Sexta jornada.
Recibiréis ciento por uno.
Esta es la frase
que sirve como referencia para el sexto relato del Decamerón. Una historia de
enredo entre un pecador risueño, que aseguraba que haría un vino tan bueno que
hasta lo bebería Cristo, y un cura codicioso que preferías poner penitencias
económicas que rezos.
Imagino que en el
relato de Boccaccio pesaría mucho que, en la zona de la Toscana, el vino en
cuestión fuera un SanGienovesse, o un Brunello de Montalcino que seguramente
fuera cierto que el propio dios lo bebería sin duda alguna.
No es momento ni
circunstancia para escribir sobre vino, o puede que sí, estos días me han
bombardeado todos los distribuidores virtuales de vino ofreciéndome las ofertas
más sabrosas, con entrega gratuita en 24 horas.
Contabilizo la
sexta jornada, la quinta en realidad, pero empecé el jueves por la tarde a
revisar el Decamerón y llevo una jornada de adelanto.
Después de comer
tarde grabar un video con los niños enseñando a sus amigos a preparar crepes
(taller de crepes le hemos llamado, sin originalidades).
La historia de hoy
del Decamerón tiene menos enjundia que las dos anteriores, aunque Boccaccio
sigue aprovechando cualquier oportunidad para dejar en evidencia al clero.
Criticar al poder (sea religioso o civil) es una constante desde el principio
de los tiempos.
Cuando el vinatero
pecador al expiar sus pecados escuchó al cura afirmar «Recibiréis ciento por uno y recibiréis la vida eterna» se echó a
reír cuando se imaginó al cura ahogado en caldo aguado, ya que había pasado la
vida ofreciendo a los pobres uno o dos tazones de caldo cada día, por lo que en
el fin de los días recibiría un sunami de caldo aguado. Es de suponer que el
pecador pensaba que el cura que le había castigado la única buena obra que
había hecho en vida había sido la de dar caldo aguachirlado a los pobres.
La religión siempre
lo ha tenido fácil, basta vincular las desgracias al pecado o al designio de
dios para acogotar a los creyentes. Estos días he visto alguna imagen de un
cura paseando por un pueblo con agua bendita espantando los virus.
Como los relatos
van de curas, frailes y pecadores, puede venir bien la receta de las yemas de
Santa Teresa, que no es muy complicada.
Se necesitan 12
yemas de huevo, 200 gramos de azúcar y un cuarto de litro de agua (un vaso de agua),
unas gotas de limón y azúcar glass para la presentación de las yemas.
En una cacerola no
muy grande se pone el azúcar, el agua y tres o cuatro gotas de limón. Se pone
la cacerola al fuego para preparar un almíbar. El agua empieza a burbujear, se
disuelve el azúcar y se va espesando hasta que queda un jarabe que no tiene que
llegar a tostarse. No se trata de preparar un caramelo líquido, sino de
preparar un almíbar clarito.
Se ponen las 12
yemas en otro perol, sólo las yemas, sin restos de clara, ni de cáscara. Se va
incorporando el almíbar lentamente, por encima de las yemas, se va envolviendo
las yemas con ayuda de un cucharón de madera o una espátula de las de silicona,
resistente al calor.
Hay que mezclar las
yemas con el almíbar a fuego mínimo, incluso, si es posible, poner el cazo
cerca de la llama para que se temple, la gracia está en que no se cuaje de
golpe, sino que se vaya espesando poco a poco hasta que cuaje del todo.
No deben quedar
grumos, sino una crema espesa de color naranjoso que se vuelva sobre una superficie de mármol, donde
tiene que extenderse, con ayuda de la misma espátula. Cuando termine de
enfriar, se recoge.
Se limpia la
superficie de mármol, se espolvorea el azúcar glass y se extiende de nuevo la
masa que tiene que enrollarse en cordón grueso (dice la Marquesa), es decir, ha
de quedar como una especie de canelón alargado que se tiene que cortar en
pequeñas porciones, redondearlo hasta que tome forma de una yema. Se espolvorea
un poco más de azúcar. Cuando esté bien seco y cuajado se coloca cada yema
sobre una cápsula de papel blanco (como las de las madalenas).
Asegura la marquesa
que si se untan ligeramente los dedos con aceite de almendras dulces o con un
poco de azúcar glass la masa no se pega a los dedos cuando se da forma a cada
yema.
De compañía, un día
más, una lectora solitaria en un tren, también de Hopper.
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