domingo, 26 de abril de 2020

Capítulo DXLI.- Diez Jornadas (5.6) el inquietante rostro de la muerte

Siento que el título pueda resultar un oscuro. No quiero hablar de los miles de muertos que llevamos con la pandemia, aunque veo que salvo la muerte de alguna celebridad, los periódicos y noticiarios que sigo hace días que han dejado de contar las historias de muchos de los fallecidos de estas semanas.
Quiero hablar del libro de Fernando Savater titulado la Peor Parte, un recuerdo emocionado y emocionante de la muerte de su mujer y de la sensación de vacío que está viviendo.
Lo empecé ayer por la tarde, hacía meses que lo había comprado y la semana pasada, en un momento que pasé por casa, lo recuperé del estante de libros por leer. Acumulo muchísimos libros por leer y me cuesta descargar ese anaquel. Por cada libro que sale de ese aparador entran dos o tres.
Nunca he sido un lector disciplinado de filosofía, me disperso mucho con el pensamiento abstracto. Leo al Savater periodista, sobre todo cuando escribe o escribía de cosas frívolas, como su afición por las carreras de caballos en Inglaterra, sobre novela negra o sobre viejas películas; también sus libros de viajes (tiene un libro fabuloso sobre los lugares y literatura que compartía con su esposa). También me gustan algunas de sus ideas políticas, su defensa del estado laico y ajeno a nacionalismos, aunque no compartamos voto (ese es otro cantar).
Me interesó desde el principio el libro de Savater sobre la muerte de su mujer, tenía curiosidad por saber cómo se enfrentaba un tipo inteligente sobre la pérdida de un ser querido. Me sorprende ese desmoronamiento completo que describe con emoción en las primeras páginas que he leído.
Aunque es mi función hacer una crítica literaria. La cuestión sobre la que escribo es mucho más mundana, la inquietud que me produce ver la cara de los muertos. EL libro tiene una sobreportada con un retrato de la mujer de Savater (la llamaban Pelo Cohete) y en la contraportada una fotografía de la pareja. He tenido que quitar esa sobreportada y guardarla en la mochila en la que acumulo los libros que he traído al confinamiento.
Tampoco podré revisar el bloque de fotografías que se incorpora a las páginas finales. Me produce una inquietud muy profunda. Prefiero leer sobre la vida de Savater, su maravillosa historia de amor, su profundo desasosiego por el sufrimiento y la pérdida. Creo que prefiero ir construyéndome una imagen ideal de aquella mujer, disfruto más con esa descripción física y psicológica, no habría resistido ver cada tarde, durante el rato que le dedico a la lectura, las fotografías de Pelo Cohete.
Quizás por eso no me gusta ver los telediarios, por lo menos no los veo en cuanto dejan de dar datos.
Recuerdo la lectura de hace un par de años, los comentarios de John Berger a casi quinientos cuadros. Empezaba con los enigmáticos retratos de Faiyum, del Siglo I antes de Cristo. Muchos de estos retratos podrían ser la imagen de muchos de los muertos anónimos de estos días.
Sigo leyendo a Boccaccio, en una franja horaria distinta, sumergido en historias truculentas de amantes que son sorprendidos desnudos y expuestos al escarnio público en la plaza principal de Palermo y todo por un “quítame allá un polvo”. Menos mal que se han impuesto para los relatos de esta quinta jornada finales felices.
Sigo también leyendo las recetas de la Marquesa, estas a media mañana, en pequeños parones que me tomo entre distintas tareas (en la franja de noche he empezado el Berta Isla de Marías, si leyera por la noche a Savater me dormiría con el corazón encogido).
Hoy elijo la receta de las galletas María, las auténticas galletas María, que necesitan llevar la inscripción.
Se necesita un kilo y medio de harina de fuerza, 500 gramos de mantequilla, 500 más de azúcar, 3 huevos, una cucharadita de bicarbonato y un poco de leche, la necesaria para que la masa quede fina.
Se tamiza la harina sobre una mesa de mármol, formando un volcán. En el centro se añaden todos los ingredientes (la mantequilla muy blandita, casi pomada). Se mezcla bien y, cuando esté bien mezclado, se añade poco a poco leche tibia, amasando para que la masa quede fina (se sabe que la masa está afinada cuando no se pegue a las manos cuando se apelotona). Hay que amasar con las manos, con vigor, dándole puñetazos a la masa para que gane flexibilidad.
Cuando esté bien amasada, se deja reposar media hora en un sitio templado. Se limpia bien la mesa de obrador, se espolvorea un poco de harina para que no se pegue y se extiende bien, hasta que quede una plancha uniforme muy fina, de poco más del canto de un euro (la Marquesa habla de duros). Una vez extendida se van formando las galletas con un molde (puede hacerse con la boca de un vaso de cristal). Si se dispone de un molde específico se pueden firmar las galletas con el nombre de María, Fermina, Jacinto o Diletante.
Con los recortes que sobren se forma otra bola que se extiende para hacer otra tanda.
Se colocan las galletas sobre papel de horno satinado, para que no se peguen. 150º grados, pocos minutos, 10 ó 12 minutos, quizá un poco menos. Han de quedar tostadas sin quebrarse ni arrebatarse.
Se retiran rápido y se dejan enfriar fuera del horno. Han de quedar bien secas.

Hoy combino a Hopper, tiempo de lectura, con uno de los rostros de Fayum.
Edward Hopper: Checking In - The Magazine AntiquesImágenes de ultratumba: los retratos del Fayum

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