miércoles, 22 de abril de 2020

Capítulo DXXXVII.- Diez Jornadas (5.2.) mareando la perdiz.

Dentro de 20 minutos empiezo una clase on line. Asumo que no soy Scorsese y me marcho a la cocina, que es el único punto de la casa en el que tengo garantizada cierta tranquilidad por la tarde. Al fin y al cabo, es mi territorio.
La cocina tiene poco glamour para un plano medio que va a durar casi dos horas. A mi espalda unos azulejos blancos y un trozo del mapa de España que utilizó uno de mis hijos para hacer una presentación en clase hace unos días.
Hemos convertido la cocina en nuestro estudio de televisión, a lo largo del día vamos buscando la paz de los fogones para dar o recibir las clases más largas, las que requieren cierta quietud.
Por las tardes el salón se convierte en territorio de relax familiar. Televisión a todo volumen, peleas por el mando y riesgo de caer en la monotonía. Es duro pasar del Todo es Mentira a los programas de la Sexta y acabar en el Sálvame. Parece que en este país se han olvidado de informar, por lo menos en televisión.
Podría ir a uno de los dormitorios, pero no tengo edad para buscar un plano o un contraplano recostado sobre la cama, en plan adolescente aburrido chafardeando con los amigos. No soy Alicie Silverston, ni nadie por el estilo para mostrar el edredón revuelto. No hay posters en las paredes y no se ven libros. Los dormitorios aquí están acuartelados porque en período normal rotan por la casa tres familias y media.
Así que sólo queda la cocina como set de emisión. Tendría que ser un Killer para dar la clase desde el cuarto de baño y la despensa es muy viejuna.
Cuando regrese el buen tiempo volveré a salir a la terraza, hablaré desde el jardín, como un viejo filósofo retirado del mundanal ruido. Entre las ruinas de mi inteligencia.
Hoy hace un frio que pela. He hecho una prueba en el porche, pero parecía que emitiera desde la estepa. El viento hacía ulular los parasoles y las palmeras se agitaban salvajemente, augurando otra tarde lluviosa.
Así que me refugio en la cocina. Me he puesto una camisa y un jersey apañado, para no parecerme a Robert De Niro en las escenas de residencia de ancianos del Irlandés. Las escenas en el geriátrico se verían hoy mucho más siniestras de lo que ya me parecieron cuando vi la película hace unas semanas, antes del confinamiento.
He encontrado un hueco para leer el capítulo de Boccaccio, una historia de inspiración homérica, sobre un héroe que busca la fortuna en el mar, naufraga y es apresado, terminando sus días en una cárcel de Túnez. Hasta allí llega su amada, de nuevo una historia de amores imposibles, de imposiciones matrimoniales, de tensiones entre la burguesía que aspira a ser rica y los trabajadores que aspiran únicamente a comer.
Por lo menos en este quinto ciclo Boccaccio garantiza un final feliz, aunque sea forzado.
Quedan 10 minutos para empezar la clase. Me atuso el pelo frente a la cámara. Encajo bien el cuello de la camisa y busco, de reojo, la receta de la Marquesa. Hoy unos mostachones pardos, un postre muy español, acorde con mi entorno.
Se necesita mucha azúcar, 250 gramos, la misma cantidad de harina y también de almendras, 9 yemas de huevos, canela en polvo y obleas. Más una clara de huevo.
He tenido que cambiar el set de emisión, hoy funciona mal la cobertura y he tenido que invadir el salón, desde la universidad me advierten que se escucha el serial de la TV que está viendo mi suegra.
Ya en el salón, reanudo la clase y mi tarea como profesor y diletante.
El mostachón pardo se llama así porque la canela lo oscurece. La receta no tiene complicaciones, se mezclan primero la harina tamizada, la almendra, finalmente se añaden las yemas de huevos, uno a uno, mezclándolas una a una.
Una vez está hecha la masa, se forman discos del tamaño pequeño tamaño, se unta la superficie con clara de huevo ligeramente batida y se colocan las obleas por encima. Se cuecen a horno suave (120º) 15 minutos.

El cuadro de Hopper, como mis alumnos, refleja una tropa agotada ante la expectativa de dos horas de clase on line.
Dentro de 20 minutos empiezo una clase on line. Asumo que no soy Scorsese y me marcho a la cocina, que es el único punto de la casa en el que tengo garantizada cierta tranquilidad por la tarde. Al fin y al cabo, es mi territorio.
La cocina tiene poco glamour para un plano medio que va a durar casi dos horas. A mi espalda unos azulejos blancos y un trozo del mapa de España que utilizó uno de mis hijos para hacer una presentación en clase hace unos días.
Hemos convertido la cocina en nuestro estudio de televisión, a lo largo del día vamos buscando la paz de los fogones para dar o recibir las clases más largas, las que requieren cierta quietud.
Por las tardes el salón se convierte en territorio de relax familiar. Televisión a todo volumen, peleas por el mando y riesgo de caer en la monotonía. Es duro pasar del Todo es Mentira a los programas de la Sexta y acabar en el Sálvame. Parece que en este país se han olvidado de informar, por lo menos en televisión.
Podría ir a uno de los dormitorios, pero no tengo edad para buscar un plano o un contraplano recostado sobre la cama, en plan adolescente aburrido chafardeando con los amigos. No soy Alicie Silverston, ni nadie por el estilo para mostrar el edredón revuelto. No hay posters en las paredes y no se ven libros. Los dormitorios aquí están acuartelados porque en período normal rotan por la casa tres familias y media.
Así que sólo queda la cocina como set de emisión. Tendría que ser un Killer para dar la clase desde el cuarto de baño y la despensa es muy viejuna.
Cuando regrese el buen tiempo volveré a salir a la terraza, hablaré desde el jardín, como un viejo filósofo retirado del mundanal ruido. Entre las ruinas de mi inteligencia.
Hoy hace un frio que pela. He hecho una prueba en el porche, pero parecía que emitiera desde la estepa. El viento hacía ulular los parasoles y las palmeras se agitaban salvajemente, augurando otra tarde lluviosa.
Así que me refugio en la cocina. Me he puesto una camisa y un jersey apañado, para no parecerme a Robert De Niro en las escenas de residencia de ancianos del Irlandés. Las escenas en el geriátrico se verían hoy mucho más siniestras de lo que ya me parecieron cuando vi la película hace unas semanas, antes del confinamiento.
He encontrado un hueco para leer el capítulo de Boccaccio, una historia de inspiración homérica, sobre un héroe que busca la fortuna en el mar, naufraga y es apresado, terminando sus días en una cárcel de Túnez. Hasta allí llega su amada, de nuevo una historia de amores imposibles, de imposiciones matrimoniales, de tensiones entre la burguesía que aspira a ser rica y los trabajadores que aspiran únicamente a comer.
Por lo menos en este quinto ciclo Boccaccio garantiza un final feliz, aunque sea forzado.
Quedan 10 minutos para empezar la clase. Me atuso el pelo frente a la cámara. Encajo bien el cuello de la camisa y busco, de reojo, la receta de la Marquesa. Hoy unos mostachones pardos, un postre muy español, acorde con mi entorno.
Se necesita mucha azúcar, 250 gramos, la misma cantidad de harina y también de almendras, 9 yemas de huevos, canela en polvo y obleas. Más una clara de huevo.
He tenido que cambiar el set de emisión, hoy funciona mal la cobertura y he tenido que invadir el salón, desde la universidad me advierten que se escucha el serial de la TV que está viendo mi suegra.
Ya en el salón, reanudo la clase y mi tarea como profesor y diletante.
El mostachón pardo se llama así porque la canela lo oscurece. La receta no tiene complicaciones, se mezclan primero la harina tamizada, la almendra, finalmente se añaden las yemas de huevos, uno a uno, mezclándolas una a una.
Una vez está hecha la masa, se forman discos del tamaño pequeño tamaño, se unta la superficie con clara de huevo ligeramente batida y se colocan las obleas por encima. Se cuecen a horno suave (120º) 15 minutos.
El cuadro de Hopper, como mis alumnos, refleja una tropa agotada ante la expectativa de dos horas de clase on line.
"Dawn Before Gettysburg" by Edward Hopper (1882-1967)

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