Cuarto día de
aislamiento. Ayer se anunciaron nuevas medidas, parece que definitivas. Supongo
que hemos llegado a este punto porque en el fondo somos una sociedad mucho
menos madura de lo que nos creemos. Los datos apuntan a que en unos días el
parón será global, todo un experimento sociológico y económico el de conseguir
que se ralentice la actividad en todo el mundo.
Medidas tan
drásticas necesitarían alguna explicación complementaria, no basta con apelar
al patriotismo. Una privación tan grave de derechos básicos obligaría a mayores
explicaciones y a menos frivolidad. Me cuesta mucho ver en la televisión a los
mismos tertulianos del Sálvame de Luxe hacer ahora de cronistas de la evolución
del coronavirus y de las medidas a adoptar. Con todos los respetos, la opinión
de muchos de ellos sería absolutamente prescindible, sobre todo sabiendo que
estos personajes gozan de mayor libertad ambulatoria de la que disfruto yo y,
además, cobran 1000 eurillos por aparecen en estos programas.
Sigo con mi lectura
del Decamerón, con la novela cuarta entramos en terrenos más turbios, el cuarto
relato es plenamente uno de los que inspiró a Pasolini para su Decamerón. Se
trata de una historia licenciosa, impensable en pleno siglo XXI, absolutamente
incorrecta en todos sus elementos y, sin embargo, encantadora. Hay que ponerse
en el contexto de mediados del siglo XIV para disfrutar de la historieta en
toda su extensión.
El relato tiene
todos los elementos ingenuamente lúbricos que han llegado hasta casi nuestros
días. Frailes lujuriosos, dobles y triples morales, campesinas tomadas al
asalto y escondidas en las celdas del convento, complicidades en el pecado,
donde a quien mayores exigencias y responsabilidades se piden mayores faltas
cometen.
La novela, salvando
todas las distancias, es muy divertida, complicada de transponer nuestros días
sin caer de lleno en lo políticamente incorrecto.
Un fraile joven que
regresa de realizar sus tareas en un pueblo y cae “fieramente asaltado por la concupiscencia carnal” tras ver a una
joven campesina.
“se puso de acuerdo con ella y se la llevó a su celda
sin que nadie se apercibiese”,
aun sabiendo que era “pecado”.
El abad del
convento, sorprendido por ruidos extraños, espía al joven fraile, descubriendo
su falta.
“El monje, aunque con grandísimo placer y deleite
estuviera ocupado con aquella joven, no dejaba sin embargo de estar temeroso y,
pareciéndole haber oído algún arrastrar de pies por el dormitorio, acercó el
ojo a un pequeño agujero y vio clarísimamente al abad escuchándole y comprendió
muy bien que el abad había podido oír que la joven estaba en su celda. De lo
que, sabiendo que de ello debía seguirle un gran castigo, se sintió desmesuradamente
pesaroso”.
Abandona su celda
para buscar la manera de que su compañera pueda abandonar la celda
discretamente. Acude a ver al abad, urdiendo una excusa que justifique su
ausencia. El joven fraile sabe que el abad conoce sus pecados, aun así entablan
una conversación sin mucho sentido que justifique que el fraile pueda salir del
convento.
El abad en
principio quiere imponer un severo castigo al joven fraile, una dura
reprimenda, valora si mostrar a la mujer en la celda a la vista del resto de
miembros de la congregación.
Tras dudarlo, el
abad decide acceder a la celda del joven fraile, donde se encuentra con la
mujer que, temerosa, rompe a llorar.
El abad se decide, “¿por qué no tomar yo del placer cuanto
pueda, si el desagrado y el dolor aunque no los quiera, me están esperando?
Ésta es una hermosa joven, y está aquí donde nadie en el mundo lo sabe; si la
puedo traer a hacer mi gusto no sé por qué no habría de hacerlo. ¿Quién va a
saberlo? Nadie lo sabrá nunca, y el pecado tapado está medio perdonado. Un caso
así no me sucederá tal vez nunca más. Pienso que es de sabios tomar el bien que
Dios nos manda”.
No sé si es mayor
la maldad de Boccaccio al poner en boca del abad que aquel era un regalo de
dios, que no podía rechazar, o escribir, apenas unas líneas después que “La joven, que no era de hierro ni de
diamante, con bastante facilidad se plegó a los gustos del abad: el cual,
después de abrazarla y besarla muchas veces, subiéndose a la cama del monje, y
en consideración tal vez del grave peso de su dignidad y la tierna edad de la
joven, temiendo tal vez ofenderla con demasiada gravedad, no se puso sobre el
pecho de ella sino que la puso a ella sobre su pecho y por largo espacio se
solazó con ella”.
Finalmente es el
joven fraile el que descubre las artimañas del abad y acuerdan guardar un discreto
silencio y complicidad. “El abad, que era
hombre avisado, entendió prestamente que aquél no sólo sabía su hecho sino que
lo había visto, por lo que, sintiendo remordimientos de su misma culpa, se
avergonzó de hacerle al monje lo que él también había merecido; y perdonándole
e imponiéndole silencio sobre lo que había visto, con toda discreción sacaron a
la jovencita de allí, y aún debe creerse que más veces la hicieron volver”.
En los tiempos
actuales conviene pensar que la chica accedió libre y alegremente a su
encuentro con ambos clérigos, que ella tomó el mando de la situación y que fue
ella la que decidiera volver cuantas veces considerara oportuno para disfrutar
del vigor y la frescura del joven fraile y la sabiduría no siempre honesta del
viejo y pecador abad.
Lo dicho, un cuento
que sería imposible de escribir actualmente sin darle la vuelta por completo al
relato. Los Placeres y los Días, como la vieja novela de Marcel Proust.
Tiempo habrá de
volver en estos días a Marcel Proust, no a los Placeres y los Días, sino a su
búsqueda del tiempo perdido. Estoy aprovechando estos días de clausura para
leer el Tiempo Recobrado, el último tomo del proyecto literario de don Marcelo.
Si la gente
empezara a leerse la Recherche por el último tomo, el ambientado en plena
Primera Guerra Mundial, a lo mejor no citaba la escena remilgada de la madalena
y se centraban en los placeres masoquistas del barón de Charlús. Los placeres y
los días que se describen en este tomo VII son mucho más crudos que las ingenuas
historietas galantes de Boccaccio.
Sigo con mi plan de
repostería virtual.
La receta de
colineta de ayer la completa la propia marquesa con una variante, a la que
llama colineta de José-Manu. El procedimiento de batido y cocción es el mismo
que comentaba ayer, cambian los ingredientes y las proporciones.
Son siete los
huevos que se emplean, separando yemas y claras. 350 gramos de azúcar molido y
350 gramos de almendra molida (cruda y marcona). Una pizca de levadura en polvo
Royal y raspadura de limón. Al incrementarse el porcentaje de los ingredientes
conviene incrementar el tiempo de horneado, por lo menos en 7 u 8 minutos más.
Asegura la
marquesa, la divina marquesa, que si una vez fría y desmoldada la colineta de
José-Manu se emborracha en almíbar y se glasea, la colineta pasa a ser colineta
maravilla.
Seguimos con la
serie de Hopper, el personaje de hoy, aislado en un hotel, sería una de las
damas a las que reunió Boccaccio en el palazzo de los arrabales de Florencia
para fabular.
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