Noctívago a mi
pesar.
Quien me conoce
sabe que duermo poco, con cinco o seis horas tengo suficiente, incluso con
menos. No he encontrado en los reales decretos normas sobre el sueño y el
dormir, es una pena porque hay disposiciones enteras destinadas a aspectos
mucho menos útiles que el sueño.
Poco ayuda la
pandemia al sueño. Nos cansamos menos, se pueden vivir situaciones puntuales o
permanentes de angustia o de estrés que quebranten es difícil equilibrio de
conciliar el sueño. Se han publicado muchos artículos estos días advirtiendo
que dormiremos menos, dormiremos peor, no hay que agobiarse.
Unos días antes de
empezar todo este lío me animé, por fin, a consultar mis posibles alteraciones,
me diagnosticaron apneas severas con riesgo importante, a largo plazo, de
patologías enojosas. Así las cosas, desde hace seis semanas duermo con un
respirador que ha reducido al mínimo mis riesgos. No me ha costado mucho
acostumbrarme a la escafandra, parezco un buzo de una película de ciencia
ficción, enganchado a una estructura de tubos flexibles bajo mi nariz, sujetos con
elegantes cintas a cogote y coronilla, como si fuera un primo torpón de
Aquaman.
Con mi respirador
he conseguido estos días enganchar seis horas largas de sueño de buena calidad,
por lo menos eso refleja la app que va asociada al respirador y que cada mañana
evalúa la calidad de mi sueño, que no de mis sueños. De momento parece que no
detecta los sueños húmedos y no reporta alteraciones significativas los días de
episodios erótico/subconscientes, para los conscientes prefiero desenchufarme.
Esta noche el
respirador ha servido para poco, para muy poco. Sobre las tres de la mañana uno
de mis hijos se ha despertado inquieto con un ataque de tos tremebundo, el
segundo en pocos días. Es uno de los peligros de confinarse en el campo,
rodeado de árboles y plantas con la primavera en estallido. Las alergias se
disparan y uno de los niños se ha descompensado, descompensándonos a todos.
He pasado yo a su
cama, como un zombi, pero ha sido imposible descabezar sueño alguno a partir de
las tres y media, por lo que enseguida me he enfrascado en mis rutinas.
Una vez se enciende
el ordenador y se activa la pantalla del móvil está todo perdido. Hubiera
podido intentar leer un poco para conciliar de nuevo el sueño, pero tenía miedo
de que el reflejo de la luz desvelara a cualquier otro de los troppers de estos
días de confinamiento. Estamos todos
fuera de casa, lejos de las bibliotecas, de los rincones íntimos que cada uno
localiza en su hogar y es difícil localizarlos en sitios extraños.
Lo malo no es
dormir poco sino agobiarse por dormir poco, por eso yo suelo buscar esa
posición zen que evitar que un percance como el de hoy se convierta en la
tragedia del insomnio, palabra tabú.
Da lo mismo que uno
descubra que todavía no se han actualizado los diarios en la web y que se
mantienen las noticias que has leído poco antes de acostarse. Mal asunto si no
se ha renovado la portada, eso quiere decir que es todavía muy pronto.
Te alberga la
secreta esperanza de cruzar algún wasap de trasnochadores que todavía andan
deambulando. Esas encrucijadas entre ultramadrugadores y ultratransnochadores
dan para episodios divertidos. No ha sido el caso.
He preparado un té
con limón, hace años que he limitado radicalmente el consumo de café, aunque me
encante. Mal asunto si el primer café del día lo tomas a las 3’30 de la mañana.
Hace fresco todavía
en la madrugada, así que ha tocado buscar una chaquetilla para no quedarme
helado delante del ordenador, unos minutos antes del amanecer los pájaros han
empezado a desperezarse, coincidiendo con la actualización de las portadas de los
diarios. Seguramente la misma incidencia la hubiera tenido que gestionar igual
sin coronavirus. El día se va a hacer enterno.
Boccaccio sigue con
sus truculencias, las novelas de la cuarta jornada son más sanguinarias, hay
menos espacios lúbricos, en cuanto avanza unas líneas se adentra en el
tragedión puro y duro. La historia de hoy es la de la desdichada Isabetta, que
tuvo la mala fortuna de enamorarse de un menesteroso, Lorenzo. Isabetta,
huérfana de padres, bajo la tutela de sus tres hermanos, se enamoriscó de un
pobre mozo, apartándose de las altas expectativas de boda que tenían sus
hermanos.
Isabetta mantuvo el
amante clandestino mientras pudo, pero, finalmente, los hermanos descubrieron
al pobre muchacho y le dieron muerte sin advertir nada a la chica, que se
desgarraba de pena pensando que había sido abandonada.
El fantasma del
desdichado Lorenzo se le aparece en sueños a su amada (conmigo tendría
complicado lo de asomarse a mi reducido tiempo de sueño) para explicarle su
desventura e indicarle donde había sido enterrado.
La joven, entre
lágrimas, acudió a la cuneta donde habían enterrado al galán, desenterró el
cuerpo y no se sabe muy bien con qué maña consiguió seccionar la cabeza
(Boccaccio que no se ahorra truculencias en algunas escenas, sin embargo evita
detalles sobre esta maniobra descabezadora). Envuelve la cabeza en un paño y lo
esconde en una maceta sobre la que coloca tierra y siembra albahaca.
La albahaca crece
gracias a las constantes lágrimas de Isabetta, que consigue que aquella hierba
aromática sea la más fragante de Mesina, donde discurre la tragedia.
No quiero
imaginarme el pesto que prepararía la pobre para sus hermanos con ese
aditamento.
Los hermanos terminan
por descubrir las aficiones necrofilohortelanas de Isabetta y la quitan el
albahaquero, por lo que la chica muere finalmente de pena. De la historia, por
lo visto, queda en el cancionero italiano la copla
«Quién
sería el mal cristiano
que el
albahaquero me robó…».
Me costará volver a
cocinar con albahaca sin acordarme de los sinsabores de la ingenua degolladora.
Dejé ayer a la
marquesa con la base de los macarons.
Hoy toca el relleno, una crema cuajada de avellanas y pistachos. Propongo hacer
más cantidad de la que se necesita para los macarons, así sobrará masa para
cubrir un bizcocho.
Se necesitan 200
gramos de azúcar glas (he reducido sensiblemente la cantidad de azúcar para
adaptarla a nuestros tiempos), 200 gramos de mantequilla en pomada, 125 gramos
de avellanas tostadas y peladas, otros 125 gramos de pistachos también
mondados, un pellizco de sal, medio litro de leche, 8 yemas de huevo y la
nevera para enfriar.
Se machacan las
avellanas y los pistachos hasta convertirlas en polvo, si se añade un chorrito
mínimo de leche templada quedará más cremoso. Es importante que queden muy
picadas.
Se pone, aparte,
una cacerola con la leche, el azúcar y las yemas. Se remueve bien con una
cuchara de madera. Fuego suave, para que vaya espesando bien. Cuando empiece a
tomar cuerpo la crema se añade la mantequilla en punto de pomada, sin dejar de
remover se incorporan los frutos secos y se sigue removiendo hasta que termine
de cuajar. El proceso final puede hacerse con el fuego apagado, a medida que la
mezcla se enfría se solidifica, hasta el punto de convertirse casi en un cuajo.
La crema espesa sirve para los macarons,
una pequeña capa de la mezcla sobre una de las caras de los discos tostados de
los macarrones que se dejan reposar en una caja de cartón o de metal, sobre un
fondo de papel de seda arrugado.
Hoy Hopper me
presta unas sombras en la noche, alguien que quiebra el toque de queda para
quién sabe qué.
Tengo el mismo problema con el sueño, reconforta leerte. También vivo fuera de la ciudad y desde luego lo preferimos. Mucho ánimo y a cuidarse. saludos.
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