domingo, 15 de marzo de 2020

Capítulo CDXCIX.- Diez Jornadas (1.4.). más pandémica y menos celeste.

Cuarto día de aislamiento. Ayer se anunciaron nuevas medidas, parece que definitivas. Supongo que hemos llegado a este punto porque en el fondo somos una sociedad mucho menos madura de lo que nos creemos. Los datos apuntan a que en unos días el parón será global, todo un experimento sociológico y económico el de conseguir que se ralentice la actividad en todo el mundo.
Medidas tan drásticas necesitarían alguna explicación complementaria, no basta con apelar al patriotismo. Una privación tan grave de derechos básicos obligaría a mayores explicaciones y a menos frivolidad. Me cuesta mucho ver en la televisión a los mismos tertulianos del Sálvame de Luxe hacer ahora de cronistas de la evolución del coronavirus y de las medidas a adoptar. Con todos los respetos, la opinión de muchos de ellos sería absolutamente prescindible, sobre todo sabiendo que estos personajes gozan de mayor libertad ambulatoria de la que disfruto yo y, además, cobran 1000 eurillos por aparecen en estos programas.
Sigo con mi lectura del Decamerón, con la novela cuarta entramos en terrenos más turbios, el cuarto relato es plenamente uno de los que inspiró a Pasolini para su Decamerón. Se trata de una historia licenciosa, impensable en pleno siglo XXI, absolutamente incorrecta en todos sus elementos y, sin embargo, encantadora. Hay que ponerse en el contexto de mediados del siglo XIV para disfrutar de la historieta en toda su extensión.
El relato tiene todos los elementos ingenuamente lúbricos que han llegado hasta casi nuestros días. Frailes lujuriosos, dobles y triples morales, campesinas tomadas al asalto y escondidas en las celdas del convento, complicidades en el pecado, donde a quien mayores exigencias y responsabilidades se piden mayores faltas cometen.
La novela, salvando todas las distancias, es muy divertida, complicada de transponer nuestros días sin caer de lleno en lo políticamente incorrecto.
Un fraile joven que regresa de realizar sus tareas en un pueblo y cae “fieramente asaltado por la concupiscencia carnal” tras ver a una joven campesina.
“se puso de acuerdo con ella y se la llevó a su celda sin que nadie se apercibiese”, aun sabiendo que era “pecado”.
El abad del convento, sorprendido por ruidos extraños, espía al joven fraile, descubriendo su falta.
“El monje, aunque con grandísimo placer y deleite estuviera ocupado con aquella joven, no dejaba sin embargo de estar temeroso y, pareciéndole haber oído algún arrastrar de pies por el dormitorio, acercó el ojo a un pequeño agujero y vio clarísimamente al abad escuchándole y comprendió muy bien que el abad había podido oír que la joven estaba en su celda. De lo que, sabiendo que de ello debía seguirle un gran castigo, se sintió desmesuradamente pesaroso”.
Abandona su celda para buscar la manera de que su compañera pueda abandonar la celda discretamente. Acude a ver al abad, urdiendo una excusa que justifique su ausencia. El joven fraile sabe que el abad conoce sus pecados, aun así entablan una conversación sin mucho sentido que justifique que el fraile pueda salir del convento.
El abad en principio quiere imponer un severo castigo al joven fraile, una dura reprimenda, valora si mostrar a la mujer en la celda a la vista del resto de miembros de la congregación.
Tras dudarlo, el abad decide acceder a la celda del joven fraile, donde se encuentra con la mujer que, temerosa, rompe a llorar.
El abad se decide, “¿por qué no tomar yo del placer cuanto pueda, si el desagrado y el dolor aunque no los quiera, me están esperando? Ésta es una hermosa joven, y está aquí donde nadie en el mundo lo sabe; si la puedo traer a hacer mi gusto no sé por qué no habría de hacerlo. ¿Quién va a saberlo? Nadie lo sabrá nunca, y el pecado tapado está medio perdonado. Un caso así no me sucederá tal vez nunca más. Pienso que es de sabios tomar el bien que Dios nos manda”.
No sé si es mayor la maldad de Boccaccio al poner en boca del abad que aquel era un regalo de dios, que no podía rechazar, o escribir, apenas unas líneas después que “La joven, que no era de hierro ni de diamante, con bastante facilidad se plegó a los gustos del abad: el cual, después de abrazarla y besarla muchas veces, subiéndose a la cama del monje, y en consideración tal vez del grave peso de su dignidad y la tierna edad de la joven, temiendo tal vez ofenderla con demasiada gravedad, no se puso sobre el pecho de ella sino que la puso a ella sobre su pecho y por largo espacio se solazó con ella”.
Finalmente es el joven fraile el que descubre las artimañas del abad y acuerdan guardar un discreto silencio y complicidad. “El abad, que era hombre avisado, entendió prestamente que aquél no sólo sabía su hecho sino que lo había visto, por lo que, sintiendo remordimientos de su misma culpa, se avergonzó de hacerle al monje lo que él también había merecido; y perdonándole e imponiéndole silencio sobre lo que había visto, con toda discreción sacaron a la jovencita de allí, y aún debe creerse que más veces la hicieron volver”.
En los tiempos actuales conviene pensar que la chica accedió libre y alegremente a su encuentro con ambos clérigos, que ella tomó el mando de la situación y que fue ella la que decidiera volver cuantas veces considerara oportuno para disfrutar del vigor y la frescura del joven fraile y la sabiduría no siempre honesta del viejo y pecador abad.
Lo dicho, un cuento que sería imposible de escribir actualmente sin darle la vuelta por completo al relato. Los Placeres y los Días, como la vieja novela de Marcel Proust.
Tiempo habrá de volver en estos días a Marcel Proust, no a los Placeres y los Días, sino a su búsqueda del tiempo perdido. Estoy aprovechando estos días de clausura para leer el Tiempo Recobrado, el último tomo del proyecto literario de don Marcelo.
Si la gente empezara a leerse la Recherche por el último tomo, el ambientado en plena Primera Guerra Mundial, a lo mejor no citaba la escena remilgada de la madalena y se centraban en los placeres masoquistas del barón de Charlús. Los placeres y los días que se describen en este tomo VII son mucho más crudos que las ingenuas historietas galantes de Boccaccio.
Sigo con mi plan de repostería virtual.
La receta de colineta de ayer la completa la propia marquesa con una variante, a la que llama colineta de José-Manu. El procedimiento de batido y cocción es el mismo que comentaba ayer, cambian los ingredientes y las proporciones.
Son siete los huevos que se emplean, separando yemas y claras. 350 gramos de azúcar molido y 350 gramos de almendra molida (cruda y marcona). Una pizca de levadura en polvo Royal y raspadura de limón. Al incrementarse el porcentaje de los ingredientes conviene incrementar el tiempo de horneado, por lo menos en 7 u 8 minutos más.
Asegura la marquesa, la divina marquesa, que si una vez fría y desmoldada la colineta de José-Manu se emborracha en almíbar y se glasea, la colineta pasa a ser colineta maravilla.

Seguimos con la serie de Hopper, el personaje de hoy, aislado en un hotel, sería una de las damas a las que reunió Boccaccio en el palazzo de los arrabales de Florencia para fabular.
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