Uno de mis hijos
tiene que escribir un cuento para su “amiga lectora”, una niña de su escuela,
de siete años, que durante todo este curso ha estado bajo la “tutela literaria”
de mi hijo, que le va recomendando libros que le gustaron cuando tenía su edad,
ha hecho lecturas conjuntas y ahora, para Sant Jordi, tenía que escribirle un
cuento.
Por lo que me
cuentan otros padres, estos días hay niños que se están refugiando en la
imaginación para gestionar la crisis, crean mundos paralelos en los que están
más seguros. Hay otros niños a los que, por el contrario, les cuesta la
ficción, son incapaces, supongo que la situación que están viviendo es tan
extraña que no necesitan refugiarse en mundos paralelos, hay tantos factores
distorsionantes que no necesitan construir ninguno por encima de ellos.
Mis hijos están en
esta segunda categoría, se les hace muy cuesta arriba lo de fabular, ya les
agobiaba antes y ahora ni se lo plantean. Prefieren que les pongan unos
problemas de matemáticas, la más complicadas ecuaciones antes que tener que
escribir una poesía.
He tenido que
echarle una mano para que arrancara su historia. Después de tres días dándole vueltas
a su cuento, al final esta tarde nos hemos sentado y le he dado el primer
empujón.
Le propuse que
escribiera sobre una niña que, en esta situación de confinamiento, viaja a través
del tiempo escondiéndose en un armario de su casa (como la película inglesa que
reseñé hace unos días). A mi hijo no ha terminado de gustarle, decía que si
escribía sobre el confinamiento la niña se iba a poner triste. Ha optado por un
día de lluvia, una niña a la que no le gustan los días de lluvia y juega al
escondite por su casa, con su hermana pequeña.
Se esconde en un
armario que estaba en la habitación de su abuela, donde hay un viejo armario,
muy señorial, que su abuela había comprado en uno de sus viajes por el mundo.
Mi hijo, con el arranque inicial, ha preferido que la niña no viaje en el
tiempo (no quiere disrupciones), sino en el espacio, por eso amanece en Tailandia,
donde, por lo visto, habían vivido sus abuelos. Allí se ha quedado, mañana
tiene que darle salida a la historia, espero que no tenga que darle un empujón
final.
Boccaccio retoma el
tono juguetón, vuelve con sus amoríos lúbricos. En este ocasión es una pareja,
ella hija de un viejo abogado, él un vecino secretamente enamorado de la chica.
Los padres sobreprotegen a la chica, por lo que la protagonista finge tener
mucho calor, no soportar los sofocos de la noche en la Romaña. Tras mucho
insistir, le dejaron dormir en una galería al aire libre, le montan una cama
con un doselete al final del jardín, donde acude su amante a retozar. La chica
le había dicho a sus padres que lo que más le apetecía en el mundo era
despertar escuchando los ruiseñores y así despierta, con un ruiseñor entre las
manos.
«Luego
de muchos besos se acostaron juntos y durante toda la noche tomaron uno del otro
deleite y placer, haciendo muchas veces cantar al ruiseñor. Y siendo las noches
cortas y el placer grande, y ya cercano el día (lo que no pensaban), caldeados
tanto por el tiempo como por el jugueteo, sin tener nada encima se quedaron
dormidos, teniendo Caterina con el brazo derecho abrazado a
Ricciardo bajo el cuello y cogiéndole con la mano
izquierda por esa cosa que vosotras mucho os avergonzáis de nombrar cuando
estáis entre hombres.»
Y con el ruiseñor
entre las manos, fueron los amantes sorprendidos a la mañana siguiente por los
padres de la chica, que saldan el entuerto casándoles allá mismo, sin opción
siquiera de vestirse para la ocasión.
El cuento de
Boccaccio, que abandona la capa y espada para volver a sus escenas más
divertidas, me anima a una receta de la Marquesa que se llama Delicias, unos
bombones de pistachos y almendra que son una delicia.
Se necesitan 100 gramos de almendra,
100 gramos de pistachos molidos, 200 gramos de azúcar glas y una cucharada más
de azúcar avainillado (opcional), 2 cucharadas de licor, claras de huevo para
batir (las necesarias según la divina Maquesa), más unas gotas de colorante
natural verde.
Se ponen los
pistachos, las almendras, todo el azúcar y dos cucharadas de licor (kirsch para
la Marquesa). Se machacan bien hasta que quede una pasta muy fina.
Se pasa la mezcla a
un bol, se agregan las claras batidas previamente a punto de nieve y se sigue
batiendo hasta que quede una masa consistente. Se le añaden las gotitas de
colorante para que las delicias luzcan verdes.
Se forman bolitas
redondas y alargadas, no muy grandes, y se cuecen con el horno a 130º, colocadas
sobre papel de horno satinado. Cuando queden duras y ligerísimamente tostadas
se sacan y se espolvorea azúcar glas.
Hay que despegar
las delicias con la punta de un cuchillo y dejarlas sobre papel de seda o
rizado, en una cajita abierta.
Le robo a Hopper un
dibujo de sus inicios, un niño frente al mar. No sé cuantos días tardaremos en
volver a ver el mar con los niños.
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