Ha pasado ya un mes
desde que nos confinamos. Nos
presentaron el tiempo venidero como un pequeño paréntesis en el que podríamos
leer aquellos libros que habíamos soñado abordar y que seguían sobre la mesilla
por falta de tiempo.
Supongo que quien
no haya empezado ya el Ulises de Joyce, la Regenta o el Quijote. No hay datos
que permitan considerar que se ha incrementado el número de libros prestados en
las bibliotecas, que están cerradas, ni Amazon ha publicado la cifra de libros
vendidos on line durante el último
mes. Quien antes tuviera el hábito de leer puede que haya leído un poco más,
pero quien no lo tuviera, hace días que ha vuelto a dejar olvidada la novela
sobre la repisa del dormitorio.
Hemos visto ya
completa la 4ª temporada de la Casa de Papel, hemos revisado las tres primeras
temporadas y hemos consultado a amigos, conocidos y compañeros de trabajo las
series disponibles, a razón de tres o cuatro episodios diarios, nos hemos
zambullido en todas las ficciones posibles y no quedan muchos terrenos por
explorar. Hemos hecho esfuerzos sobrehumanos por engancharnos a series míticas
como Call My Saul o Juego de Tronos, pero no lo hemos conseguido. Las
plataformas de televisión han congelado el estreno de nuevas series, faltan
dobladores y subtituladores, no se puede rodar.
No había grandes
películas de estreno a la vista, los Óscars y el festival de Berlín nos habían
dejado agotados. Se suspendió Cannes y no parece que haya previsión de estrenos
a medio plazo. Los catálogos de todas las televisiones los hemos agotado. Hemos
repasado grandes y pequeñas películas de lo que llevamos del Siglo XXI, hemos
repasado las de los ’90, ’80 y ’70. No parece que vayan a ofrecer en abierto o
de modo gratuito los catálogos de cine mundial. Aquellas películas que siempre
quisimos o revisar siguen sin estar disponibles y nos hemos reído tantas veces
con los chistes del Día de la Marmota que consideramos que Bill Murray se
confinó con nosotros en casa. Nos arrepentimos de no haber comprado la
colección completa de películas de James Bond y todavía no estamos dispuestos a
pagar por el abusivo precio de alquiler del catálogo de Apple, aunque nos
parpadea desde la pantalla. Cuando recibimos una recomendación de una película
atractiva por wasap o en la sección de un diario nos lanzamos como locos a
buscarla.
Quien ha tenido
ánimo y voluntad, ha bailado ya toda la zumba, salsa, reguetón, GymJazz y
asimilados que se asoman por Instagram. No queda yogui que no hayan visitado y
las rutinas de los grandes entrenadores son obligatorias en casi todas las
casa, sustituyendo las pesas por garrafas de agua y las gomas por viejos
tirantes atados en el pomo de la puerta.
No queda famoso,
famosete o famosillo que no haya colgado una receta en internet, incluso a mí
me da vergüenza colgar una nueva propuesta de dulce, aunque sigo haciéndolo
como terapia.
La televisión, más
allá de los datos puros y duros, es infumable y reiterativa. Sólo se salvan los
viejos documentales de grandes espacios, los de la conquista del espacio o las
de las viejas glorias de la música soul.
Nos escuecen las
manos de aplaudir a las ocho de la tarde. Nos hemos enganchado a la rueda de
prensa de las 11 de la mañana para actualizar los datos de cada día, la
comparecencia semanal del presidente del gobierno y la réplica inmediata de la
tropa levantisca de la Generalitat catalana, asegurando que ellos lo hacen
mejor, y la de los partidos de la oposición, que, si pudieran, encarcelarían al
gobierno en pleno por ineptos, sin hacer una sola propuesta constructiva que
nos permita intuir lo maravillosa que sería la pandemia de estar ellos en el
poder.
Los antisistema han
regresado disciplinadamente a casa de sus papás, donde se come y se duerme
mucho mejor. Ahora, que sería el momento de la gran revolución, se conforman
con jugar al cinquillo. Hoy he leído una entrevista de uno de los grandes
líderes de aquella revuelta que se conformó con conseguir un coche oficial
explicando que su gran aportación a los tiempos de crisis es leer a Camús y
subrayar pasajes de la Peste, sin tener en cuenta de que tiene
responsabilidades de gobierno.
Ya sería hora de
que nos contaran que lo que ocurre es mucho más que un paréntesis paras
intensificar la relación con nuestros hijos, fomentar la amistad a través de videollamadas,
ordenar armarios o clasificar las fotografías que dormían olvidadas en un
cajón.
Quien debía estar
pensando en cómo será nuestro futuro se conforma ahora con sobrevivir y los que
deberían estar callados y discretos se han convertido en los salvadores de la
patria, del mundo o del universo.
Hoy vuelve a
llover. Los niños regresan mañana al cole en circunstancias que hace un mes
nadie hubiera pensado. Se abren brechas que será muy complicado suturar en
décadas, porque mientras en casa nos preocupa la calidad de internet, en
nuestro entorno hay 55.000 niños que no tienen un ordenador en casa.
Hoy ni tan siquiera
Boccaccio ha sido capaz de arrancarme una sonrisa. Se ha liado con la historia
de tres hermanas que se escapan con sus amantes a Creta y allí quedan presas de
traiciones y malos entendidos con un final trágico. Incluso en la Florencia
renacentista de palacios y fiestas galantes había días nublados.
Y cuando parece que
me voy a desaguar por el sumidero, mi cuñado me manda un pequeño video de su
hija, que la semana que viene cumple tres años. Apenas 10 segundos que
condensan la obsesión que la niña tiene por el orden. Ha colocado sus muñecos
preferidos en el salón y se maneja dispuesta a darles una clase maestra. La
primera vez que lo veo me sonrío, la segunda vez me doy cuenta de que para los
niños, todas estas cuitas serán una anécdota.
Voy a buscar mi
libro manoseado de la Marquesa de Parabere y elijo para hoy una crema de café
que serviría maravillosamente bien para rellenar unos pastelillos de pasta
choux o un relámpago (que es un bocadito alargado y relleno de crema).
Para la crema de
café se necesitan 125 gramos de azúcar molido, 20 gramos de harina de trigo
(una cucharada de maicena si se prefiere la harina de maíz, pero con la maicena
cuidado, porque espesa mucho más. 4 yemas de huevo más un huevo completo. Una
cucharada de café en polvo (nescafé), un vaso (un tercio de litro) de leche, 50 gramos de mantequilla y media varilla de
vainilla.
Se mezclan las
yemas y el huevo, bien batidos con el azúcar. Se disuelve la harina en el vaso
de leche templada. Una vez diluida se incorpora la mezcla al batido de yemas,
huevo y azúcar.
Se pasa la mezcla a
una cacerola y se enciende el fuego suave hasta que empiece espesar. Se mueve
la mezcla con un cucharón de madera, agregando la cucharada de café y la vaina
de vainilla. Se remueve sin parar hasta que la crema tome la textura deseada,
ha de quedar espesa, pero sin cuajar del todo.
Se añade la pieza
de mantequilla y se termina de remover.
Se retira del fuego
y se deja enfriar.
Ya está hecha la
crema.
Hopper nos recuerda
que los diarios no salen de su monotonía.
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