninos son mucho más ricos, con más aristas.
Sigo con la repostería de la Marquesa de Parabere, hoy, como tiempo y paciencia no falta, me atrevo con la receta básica de la pasta choux, la de los bocaditos de nata o profiteroles.
La divina marquesa inicia su receta con palabras providenciales: «No hay que descorazonarse si no se acierta a la primera; cualquier nimiedad ha podido ser la causa del fracaso; en la pastelería, sobre todo, es necesario adquirir experiencia propia; y esto sólo se consigue a fuerza de práctica; si un preparado no sale la primera vez perfectamente, se vuelve a hacer otro día, y seguro que esta vez será un éxito». Las palabras de la Marquesa se pueden aplicar a casi todo lo importante, incluida la repostería.
Ingredientes: 225 gramos de harina, 125 gramos de mantequilla, diez gramos de azúcar, 5 gramos de sal, 3 decílitros y medio de agua o leche (o mitad y mitad), que es el equivalente a vaso colmado de los de nocilla. 6 ó 7 huevos, en función del tamaño (como siempre), corteza de limón o de vainilla para aromatizar.
La receta se inicia poniendo en un cazo la leche, la corteza de limón, la mantequilla, la sal y el azúcar. Se pone todo a cocer a fuego vivo hasta que rompa a hervir. Cuando suba la leche, con toda su espuma, se retira del fuego y se añade de golpe, sin tamizar, la harina. Se remueve (con cuchara de palo) deprisa hasta que se integre toda la masa, quede una pasta muy fina. Bien removida se enciende de nuevo el fuego, esta vez al mínimo y se sigue removiendo hasta que la masa empiece a pegarse un poco en el fondo y se forme un ovillo alrededor de la cuchara.
La pasta está bien cocida cuando deje de pegarse a la cuchara. La mantequilla empieza a rezumar (es decir, aparecen brillos húmedos en la masa).
Se retira la masa del fuego y se vuelca en un bol (lebrillo en palabras de la divina).
Se van agregando los huevos uno a uno, se van cascando y batiendo con vigor hasta que queden perfectamente amalgamados con la pasta.
La marquesa quiere que los huevos sean grandes, muy frescos y a temperatura ambiente.
La cantidad exacta de huevos es un arcano, depende de muchos factores, nos dice la Marquesa, pero se sabe que la masa está a punto cuando se despega fácilmente del cucharón que sirve para removerla. Por eso no conviene cascar y añadir los huevos con rapidez, sino poco a poco.
El truco de esta pasta está en batirla con vigor, para que se airee bien y quede muy esponjosa.
Se deja reposar la masa en un bol, tapándola para que no se seque. Una hora a temperatura cálida (20º ó 22º).
Reposada la masa, se puede colocar en una manga pastelera o se utiliza una cuchara y se colocan pequeñas porciones sobre papel de horno satinado (del que no se pegan). No conviene que sean muy grandes, pueden ser alargados o redondeados. Hay que separar cada porción 3 ó 4 centímetros, porque la masa se dilata.
Se precalienta al horno a 140º, sin el ventilador, en 20 minutos, tal vez un par de minutillos más, los choux se cuecen, quedan ligeramente tostados, huecos por dentro. Cuando se hayan levantado (se comprueba a simple vista) se apaga el horno y se deja abierta una rendija para que no se enfríen de golpe.
Si todo ha ido bien, han de quedar unos pastelillos ligeros, inflados, dispuestos a rellenarse de cualquier ambrosía.
Hemos de ser conscientes de las palabras de la marquesa al iniciar su receta, en cualquier momento se puede fracasar.

La distancia de los personajes del cuadro de Hopper hoy por hoy no estaría permitida.
Analysis of Edward Hopper's “Nighthawks” - Joshua Hoering - Medium

domingo, 22 de marzo de 2020

Capítulo DVI.- Diez jornadas (2.1.) Calma.

Calma.
He terminado la primera jornada del Decamerón, los diez primeros relatos. El Decamerón no es un libro sobre la peste, ni de la peste, de hecho la peste no es sino una excusa para aislar a los personajes. Pocos detalles hay de lo que sucede en el exterior, en Florencia, eso hace que la marea de fondo del libro pueda parecer un poco frívola. Los 10 protagonistas ven pasar el tiempo entre banquetes, bailes galantes y pláticas en el jardín.
Boccaccio parece mucho más preocupado por criticar al clero y a la nobleza, hablar de la burguesía como fuerza ingeniosa y encadenar fábulas morales, como si la peste fuera menos importante que la degradación ética de la Florencia del siglo XIV.
Cuando leo o escucho a algunos comentarías y opinólogos actuales tengo la sensación de que hay mucho Boccaccio, más preocupado por reprender que por dar soluciones.
La segunda de las jornadas del Decamerón, los diez nuevos relatos, quedan marcados por la imposición de la reina de la jornada (cada día se cambia de rey y, por lo tanto, de propuestas narrativas).
Quiere Neifile, así se llama la dama que reina durante la segunda jornada, que todos los relatos recojan la experiencia de personas perseguidas por diversas contrariedades que, contra toda esperanza, encauzan su vida.
La primera de las novelas de este segundo bloque es Decamerón en estado puro, tiene un elemento pícaro y una trama compleja. Cuenta la historia de tres aventureros florentinos que se ganan la vida haciendo acrobacias y payasadas. Se llaman Stecchi, Martellino y Marchese.
En su gira cruzan fronteras y llegan a Tréveris, territorio tedesco. La ciudad está conmocionada por la muerte de un hombre pobre, Arrigo, que era tan virtuoso que, al morir, las campanas de la villa empezaron a tañer sin impulso humano.
La población estaba convencida de que aquella algarabía de campanas era una muestra de la santidad de Arrigo y se arremolinaron entorno a su cadáver reclamando todo tipo de milagros.
Los tres buscavidas quisieron aproximarse lo más posible al centro de interés de la ciudad y para conseguirlo no se les ocurrió otra cosa que fingir uno de ellos que era un tullido. En la medida en la que tenían todo tipo de habilidades de contorsión, no fue difícil que uno de ellos se convirtiera en un inválido integral, que, ayudado por sus compañeros, alcanzó el cuerpo del santo súbito y, milagrosamente, se recuperó.
Los habitantes de Trevis llegaron al éxtasis hasta que uno de los vecinos descubrió que aquellos tres pícaros florentinos eran unos payasos que habían engañado a todos.
Quisieron lincharlos y, para evitarlo, no se les ocurrió otra cosa que denunciar que, en la algarabía, les habían robado una bolsa con doblones. Esa denuncia desencadenó que muchos habitantes de Tréveris denunciaran también robos de dinero e imputaran a los florentinos el latrocinio. Con lo cual, en vez de evitar el linchamiento, se agravó la situación.
Al final, consiguieron que les llevaran al corregidor que, en principio, pensó que los tres florentinos (había tensiones entre tedescos y toscanos) eran unos estafadores, pero al final se descubrió que los vecinos de Treviso no eran mucho mejores, habían denunciado robos que no eran ciertos.
Se salvaron, por los pelos, de ser ajusticiados y pudieron regresar a Florencia con el rabo entre las piernas.
Toda una fábula de contenido moral.
No sé si tanto Boccaccio y tanto Decamerón me han colocado en una posición un tanto beata. La cuestión es que vuelvo a otra receta de convento, los suspiros de monja, siguiendo a la marquesa.
Para esta receta se necesitan 250 gramos de almendras peladas y crudas (marcona a poder ser), 250 gramos de azúcar, dos claras de huevo, un poco de agua y limón.
Se reservan las almendras y se prepara un almíbar con el azúcar y un poco de agua. No tiene que llegar a caramelo, basta con que espese un poco y deje una ligera hebra la removerla.
Se baten las claras hasta que llegan al punto de nieve (como estos días parece que hay tiempo, se pueden evitar máquinas y hacerlo con dos tenedores). Cuando las claras toman consistencia se añade poco a poco el almíbar, sin parar de batir.
Incorporado todo el almíbar, se agregan las almendras y la ralladura de limón.
En una placa de horno cubierta de papel que evite que se pegue, se van formando pequeños montoncitos de la mezcla, intentando que en cada uno de ellos haya un par de almendras.
El horno, precalentado, tiene que estar a 140º, no mucho más, y dejar la bandeja en el horno hasta que se cueza el merengue, 10 minutillos, poco más. Ha de queda una costra dura, ligeramente tostada. Se saca la bandeja y se deja enfriar. Cuando estén bien fríos los suspiros se pueden guardar sin riesgo de que se peguen, para eso han de quedar bien secos.

Hoy Hopper nos deja ir a echar gasolina.
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sábado, 21 de marzo de 2020

Capítulo DV.- Diez Jornadas (1.10) Recomendaciones de los sicólogos.

Recomendaciones de los psicólogos.
Escuchaba la radio esta mañana, el “A Vivir” en el que solía colaborar, que los psicólogos recomendaba, por una parte, ser disciplinados con los horarios, fijando una rutina diaria de actividades lo más variada posible y, por otra parte, cambiar de rutina de cara al fin de semana, con el fin de deslindar los días laborables de los feriados (comentaban algunos especialistas que durante estos días de teletrabajo había gente que tenía la sensación de haber trabajado más que de ordinario).
Siguiendo las recomendaciones de los psicólogos, he pensado que, al ser sábado, me vendría bien escribir a media mañana en vez de a última hora de la tarde.
Los mismos psicólogos recomendaban no sobresaturarse de noticias y evitar, en la medida de lo posible, las redes sociales.
También proponían esos mismos psicólogos no hacer mucho caso de las recomendaciones de los psicólogos, ni de quien quiera pontificar sobre qué hacer o no hacer.
Esta noche he dormido poco, he adelantado todos mis horarios y, pasadas las 12 del mediodía, tengo cumplidas casi todas las tareas programadas, incluida la comida (un pollo guisado con garbanzos que burbujea en el fuego).
De madrugada, poco antes de levantarme, pensaba en la escena de un padre y un hijo jugando al ajedrez, o a un juego de mesa de los complicados. Llevan un rato largo jugando y, de repente, el hijo se enfada, da un golpe en el tablero y todas las fichas se disparan por los aires.
Padre e hijo discuten, cruzan reproches, incluso abren querellas pendientes. Puede que el chico hubiera intentado hacer una trampa que fue descubierta, o el padre se distrajo más de lo razonable mirando la pantalla del móvil. A lo mejor uno no sabe perder y el otro no sabe ganar. Quizás se han alterado sobre la marcha las reglas del juego, tanto las escritas como las no escritas.
Llega un punto en la discusión en la que el origen da lo mismo. Las piezas están desperdigadas por el suelo y el tablero descompuesto.
Una primera opción, puede que la más visceral, sea la que lleve al padre a castigar a su hijo, o al hijo a abandonar la partida y jurar que nunca más jugará con un tramposo.
Sería bueno que recompusieran equilibrios, quizás intentar colocar de nuevo el tablero y volver a colocar las piezas en la posición en la que se quebró la partida, aún a riesgo de equivocarse en alguna ubicación. Tal vez alguna pieza se ha perdido o se ha roto.
Otra posibilidad sería la de iniciar de nuevo la partida, revisar las reglas y equilibrios, empezar otra vez con más atención y delicadeza hacia el rival.
Por último, queda elegir otro juego, puede que más sencillo, un juego con nuevas reglas y estrategias.
Lo importante es mantener el placer y el deseo de jugar.
Era sólo una imagen que me ha rondado toda la mañana.
He leído mi novela del Decamerón, otra fábula moral con la que cierran la primera jornada. Es la historia de un anciano, Alberto de Bolonia, que se enamora irremisiblemente de una viuda mucho más joven que él Malgherida de los Ghisolieri (los nombres de Boccaccio son fantásticos). La cuestión es que el anciano empieza a festejarla, aún a sabiendas de la diferencia de edad.
Ella se burla de su enamorado y organiza con unas amigas una celada que pretende poner en ridículo al anciano.
Alberto el boloñés salva la chanza diciéndole: «Señora, que yo ame no debe maravillar a ningún sabio, y especialmente a vos, porque os lo merecéis. Y aunque a los hombres viejos les haya quitado la naturaleza las fuerzas que se requieren para los ejercicios amorosos, no les ha quitado la buena voluntad ni el conocer lo que deba ser amado, sino que naturalmente lo conocen mejor porque tienen más conocimiento que los jóvenes. La esperanza que me mueve a amaros, yo viejo a vos amada de muchos jóvenes, es ésta: muchas veces he estado en sitios donde he visto a las mujeres merendando y comiendo altramuces y puerros; y aunque en los puerros nada es bueno, es menos malo y más agradable a la boca la cabeza, pero vosotras, generalmente guiadas por equivocado gusto, os quedáis con la cabeza en la mano y os coméis las hojas, que no sólo no valen nada sino que son de mal sabor. ¿Y qué sé yo, señora, si al elegir los amantes no hacéis lo mismo? Y si lo hicieseis, yo sería el que sería elegido por vos, y los otros despedidos».
Yo cocino mucho con puerros. No sabía esta anécdota puerril.
Sigo con las magdalenas. Puede que algo tenga que ver con que estoy en el último tomo de la Recherche du temps perdu, llego ya al temps retrouvé, donde la magdalena vuelve a aparecer, ya con todo su esplendor. Quince años y más de 3000 páginas hay entre el recuerdo del primer bocado de magdalena y el bocado final.
Aquí va otra receta de magdalenas, con la misma base y procedimiento similar.
270 gramos de mantequilla, 250 gramos de azúcar glas (yo reduciré el azúcar a la mitad y puede que lo sustituya por azúcar moreno). 250 gramos de harina, 6 huevos, una copita de ron y la cuarta parte de la corteza de un limón (lo importante es mantener la proporción de harina y mantequilla). En esta la marquesa prescinde de la levadura química, yo no lo haría, pondría una cucharadita de impulsor.
Se busca un lebrillo (bol) hondo y se sacan previamente los huevos, para que no estén muy fríos (no quiero bromas fáciles que sonrojarían al Diletante). Se cascan y baten los huevos atemperados con el azúcar y las raspaduras de limón. Veinte minutos impone la marquesa (7 canciones de los Raconteurs en Spotify). Ha de quedar espumante y esponjosa.
Se añade la copita de ron o de cualquier otro licor, la mantequilla en pomada pero no muy caliente. Se sigue batiendo un poco más (otra canción de su último disco, publicado el año pasado) y se añade, tamizada, siempre tamizada, la harina, para terminar de batir o de mover con una espátula hasta que la harina quede perfectamente integrada.
Se van pasando pequeñas porciones de la masa a los envoltorios de papel o a los moldes de silicona, cuidando no llenarla hasta arriba.
Se colocan las magdalenas con cuidado en la bandeja del horno, previamente precalentado a 180º y se dejan cocer hasta que se eleve la masa y se forme la forma habitual de la magdalena, con su capirote redondeado y ligeramente abierto.
Se enfrían dentro del horno y se sirven directamente.

Hoy, como es sábado, Hopper nos deja salir a la terraza.
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viernes, 20 de marzo de 2020

Capítulo DIV.- Diez Jornadas (1.9.) Hay quien dice que resulta que éramos felices.

El noveno relato del Decamerón es un ejemplo de psicología inversa. No es un relato muy complicado, al contrario, creo que es la novelilla más breve de todo el Decamerón. Una dama de la Gascuña que regresa de peregrinar a Tierra Santa y es violada en la isla de Chipre, pide audiencia al rey de la isla, por lo visto un pusilánime, a quien en vez de exigirle dureza con los agresores, le pide que le explique cómo puede gestionar los agravios que permanentemente recibe.
         «Señor, no vengo a tu presencia porque espere venganza de la injuria que me ha sido hecha; sino que en satisfacción de ella te ruego que me enseñes cómo sufres las que entiendo te son hechas, para que, aprendiendo de ti, pueda soportar la mía pacientemente, la cual, sábelo Dios de buena gana te daría puesto que eres tan buen portador de ellas».
         Y, a raíz de la terapia de psicología inversa:
         «El rey, que hasta entonces había sido lento y perezoso, como si se despertase de un sueño, empezando por la injuria hecha a aquella señora, que vengó duramente, se hizo severísimo de allí en adelante persecutor de cualquiera que cometiese alguna cosa contra el honor de su corona».
         Superamos ya la primera semana de confinamiento, en casa la empezamos el jueves, cuando los niños salieron del colegio, ya anunciaban que el viernes no habría clase y que, de inmediato, tendríamos que aislarnos.
         Estos días todos hemos escuchado mucha radio, muchas noticias de televisión, muchas opiniones más o menos cualificadas, muchos futurólogos, bastantes agoreros y comentaristas de todo pelaje.
         No creo que sea tiempo para ponerse demasiado trascendente, si algo demuestras estos días es que no quedan verdades absolutas y quien suba mucho a las alturas corre el riesgo de hacer el ridículo más espantoso. Como el sesudo que aseguraba hace unas horas que resultaba que éramos felices. El tipo se ha quedado más ancho que largo. Espero recuperar el nombre de este bienpensante para seguirle por los siglos de los siglos.
         Por eso yo sigo con mi severo régimen de postres siguiendo a la divina marquesa, tan importante como el divino marqués.
         Hoy me he animado con las magdalenas Tere (sigo recordando que no hago repostería todos los días, lo que estoy es recopilando y reseñando recetas para poder ir haciendo a lo largo de los próximos meses).
         Las magdalenas Tere son unas magdalenas con frutas confitadas, aunque la base de la receta sirve para hacer cualquier tipo de magdalena.
         Se necesitan 500 gramos de harina de repostería (harina fina, destaca la marquesa), 50 gramos de azúcar molido, 500 gramos de mantequilla, 6 yemas de huevo y 6 huevos enteros, más una cucharadita de levadura Royal y azúcar glass para adornas, más las frutas confitadas para adornar (pueden usarse pasas, naranja confitada, incluso pepitas de chocolate), la fruta tiene que picarse muy fina.
Hay que poner en un bol (en un lebrillo según la terminología de la Parabere) la mantequilla a punto de pomada, hay que batirla para que termine de deshacerse y empiece a formar espumilla.
Cuando la mantequilla está espumosa se añade el azúcar y se sigue batiendo hasta que se integre bien y quede una crema sedosa.
Incluso la marquesa propone utilizar una batidora. Hay que ir incorporando al batido una yema y un huevo entero por vez, hasta que se integren todos los huevos con la mantequilla.
Se tamiza la harina, mezclada con la cucharita de levadura, y se integra bien, ha de quedar una masa muy esponjosa, hay que batirlo mucho para que entre mucho aire (si se utiliza el thermomix hay que usar las aspas de mariposa). Por último se añade la fruta confitada. Hay que dejar reposar la masa una hora a temperatura ambiente para que la levadura empiece a hacer sus efectos.
Se añaden pequeñas porciones de masa en los moldes (de silicona o de papel), conviene no llenarlos hasta arriba.
Se introducen en el horno, a 180º precalentado, y se dejan 12 ó 13 minutos, lo justo para que se levante la magdalena. Si se añade una cucharadita de azúcar sobre la masa antes de meterla en el horno, queda la costrita de caramelo.
Si se prefiere utilizar chocolate, en pepitas, se colocan sobre las magdalenas cuando lleven 8 minutos de cocción.
Se dejan atemperar y directas a la mesa para mojarlas en leche.

Hopper y sus mujeres, está espera sola en la platea de un pequeño teatro.
Imagen

martes, 27 de septiembre de 2011

CAP.LXIV.- Mejor no hacer planes que hacerlos para no cumplirlos.

El verano se resiste a abandonarnos, engancha uno tras otro los distintos veranillos con el único objetivo de volvernos locos. Se acerca el fin de semana y toca cocinar. Lo razonable sería recibir este primer fin de semana de octubre con las primeras sopas, con setas y algún asado, sin embargo el tiempo se empeña en anclarnos en un verano que se antoja eterno obligándonos a buscar tomates imposibles para un último salmorejo, mariscos ligeros que poder sofreir.
Durante todo este mes no he podido ir al mercado, así que es una sorpresa saber lo que pueda encontrarme el sábado por la mañana. En principio el sábado a la noche tenían que venir unas amigas a cenar a casa, las mismas que cancelaron la cena hace ya algunos meses; seguramente bastaría con recuperar la minuta de aquel menú frustrado y evitar complicaciones, sin embargo me apetece cocinar, sino tengo la impresión de que pierdo más tiempo escribiendo sobre comida que cocinando.
Extiendo libros y revistas sobre la mesa, eligo sin mucho criterio hasta navegar en un mar de propuestas inconexas.
París da todavía los últimos coletazos, busco en la biblioteca alguna idea del más canalla de los poetas, Charles Baudelaire, en su capítulo XXXIII de su Spleen de París proclama: "Hay que estar siempre ebrio. Todo se reduce a eso; es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo, que os destroza los hombros doblegándoos hacia el suelo, debéis embriagaros sin cesar. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como os plazca, pero embriagaos".
Puede que las palabras de Baudelaire sean la alternativa beat al indignaos de Hessel. En todo caso pese a su aparente desesperación el bueno de Charles ofrece la opción de no embriagarse de vino, sino de poesía o incluso de virtud.
Ya tengo un primer motor, el segundo deberá ser visual, tan eléctrico como las notas de Baudelaire. En este caso un Picasso no muy conocido, que parece que le hubiera robado la paleta a Matisse, ideal para estos últimos trallazos de calor.
La receta que habrá de cerrar el círculo es una golosina que pruebo de vez en cuando en L'Office de Barcelona, un Babá bañado con ron y adornado con virutas de piel de naranja sanguina confitada, creo que ahora es la época de la naranja sanguina.
Para esta receta robo en un 80% las referencias de la Marquesa de Parabere, espero que sepa disculpar ese 20% en el que me separo de su disciplina.
Para la Baba a Rhum (no sé si es masculina o femenina) se necesita harina de fueza, unos 35 gramos que hay que poner en una tartera con ocho gramos de levadura prensada - antes que había panaderías de verdad era fácil que te la facilitara el panadero, ahora puede ser una tarea imposible -. Advertencia con la levadura en polvo no se consigue esta receta. La marquesa aconseja que si la levadura está muy seca se haga la masa con 10 u 11 gramos de levadura.
Se diluye la levadura prensada en dos cucharadas de leche tibia, dentro de una taza y se mezcla con la harina. la mezcla recomienda la marquesa que se haga con las yemas de los dedos, añadiendose leche poco a poco hasta que quede una bola blandita a la que hay que hacer la incisión de una cruz en la parte superior y empaparla con dos cucharadas más de leche tibia. La masa se cubre con un paño y se deja en un rincón de la cocina en el que se note el calor de estos coletazos del verano.
En quince o veinte minutos la masa empezará a crecer, se trata de que fermente hasta que quede casi borrada la cruz hecha con el cuchillo.
Tenemos la masa "madre" fermentada y reservada; ahora hay que trabajar con 150 gramos más de harina que hay que mezclar con una pizca de sal, dos huevos y una cucharada de azucar glass. Primero se baten los huevos con el azucar y la sal, una vez diluidos se mezclan con la harina.
Hay que trabajar esa nueva masa con delicadeza y a medida que se va compactado calcular que hay que añadir un tercer huevo hasta conseguir que la masa quede bien sobada, ha de ser flexible casi como esas plastilinas de los niños que se llamaban blandiblue (por descontado que esta indicación no ha de atribuirse a la recta marquesa de Parabere).
Con la masa chiclosa pero sin que queden grumos entre los dedos toca añadir un poco de mantequilla en crema - 75 gramos -. Con los dedos hay que conseguir que la pomada de mantequilla se integre en la masa y quede muy fina.
Tenemos por lo tanto dos masas - la madre con su levadura fermentando - y la más gomosa de mantequilla; se trata de mezclar ambos preparados y seguir amasando con contundencia, a la marquesa le gusta mucho el ejercicio de lanzar la masa contra los azulejos de la pared o proyectarla sobre una mesa de marmol - son ejercicios ideales para cocinar con niños. El punto ideal se consigue cuando la masa se estira como una goma y se escapa por entero de las manos.  Si no se consigue ese punto es por problemas en la fermentación, de ahí que se recomiende dejar reposar en zona templada la bola hasta que tome un poco más de cuerpo.
Se divide la bola en tres porciones y cada una de ellas se deja en una tartera previamente engrasada con mantequilla para que no se pegue, que hay que tapar con un paño. La masa ha de seguir creciendo, la temperatura idónea no ha de superar los 28 grados. En esta fase la masa no puede ver alterada la nueva fermentación así que mejor no moverla de sitio ni exponerla a corrientes de aire que puedan desinflarla.
Cuando cada una de las bolas haya duplicado, incluso triplicado su volumen (calcular 40 minutos), para saber si la masa crece adecuadamente hay que cuidar que no se agriete la masa. En ese momento hay que poner la masa  a cocer en el horno a temperatura moderada - 180º -. El tiempo depende del tamaño de los moldes, si son moldes de ración bastarán 15 minutos, si son más grandes - para 4 ó 6 raciones - la cocción ha de ser de 45 minutos.
El babá se dora lentamente y se sabe que se ha terminado de cocer cuando se desprende del molde con facilidad, así que hay que estar contemplando el horno casi todo el tiempo y calculando para que no se malogre la receta en el tramo final.
No conviene sacar el babá del molde muy caliente, por lo tanto a espera de nuevo hasta que temple y luego empaparlo con un almibar hecho con unas tiras de piel de naranja sanguina, 125 gramos de azucar y 3 decílitros de agua más una copa generosa de ron - lo de generosa es mía como homenaje al Spleen de Baudelaire -. El almibar también tiene su ciencia ya que primero hay que hacerlo con el agua, el azucar y la naranja sanguina, tras el primer hervor hay que incorporar el ron (para que no evapore mucho).
Se empapa el bizcocho con el almibar y ya está para servir.
En algún restaurante este babá lo hacen en seco, es decir, no lo sacan empapado en almibar sino que lo presentan en la mesa caliente y le añaden el ron al gusto del comensal - como la vieja tarta al whisky -, incluso se puede flambear.  
Una receta trabajosa pero reconfortante, no es sino el borrachito español de toda la vida.
A ver si ordeno un poco las ideas y consigo diseñar los menús de este fin de semana.

domingo, 3 de julio de 2011

CAP. XXX.- La ruta que une a Gauguín con una ensaladilla rusa que nada tiene que ver con la nuestra.

Agota sus horas un domingo pegajoso de agosto, un domingo nublado y húmedo en el que concluyo que no he podido terminar casi ninguno de los objetivos fijados para el fin de semana. Hojeo una revista ilustrada de cocina edición especial para el verano. Dentro de unos días vienen unas buenas amigas, seguidoras de este blog a cenar, y ando dándole vueltas a un menú de verano que seguramente colgaré a lo largo de la semana.
Este tipo de revistas suelen tener unas fotografías expectaculares, de aquellas que abren el apetito; en unas páginas dedicadas a un cocinero madrileño, Sacha Hormaechea aparece la imagen de una ensaladilla rusa metida en un bote de mayonesa, de los botes que venden en los mercados. La foto es tan luminosa que me animo a leer la receta, aunque no soy muy partidario de hacer ensaladillas rusas porque en casa no suelen tener mucho éxito y además me preocupa que la mezcla quede muy apelmazada.
De repente salta una chispa cuando en el texto que acompaña a la receta se hace referencia al origen de la misma. Por lo visto la ensaladilla rusa tiene su origen en Rusia - hasta aquí todo correcto - pero en la Rusia del siglo XIX, la melancólica Rusia de los zares y los cocineros franceses afincados en la corte.
El creador de la ensaladilla rusa fue Lucien Olivier, cocinero frances propietario del restaurante L'Hermitage, un restaurante que vivió sus esplendor en el segundo tercero del siglo XIX, situado en la plaza Trubnaya de Moscú. Olivier murió en 1883 sin dejar anotados los ingredientes del plato lo que obligó a reconstruir los elementos a partir de los recuerdos de los comensales que habían probado el plato, un plato que se montaba a la vista del cliente trayendo los ingredientes al salón para combinarlos a los ojos del cliente.
Y lo sorprendente de la ensaladilla rusa, de la auténtica ensaladilla rusa, es que no llevaba patata, sino que combinaba un conjunto sorprendente de productos de todo origen, ingredientes que paso a enumerar: Urogallo asado, pato ahumado, lengua de vaca, carne curada de oso, algunas colas y patas de marisco (langosta, gamba, cangrejo ruso), esturión ahumado, pescado en salmuera, alcaparras, pepinillos, pepino fresco, huevo cocido, verdura cocida o cruda (judías verdes, tallos de lechuga, hinojo, apio, nabos). También podía añadirse trufa.
Los recetarios más sofisticados se refieren a una Ensalada Olivier con encurtidos y carnes cocidas, con crema agria mezclada con eneldo.
Como no me termino de fiar ni de la revista ni de internet busco en uno de mis libros de referencia, el de la Marquesa de Parabere, que me confirma que la ensalada rusa o a la rusa lleva caviar, esturión ahumado, jamón de oso, unos pepinillos en salmuera que se conocen como agoursis, perdiz, colifrol,  zanahoraria, nabos, y remolacha.- La marquesa tampoco utiliza patatas.
La investigación sobre la receta me produce una inusual paz de espíritu en la medida en la que cuando pase por cualquier bar de tapas en el que anuncien y exhiban ensaladilla rusa - esa montaña amarillenta de trocitos sin identificar de patatas y de otros restos de nevera compactados como un cemento intestinal - tendré la tranquilidad de que aquellas ensaladillas, como la que ahora voy a proponer, son tan apócrifas como sin duda lo fue la que ideó Olivier con el fin de epatar a los nobles rusos, tan extravagantes en su tiempo como sin duda los son los nuevos ricos rusos que circulan por las playas más selectas en la actualidad.
Mi indagación sobre la ensaladilla rusa me lleva al Hermitage donde se pueden descubrir gozosos cuadros de Matisse y de Gauguín.  Cuadros como el de estas nativas de Tahití comiendo fruta.
Partiendo de la receta y presentación de Sacha y de esta excursión por las salas postimpresionistas de L'Hermitage propongo una revisión más luminosa de la ensaladilla rusa homenaje a Lucien Olivier y su sorprendente despensa.
Al igual que Sacha empezaré pochando cebolla picada y calabaza cortada en daditos hasta conseguir un pisto que habrá que escurrir y dejar prácticamente sin grasa. Herviré dejando al dente dos zanahorias en cuadritos y una docena de judías verdes que habré cortado del tamaño de la uña del dedo meñique.- Hervidas las verdudas al dente hay que enfriarlas rápidamente en un bol con agua fria y mucho hielo, para que queden tersas y brillantes.
Las faldas rojas de las nativas justificarán que recurra a unas tiras de pimiento morrón, tres o cuatro para que su sabor fuerte no mediatice el plato.
Los pepinillos - tres - son inevitables, también habrá que picarlos, igual que una docena de alcaparras - estas las pondré enteras si encuentro de las más menudas.
Un escabeche de perdiz -de los que venden latas - que tendré que deshuesar y cortar en taquitos. Cuatro lomos de arenque en salmuera y, a falta de jamón de oso, podría servirme un poco de fiambre de cabeza de jabalí. Media docena de huevos duros de codorniz partidos en rodajas y a montar el plato. Como no quiero que se me apelmace el plato haré una mayonesa muy ligera, con aceite de girasol y zumo de media lima, si funciona el sifón la montaré como una espuma de mayonesa.
Al igual que Sacha voy a presentar la ensaladilla en un recipiente individualizado, en este caso un vaso de los de zurito. Coloco una primera capa con el pisto - la cebolla y la calabaza pochadas -, la segunda capa será de la espuma de mayonesa con lima, la tercera capa será una tira del pimiento morrón, encima el picadillo de las pechugas de codorniz y la cabeza de jabalí, otra capa de espuma, los pepinillos picados, las judías hervidas y las alcaparras, la zanahoria en daditos, las rodajas de huevo de codorniz y culminamos un  las tiras de arenque y el plato termina con una capa final de la espuma.
De ese modo tendremos - de abajo arriba - primero el naranja de la calabaza, el blanco de la mayonesa, el rojo del pimiento, los dados pardos de el verde de las verduras, el toque intenso naranja de la zanahoria, de nuevo el blanco y amarillo de los huevos, blanco roto del arenque y la espuma blanca del final.
Imaginado al final el plaito veo que se puede sustituir el arenque por unas huevas de trucha o de salmón, no muchas.
Definidas las capas su presentación en un vaso hace que el plato visualmente atractivo, hay que andar con ojo para que el pimiento o el arenque  no mediaticen el sabor. Al introducir la cuchara los sabores se mezclarán. El plato ha de presentarse frio pero sin pasarse. Esperemos que Olivier, Sacha y Gaugín no reclamen derechos de autor.