Ayer di una clase
en línea para la universidad, una clase de derecho procesal, probablemente un
confite en el confinamiento. La di al alimón con un profesor de verdad, yo soy
un simple aficionado que apostillaba de vez en cuando. El profesor llevaba el peso
de la clase y yo iba apostillando.
Conectamos a eso de
las cuatro y media de la tarde, el profesor y yo frente a frente, delante de la
cámara del ordenador. Nos veíamos nosotros y en pantalla aparecían hasta 42
pequeños iconos que identificaban a otros tantos alumnos. Los asistentes tenían
tapada la voz y la cámara, de modo que eran 42 puntos oscuros que de vez en
cuando alzaban la mano para hacer alguna pregunta.
Al finalizar la
clase el profesor se despidió hasta el día siguiente. Se hizo el silencio
durante unos seguros y, por fin, alguien recordó que el día siguiente era un
viernes y los viernes no solía haber clase.
Hasta ese momento
no había tenido la consciencia de que estaba a jueves por la tarde y que al día
siguiente sería viernes, completamente viernes.
Es difícil saber en
qué día de la semana estamos instalados. El arranque de casi todas las mañanas
se parece mucho a la madrugada de los martes, martes todavía de invierno, en
los que hasta las seis y media de la mañana no empiezan a cantar los
pajarillos, preámbulo del amanecer.
Cuando se levantan
los niños la cocina se convierte en la mañana de un sábado, de cualquier
sábado. Los niños se levantan con cuerpo y alma de fin de semana, aunque se
levanten pronto. Desayunan tranquilamente, ajenos a los ordenadores que esperan
en el salón. EL día vira de martes plomizo a sábado luminoso.
Los niños se
terminan las crepes (desayunan siempre crepes recién hechas), apuran la leche y
se dirigen a sus ordenadores. En ese momento arranca un miércoles anodino, un miércoles
cualquiera, ajeno al sol que luce fuera.
Cuesta conectar
aunque las tecnologías funcionen correctamente. Nos colocamos los cascos para
que no molesten las voces de los profesores que empiezan con sus clases. Los
niños ríen porque pueden ir a clase en pijama.
A las 11 en la
televisión aparecen los altos cargos de sanidad que dan el parte diario. Veo a
Fernando Simón y pienso en El Día de la Marmota, en Fred Murray atrapado en el
tiempo. Me cae bien Fernando Simón, me parece una buena persona y un
profesional competente, verlo cada mañana me da paz, aunque sea incapaz de
distinguir en qué ha cambiado hoy la situación respecto de ayer o mañana.
Hago un sándwich a
los niños a media mañana, un sándwich que me devuelve al sábado, sobre todo si
los chicos salen unos minutos al jardín a estirar las piernas.
Volvemos a la
rutina de un lunes legañoso para afrontar el último tramo matinal, que se hace
pesado.
Yo me levanto de la
mesa a eso de la una, llevo más horas que nadie trabajando porque a las 6 esto
ya frente al ordenador. Entonces la mañana se convierte otra vez en domingo
porque me esmero en que la comida de cada día tenga algo especial (hoy mismo,
viernes calendado, les he preparado una fideuá dominguera). Sólo con disciplina
consigo que no haya vino en la comida, eso me permite distinguir los días de
diario de los fines de semana y, sobre todo, me evita el alcoholismo
incipiente.
Comemos rápido,
normalmente al aire libre, comidas parecidas a las de un almuerzo sabatino,
pero sin sobremesa. Es divertido ver cómo los niños se ponen a jugar en el
jardín, porque identifican ese tiempo con el de recreo, por eso les gusta jugar
al baloncesto o al escondite, vuelve a ser un martes por la tarde para ellos. Para
mí sigue siendo domingo, tan domingo que descabezo un sueño con el arranque del
telediario.
A las cuatro el día
vuelve a ser un lunes o un miércoles cualquiera, incluso un jueves, que suele
ser el día en el que me toca dar clases.
Los niños, sin
embargo, viven las tardes como si fueran de viernes, se liberan rápido de sus
obligaciones escolares, charlan un rato en limpia con sus amigos y vuelven a
jugar con la intensidad de un viernes, mientras yo aguanto el tipo de los
miércoles o jueves.
A las siete, siete
y media, vuelve la rutina del lunes, hay que preparar una cena que intente ser
ligera, que equilibre los excesos de mediodía. La cena nos devuelve a la
cocina, a los lunes, a programar las
jornadas sucesivas.
Los niños quieren
que todos las noches sean de sábado, les gusta ver una película o una serie con
nosotros, estirar el momento de ir a dormir hasta el límite, porque ellos siguen
instalados en el sábado. Los mayores luchamos porque sientan y piensen que es
un miércoles normal.
Los acostares y el
acceso al sueño son todas de domingo por la noche, cuesta un poco conciliar el
sueño y cualquier ruido, por leve que sea, quiebra el descanso de la noche.
Noches de domingo, noches de mal dormir en los que dan vueltas por la cabeza
los días sucesivos, que serán parecidos a los anteriores. Según el momento del
día no sé si vivo en un martes permanente o en un sábado primaveral.
Por eso me gustó
que ayer el profesor Solé recordara que al día siguiente habría clase,
obligando así a todos los alumnos a hacer un reset y advertir que el viernes no
hay nunca clase.
Agradezco a
Boccaccio y a su Decamerón que me recuerde a través de sus novelas que a
afrontamos ya la cuarentena de verdad. Hoy es la séptima novela de la cuarta
jornada, es decir, 37 días aislados (recuerdo que empecé unos días antes).
La historia de hoy
sigue con la truculencia, esta vez de unos amantes desdichados que se envenenan
con salvia. En los cuentos de esta jornada están los embriones de muchos Romeos
y Julietas.
Con la marquesa me
adentro en el mundo de las trufas. Empiezo con la básica, la trufa de nata.
Se necesita un cuarto
de litro de nata sin batir, 200 gramos de chocolate avainillado, de calidad superior
(advierte la marquesa)m 200 gramos más de chocolate de cobertura, granulado
(puede cambiarse por cacao en polvo sin azúcar), y 75 gramos de azúcar glas.
El primer paso de
la receta es el de batir la nata (la marquesa lo hace en una vasija de loza
rodeada de hielo picado). Yo lo hago con la batidora, antes he guardado el
brick de nata en la nevera, los 10 últimos minutos en el congelador.
Cuando la nata está
en su punto (dura) se mezcla la nata con el chocolate avainillado bien rallado
y con el azúcar glaseado. Se mezcla bien. Ha de quedar duro y compacto. Se
forman bolitas con las manos bien limpias y se pasan las bolitas por un plato
con cacao en polvo o granulado. Se conservan en la nevera, donde han de reposar
un par de horas.
Hopper nos presta
una nueva escena interior de una mujer sola, con vestido de bailarina. Una
chica en pleno miércoles que lucha por convertirse en sábado.
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