Dentro
de 20 minutos empiezo una clase on line. Asumo que no soy Scorsese y me marcho
a la cocina, que es el único punto de la casa en el que tengo garantizada
cierta tranquilidad por la tarde. Al fin y al cabo, es mi territorio.
La
cocina tiene poco glamour para un plano medio que va a durar casi dos horas. A
mi espalda unos azulejos blancos y un trozo del mapa de España que utilizó uno
de mis hijos para hacer una presentación en clase hace unos días.
Hemos
convertido la cocina en nuestro estudio de televisión, a lo largo del día vamos
buscando la paz de los fogones para dar o recibir las clases más largas, las
que requieren cierta quietud.
Por
las tardes el salón se convierte en territorio de relax familiar. Televisión a
todo volumen, peleas por el mando y riesgo de caer en la monotonía. Es duro
pasar del Todo es Mentira a los programas de la Sexta y acabar en el Sálvame.
Parece que en este país se han olvidado de informar, por lo menos en
televisión.
Podría
ir a uno de los dormitorios, pero no tengo edad para buscar un plano o un
contraplano recostado sobre la cama, en plan adolescente aburrido chafardeando
con los amigos. No soy Alicie Silverston, ni nadie por el estilo para mostrar
el edredón revuelto. No hay posters en las paredes y no se ven libros. Los
dormitorios aquí están acuartelados porque en período normal rotan por la casa
tres familias y media.
Así
que sólo queda la cocina como set de emisión. Tendría que ser un Killer para
dar la clase desde el cuarto de baño y la despensa es muy viejuna.
Cuando
regrese el buen tiempo volveré a salir a la terraza, hablaré desde el jardín,
como un viejo filósofo retirado del mundanal ruido. Entre las ruinas de mi
inteligencia.
Hoy
hace un frio que pela. He hecho una prueba en el porche, pero parecía que emitiera
desde la estepa. El viento hacía ulular los parasoles y las palmeras se
agitaban salvajemente, augurando otra tarde lluviosa.
Así
que me refugio en la cocina. Me he puesto una camisa y un jersey apañado, para
no parecerme a Robert De Niro en las escenas de residencia de ancianos del
Irlandés. Las escenas en el geriátrico se verían hoy mucho más siniestras de lo
que ya me parecieron cuando vi la película hace unas semanas, antes del
confinamiento.
He
encontrado un hueco para leer el capítulo de Boccaccio, una historia de
inspiración homérica, sobre un héroe que busca la fortuna en el mar, naufraga y
es apresado, terminando sus días en una cárcel de Túnez. Hasta allí llega su
amada, de nuevo una historia de amores imposibles, de imposiciones matrimoniales,
de tensiones entre la burguesía que aspira a ser rica y los trabajadores que
aspiran únicamente a comer.
Por
lo menos en este quinto ciclo Boccaccio garantiza un final feliz, aunque sea
forzado.
Quedan
10 minutos para empezar la clase. Me atuso el pelo frente a la cámara. Encajo
bien el cuello de la camisa y busco, de reojo, la receta de la Marquesa. Hoy
unos mostachones pardos, un postre muy español, acorde con mi entorno.
Se
necesita mucha azúcar, 250 gramos, la misma cantidad de harina y también de almendras,
9 yemas de huevos, canela en polvo y obleas. Más una clara de huevo.
He
tenido que cambiar el set de emisión, hoy funciona mal la cobertura y he tenido
que invadir el salón, desde la universidad me advierten que se escucha el
serial de la TV que está viendo mi suegra.
Ya
en el salón, reanudo la clase y mi tarea como profesor y diletante.
El
mostachón pardo se llama así porque la canela lo oscurece. La receta no tiene
complicaciones, se mezclan primero la harina tamizada, la almendra, finalmente
se añaden las yemas de huevos, uno a uno, mezclándolas una a una.
Una
vez está hecha la masa, se forman discos del tamaño pequeño tamaño, se unta la
superficie con clara de huevo ligeramente batida y se colocan las obleas por
encima. Se cuecen a horno suave (120º) 15 minutos.
El
cuadro de Hopper, como mis alumnos, refleja una tropa agotada ante la
expectativa de dos horas de clase on line.
Dentro
de 20 minutos empiezo una clase on line. Asumo que no soy Scorsese y me marcho
a la cocina, que es el único punto de la casa en el que tengo garantizada
cierta tranquilidad por la tarde. Al fin y al cabo, es mi territorio.
La
cocina tiene poco glamour para un plano medio que va a durar casi dos horas. A
mi espalda unos azulejos blancos y un trozo del mapa de España que utilizó uno
de mis hijos para hacer una presentación en clase hace unos días.
Hemos
convertido la cocina en nuestro estudio de televisión, a lo largo del día vamos
buscando la paz de los fogones para dar o recibir las clases más largas, las
que requieren cierta quietud.
Por
las tardes el salón se convierte en territorio de relax familiar. Televisión a
todo volumen, peleas por el mando y riesgo de caer en la monotonía. Es duro
pasar del Todo es Mentira a los programas de la Sexta y acabar en el Sálvame.
Parece que en este país se han olvidado de informar, por lo menos en
televisión.
Podría
ir a uno de los dormitorios, pero no tengo edad para buscar un plano o un
contraplano recostado sobre la cama, en plan adolescente aburrido chafardeando
con los amigos. No soy Alicie Silverston, ni nadie por el estilo para mostrar
el edredón revuelto. No hay posters en las paredes y no se ven libros. Los
dormitorios aquí están acuartelados porque en período normal rotan por la casa
tres familias y media.
Así
que sólo queda la cocina como set de emisión. Tendría que ser un Killer para
dar la clase desde el cuarto de baño y la despensa es muy viejuna.
Cuando
regrese el buen tiempo volveré a salir a la terraza, hablaré desde el jardín,
como un viejo filósofo retirado del mundanal ruido. Entre las ruinas de mi
inteligencia.
Hoy
hace un frio que pela. He hecho una prueba en el porche, pero parecía que emitiera
desde la estepa. El viento hacía ulular los parasoles y las palmeras se
agitaban salvajemente, augurando otra tarde lluviosa.
Así
que me refugio en la cocina. Me he puesto una camisa y un jersey apañado, para
no parecerme a Robert De Niro en las escenas de residencia de ancianos del
Irlandés. Las escenas en el geriátrico se verían hoy mucho más siniestras de lo
que ya me parecieron cuando vi la película hace unas semanas, antes del
confinamiento.
He
encontrado un hueco para leer el capítulo de Boccaccio, una historia de
inspiración homérica, sobre un héroe que busca la fortuna en el mar, naufraga y
es apresado, terminando sus días en una cárcel de Túnez. Hasta allí llega su
amada, de nuevo una historia de amores imposibles, de imposiciones matrimoniales,
de tensiones entre la burguesía que aspira a ser rica y los trabajadores que
aspiran únicamente a comer.
Por
lo menos en este quinto ciclo Boccaccio garantiza un final feliz, aunque sea
forzado.
Quedan
10 minutos para empezar la clase. Me atuso el pelo frente a la cámara. Encajo
bien el cuello de la camisa y busco, de reojo, la receta de la Marquesa. Hoy
unos mostachones pardos, un postre muy español, acorde con mi entorno.
Se
necesita mucha azúcar, 250 gramos, la misma cantidad de harina y también de almendras,
9 yemas de huevos, canela en polvo y obleas. Más una clara de huevo.
He
tenido que cambiar el set de emisión, hoy funciona mal la cobertura y he tenido
que invadir el salón, desde la universidad me advierten que se escucha el
serial de la TV que está viendo mi suegra.
Ya
en el salón, reanudo la clase y mi tarea como profesor y diletante.
El
mostachón pardo se llama así porque la canela lo oscurece. La receta no tiene
complicaciones, se mezclan primero la harina tamizada, la almendra, finalmente
se añaden las yemas de huevos, uno a uno, mezclándolas una a una.
Una
vez está hecha la masa, se forman discos del tamaño pequeño tamaño, se unta la
superficie con clara de huevo ligeramente batida y se colocan las obleas por
encima. Se cuecen a horno suave (120º) 15 minutos.
El
cuadro de Hopper, como mis alumnos, refleja una tropa agotada ante la
expectativa de dos horas de clase on line.
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