Siento que el título
pueda resultar un oscuro. No quiero hablar de los miles de muertos que llevamos
con la pandemia, aunque veo que salvo la muerte de alguna celebridad, los periódicos
y noticiarios que sigo hace días que han dejado de contar las historias de
muchos de los fallecidos de estas semanas.
Quiero hablar del
libro de Fernando Savater titulado la Peor Parte, un recuerdo emocionado y
emocionante de la muerte de su mujer y de la sensación de vacío que está
viviendo.
Lo empecé ayer por
la tarde, hacía meses que lo había comprado y la semana pasada, en un momento
que pasé por casa, lo recuperé del estante de libros por leer. Acumulo
muchísimos libros por leer y me cuesta descargar ese anaquel. Por cada libro
que sale de ese aparador entran dos o tres.
Nunca he sido un
lector disciplinado de filosofía, me disperso mucho con el pensamiento
abstracto. Leo al Savater periodista, sobre todo cuando escribe o escribía de
cosas frívolas, como su afición por las carreras de caballos en Inglaterra,
sobre novela negra o sobre viejas películas; también sus libros de viajes
(tiene un libro fabuloso sobre los lugares y literatura que compartía con su
esposa). También me gustan algunas de sus ideas políticas, su defensa del
estado laico y ajeno a nacionalismos, aunque no compartamos voto (ese es otro
cantar).
Me interesó desde
el principio el libro de Savater sobre la muerte de su mujer, tenía curiosidad
por saber cómo se enfrentaba un tipo inteligente sobre la pérdida de un ser
querido. Me sorprende ese desmoronamiento completo que describe con emoción en
las primeras páginas que he leído.
Aunque es mi
función hacer una crítica literaria. La cuestión sobre la que escribo es mucho
más mundana, la inquietud que me produce ver la cara de los muertos. EL libro
tiene una sobreportada con un retrato de la mujer de Savater (la llamaban Pelo
Cohete) y en la contraportada una fotografía de la pareja. He tenido que quitar
esa sobreportada y guardarla en la mochila en la que acumulo los libros que he
traído al confinamiento.
Tampoco podré
revisar el bloque de fotografías que se incorpora a las páginas finales. Me
produce una inquietud muy profunda. Prefiero leer sobre la vida de Savater, su
maravillosa historia de amor, su profundo desasosiego por el sufrimiento y la
pérdida. Creo que prefiero ir construyéndome una imagen ideal de aquella mujer,
disfruto más con esa descripción física y psicológica, no habría resistido ver
cada tarde, durante el rato que le dedico a la lectura, las fotografías de Pelo
Cohete.
Quizás por eso no
me gusta ver los telediarios, por lo menos no los veo en cuanto dejan de dar
datos.
Recuerdo la lectura
de hace un par de años, los comentarios de John Berger a casi quinientos
cuadros. Empezaba con los enigmáticos retratos de Faiyum, del Siglo I antes de
Cristo. Muchos de estos retratos podrían ser la imagen de muchos de los muertos
anónimos de estos días.
Sigo leyendo a
Boccaccio, en una franja horaria distinta, sumergido en historias truculentas
de amantes que son sorprendidos desnudos y expuestos al escarnio público en la
plaza principal de Palermo y todo por un “quítame
allá un polvo”. Menos mal que se han impuesto para los relatos de esta
quinta jornada finales felices.
Sigo también
leyendo las recetas de la Marquesa, estas a media mañana, en pequeños parones
que me tomo entre distintas tareas (en la franja de noche he empezado el Berta
Isla de Marías, si leyera por la noche a Savater me dormiría con el corazón
encogido).
Hoy elijo la receta
de las galletas María, las auténticas galletas María, que necesitan llevar la
inscripción.
Se necesita un kilo
y medio de harina de fuerza, 500 gramos de mantequilla, 500 más de azúcar, 3 huevos,
una cucharadita de bicarbonato y un poco de leche, la necesaria para que la
masa quede fina.
Se tamiza la harina
sobre una mesa de mármol, formando un volcán. En el centro se añaden todos los
ingredientes (la mantequilla muy blandita, casi pomada). Se mezcla bien y,
cuando esté bien mezclado, se añade poco a poco leche tibia, amasando para que
la masa quede fina (se sabe que la masa está afinada cuando no se pegue a las
manos cuando se apelotona). Hay que amasar con las manos, con vigor, dándole
puñetazos a la masa para que gane flexibilidad.
Cuando esté bien
amasada, se deja reposar media hora en un sitio templado. Se limpia bien la
mesa de obrador, se espolvorea un poco de harina para que no se pegue y se
extiende bien, hasta que quede una plancha uniforme muy fina, de poco más del
canto de un euro (la Marquesa habla de duros). Una vez extendida se van
formando las galletas con un molde (puede hacerse con la boca de un vaso de
cristal). Si se dispone de un molde específico se pueden firmar las galletas
con el nombre de María, Fermina, Jacinto o Diletante.
Con los recortes
que sobren se forma otra bola que se extiende para hacer otra tanda.
Se colocan las
galletas sobre papel de horno satinado, para que no se peguen. 150º grados, pocos
minutos, 10 ó 12 minutos, quizá un poco menos. Han de quedar tostadas sin
quebrarse ni arrebatarse.
Se retiran rápido y
se dejan enfriar fuera del horno. Han de quedar bien secas.
Hoy combino a
Hopper, tiempo de lectura, con uno de los rostros de Fayum.
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