Abarrotes y
ultramarinos.- Tiendas que vendían productos de ultramar, por extensión.
Inicialmente
abarrote es un término marinero, para referirse a los fardos pequeños que se
utilizan en la estiba de los barcos. En Colombia, Ecuador, México y Bolivia
llaman abarrote a la tienda o almacén en la que se vende un poco de todo,
básicamente productos de alimentos.
Dedico unos minutos
a los abarrotes y ultramarinos. Creo que legalmente las llaman “tiendas de cortesía”, comercios más o
menos pequeños en los que se vende un poco de todo y que están abiertos 24
horas al día, todos los días de la semana.
A estas tiendas
también las llamamos “pakis”, porque
normalmente están regentadas por emigrantes paquistaníes que llevan años
residiendo en España.
Suelen ser espacios
mal iluminados, corredores estrechos, abigarrados. Anaqueles atestados de todo
tipo de productos ordenados con una lógica ajena a la nuestra.
A primera hora de
la mañana huelen a pan recién horneado, o a mantequilla dulzona y fermentada.
Tienen pequeños
hornos cerca de la caja en los que preparan docenas de barras de pan, croisanes
y napolitanas de crema o de chocolate
que compran, precocinadas, a distribuidores industriales.
Suelen estar mal
ventilados y van concentrando olores que uno siente que llegan a solidificar.
Da lo mismo la hora
del día, o de la noche, siempre están abiertos, como si llevaran abiertos desde
el principio de los tiempos.
Como música de
fondo se escucha una televisión paquistaní. Noticias, musicales o telenovelas
que ven en pantallas minúsculas del teléfono móvil o en tabletas que apoyan en
equilibrio imposible entre paquetes de harina o de azúcar.
Al entrar tienes la
sensación de adentrarte en un agujero negro, en una ventana cósmica que te
traslada durante unos segundos a Islamabad.
Debajo de los
mostradores asoman cabezas de decenas de niños pequeños, alegres y ruidosos que
siguen atentos los programas que enlazan por cable.
Mientras los
hombres se dedican a reponer, de tanto en tanto, las estanterías, aparecen
mujeres vestidas con saris coloridos, cubiertas por miles de capas de telas multicolores.
Apenas hablan español.
Sonríen mientras se aferran a una calculadora en la que teclean los precios,
siempre con un pequeño recargo, al límite de lo tolerable.
Hay abarrotes con
más glamour, los Opencors que mantienen un horario parecido, son más
espaciosos, pero surtidos y mucho más caro.
En los abarrotes
hay de todo, especialmente estos días. Están mucho mejor surtidos que los
supermercados y las grandes superficies en los que durante la crisis sanitaria
se ha agotado la harina, la levadura, el bicarbonato y algunas especias.
En los ultramarinos
hay casi de todo, a veces es difícil de encontrar, pero en una estantería
recóndita, casi a ras de suelo, aparece un producto imposible. El botecillo de
piñones que necesitas para el pesto, unas semillas de maíz para hacer palomitas
una noche de cine, la leche evaporada para un pastel, plátano macho, las leches
imposibles que se agotaron hace semanas en mercadona, el suavizante para la
lavadora, incluso mascarillas, más baratas que las de las farmacias.
En los abarrotes
hay agua embotellada de todas las marcas, botes de conservas venidas del más
allá, huevos frescos, pan ácimo, yogures de sabores exóticos, tomates,
cebollas, calabacines y puerros que puede que fueran suministrados un siglo
atrás.
Un abarrote puede
salvarte la vida de un modo más sencillo y más directo que una dirección
general en plena ebullición de reales decretos, y lo hace con una sonrisa, sin
darse importancia, sin quedar sometida a la estricta normativa del estado de
alarma. Parece que los abarrotes de los paquistaníes llevaran lustros preparados
para la pandemia, aunque sus limones estén un poco blandos y haya que despejar
de mosquitos el cajón de las cebollas.
Sólo en los
ultramarinos aparecen los cereales que les gustan a los niños para el desayuno
o la especia imposible que necesitas para hacer una salsa caprichosa.
Me sorprende que
Boccaccio, que era un hombre moderno, no haga referencia a estas tiendas de
productos de ultramar.
Revisaba esta
mañana la novelilla de hoy, segundo relato de la cuarta jornada, donde se
cuentan las desventuras de un fraile inmoral que en Venecia (Boccaccio, como
buen florentino, despreciaba a los venecianos) se hace pasar por el arcángel San
Gabriel para trajinarse a una altiva señora que pensaba que su belleza y
alcurnia sólo era digna de dios.
Para hoy elijo la
receta de la marquesa de los melocotones a lo cardenal. Unos melocotones
confitados con puré de fresas.
Se necesitan 12 melocotones
medianos, bien maduros y de tamaño parecido. Medio litro de almíbar no muy
espeso (275 gramos de azúcar y un vaso de agua), medio kilo de fresas maduras,
200 gramos de azúcar glas, una vaina de vainilla, 30 almendras, una copita de
licor (kirsch), unas gotas de limón y mucho hielo para enfriar el puré y los
melocotones, que no han de entrar en contacto directo con el hielo. Se sirve
muy frio.
Se pelan los
melocotones con agua hirviendo. Se sumergen en el agua un minuto para facilitar
el proceso de pelado.
Una vez pelados y
enfriados se sumergen en el almíbar, dejando que cuezan en un perolillo alto
durante 10 o 12 minutos desde que el almíbar empiece a hervir.
Se escurren los
melocotones cocidos y se dejan enfriar.
En el almíbar se
cuecen las fresas, sin tallos, que se van chafando hasta convertirlas en un
puré fino (si es necesario se pasan por un tamiz). Al final se le añade la copa
de licor. Se mezcla bien y se deja enfriar.
El postre se
presenta colocando los melocotones
cocidos en un timbal de playa o de metal, o en un frutero de cristal. Se cubren
con el puré de fresas, un poco de azúcar glas espolvoreado y almendras
ralladas.
Domingo de gloria,
hoy Hopper nos pide que ventilemos la habitación.
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