viernes, 4 de octubre de 2019

Capítulo CDLXXXVI.- Mea culpa

Es imperdonable, he cumplido 54 años, más de medio siglo, y no conocía Lisboa. Cien mil razones y factures han producido esa situación, imperdonable, como digo. Está tan cerca que durante años he ido aplazando la posibilidad de ir, además mi mujer ha ido en varias ocasiones y es una ciudad que conoce bien, por lo que siempre aparecía como segunda o tercera opción a la hora de viajar.
Por fin hace una semana se rompió el maleficio y marché a Lisboa como acompañante a un congreso. La posición de acompañante es maravillosa, no genera ninguna tensión, basta con sonreír y saludar, como los pingüinos de Madagascar.
Llegamos a Lisboa el viernes a media mañana, tiempo estupendo y la ciudad atestada de turistas. Yo tenía una idea gris y decadente de la ciudad, puede que debido a las novelas de Muñoz Molina y la película de Win Wenders “dans le ville blanche” (por cierto, qué mal envejecen las películas de Wenders, que durante años era dios).
La ciudad ha vivido un cambio de fachada importante, casas rehabilitadas, calles llenas de patinetes (trotinetes en portugués) y el centro lleno de tiendas impersonales y restaurantes a la caza del guiri. Es uno de los peajes de la globalización, todo se estandariza y pasear por según qué zonas de cualquier ciudad del mundo se convierte en un ejercicio de repetición.
En todo caso, es muy egoísta querer que siga habiendo parques temáticos de tipismo en los que la vida sea más barata y cómoda. El turismo, que tiene muchas cosas negativas, sirve también para crear puestos de trabajo y generar riqueza. Es cierto que el riesgo de gentrificación (palabra infame y hortera donde las haya) pueda quebrar la estructura y la vida de muchos barrios, pero puede que la gentrificación sea una solución menos mala que la del deterioro absoluto de los cascos antiguos. Todo tiene su lado negativo.
En cualquier caso, la ciudad me pareció luminosa, con una claridad de luz que no tienen las ciudades del mediterráneo (supongo que si me toca ir en noviembre en plena borrasca la visión cambia), pero pasear por la orilla de la desembocadura del Tajo a 30 grados de temperatura es un placer.
Tiempo tuvimos de pasear por la plaza del Comercio y por las calles aledañas, estábamos en un hotelito correcto en un calle a pocos metros del mar. Subimos y bajamos por el Chiado (impecable, una bombonera para guiris) y por Alfama (más desordenado), largas caminatas a las que hemos sobrevivido a golpe de cerveza.
Viajábamos con unos amigos que conocían allí a una pareja (catalán y portuguesa) que vivían en Lisboa; eso nos ha permitido pasear y conocer sitios fuera de los circuitos, esos que hacen que uno deje de sentirse turista y empiece a sentirse viajero.
Quedamos a tomar una cerveza en el Pavellón Chinése (https://www.facebook.com/pavilhaochineslisboa), yo me tomé una caipiriña. El sitio merece una visita porque es un museo abigarrado de todos los objetos con los que sueña un coleccionista, también un Diógenes. Es un recinto de toque decadente, lleno de vitrinas en el que hay cascos de soldados de distintas guerras del Siglo XX, todo tipo de figuritas de plomo, maquetas de aeroplanos y naves de guerra, coches de hojalata, veleros de tres palos, caricaturas, billares…. Un delirio sin una mota de polvo.
De allí nos llevaron a cenar a un restaurante con terrazas en la calle, una tasca especializada en Bacalaos, de esas que si no conoces la pasas de largo (https://www.facebook.com/restauranteocaracol/). Tres tipos de bacalao para compartir, el primero al bras, el segundo lo llamaban de la casa y el tercero a la brasa. Espectaculares. Me gusta el bacalao y sus paradojas, los que probé allí de lo mejor que he comido en mi vida.
Los vinos portugueses muy pintureros, los que probamos con más cuerpo que los españoles. Tampoco nos metimos en aventuras, lo que bebimos nos gustó y no nos llevó a la ruina. Buenos vinos del Duero, con más matices que los zamoranos y leoneses habituales en España, los del Alentejo también tenían su encanto.
Buen aceite. Pescados, pulpos y carne cocinados un punto más que lo que suele ser habitual en España. Es una gozada que siga habiendo brasas en casi todos los restaurantes, en España la brasa se ha convertido en un lujo y hay mucho remilgo.
De entre todo lo comido yo me quedo con los pastelillos de nata, los originales, hechos en Belem, junto a los Jerónimos. Hicimos una cola caótica y terminamos comiendo los pastelillos recién hechos tirados en un parque público, con un café.
Hicimos un largo paseo hasta la embajada de España, subiendo por una avenida que da al Parque de Don Enrique, de allí a la fundación Calouse Gulbekian (https://gulbenkian.pt). Merece la pena ver la colección, que picotea desde la época Asiria hasta los impresionistas, un poquito de todo, con algunos Rembrandts, Turners y una sala de muerte con imágenes y caprichos de Venecia de Francesco Guardi, esa sala, por sí sola, merece la visita.
Los amigos de nuestros amigos nos llevaron al museo que guarda la fundación Berardo, en Belém, junto a los Jerónimos. El edificio es un poco mamotreto, pero en el interior hay una colección de pintura desde Picasso hasta happenings y performances de los años 90 del siglo pasado que merece la pena, incluidos unos chinos colgados de Juan Muñoz. Hay muestras de arte Pop inglés y americano, alguna brizna de pintores españoles de los 50 y 60. El museo exige dos o tres horas tranquilas para situarse en las tendencias del arte mundial de finales del siglo XX. Creo que en España no hay una colección pública o privada equivalente.
Tuvimos la enorme suerte de que la visita (museo casi vacío el domingo a las 12 de la mañana) nos la amenizó el amigo de nuestro amigo, un pintor catalán que pasa temporadas en Lisboa (Eduard Arbós), todo un sabio que nos fue hilando como quien no quiere la cosa obra tras obra, descubriendo la línea de conexión entre Mondrian y los pintores constructivistas. Salí convencido de lo mucho que me quedaba por aprender.
Lo visto y disfrutado en los dos museos de Lisboa me dará grandes tardes de gloria, espero.
Comimos razonablemente bien, sobre todo si tenemos en cuenta que no era un viaje “foodie”. Algún día escribiré sobre los pastelillos de nata recién hechos, todavía no estoy preparado para escribir sobre aquella gloria.
Hoy me conformo con escribir sobre el bacalao de la casa que nos sirvieron la noche del sábado. La cocina del bacalao condensa las contradicciones del mundo moderno, es un pescado que si no se salazona no vale gran cosa, es insípido, sin embargo cuando se conserva en sal pasa a convertirse en una gloria, llena de conflictos porque cuanto más intenso es el proceso de salazón, más cuidadoso ha de ser el trámite de rehidratación.
Las recetas de bacalao son la lucha constante entre el desecado y la rehidratación. Cuando se les elimina del todo el vestigio líquido y las carnes se convierten en hebras casi textiles, hay que empezar a hidratarlo y combinarlo con salsas que lo lleven al paraíso, yo soy un fanático del pil-pil pero he de decir que el bacalao a la braz (el que se amalgama con huevo y patatas fritas) puede competir con los pilpiles, es menos solemne, más juguetón y más cremoso (sobre todo si no se deja secar el huevo batido).
Los bacalaos portugueses suelen ser menos melindrosos que los vascos y catalanes. Una buena pieza de bacalao portugués aguanta mucho mejor los rigores del fuego vivo que los bacalaos españoles, que son más de pitiminí, con la piel quebradiza y poco estables frente a los carbones, enseguida se deshojan.
Creo que el secreto es que en Portugal el bacalao se sala en piezas más grandes, no en las supremas hispanas que quedan preciosas en los anaqueles pero que no aguantan un buen meneo. Además los bacalaos que probamos se salaban con la espina y muchos de ellos se presentaban en el plano con la espina. La espina supongo que conserva mucho más la memoria de la sal y de las sales minerales, lo que hace que la pieza quede más compacta.
Probamos ese bacalao de la casa, una pieza de la que sacamos seis bocados. El bacalao se desala con cuidado, no conseguí sacarle a Antonio, el patrón de la casa, el tiempo que quedaban en agua, la cocinera, su madre, se marchó antes del postre sin desvelarnos el secreto. Se pasa por las brasas para que la piel quede crujiente y luego se termina de guisar ligeramente en un caldo corto hecho con cebolla en juliana no muy fina y unos tomates en gajos, aceite, un vaso de vino blanco y otro de agua. Un minuto antes de sacar el bacalao a la mesa con un golpe de pimentón dulce para darle cierta gracia final a la salsa. Se pasa un minuto mal contado por el grill del horno para asentar el pescado y corriendo a la mesa para disfrutar como niños de ese bacalao sencillo.

Todo un placer, como lo fue conocer a Eduard y a Elisabeth, a los que esperamos recibir en Barcelona pronto. Dejo una obra de Eduard Arbós, creo que parte de una fotografía de los tejados de las casetas de las playas del atlántico, pero no lo sé a ciencia cierta. Seguiré investigando (www.eduardarbos.es).

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