Es imperdonable, he
cumplido 54 años, más de medio siglo, y no conocía Lisboa. Cien mil razones y
factures han producido esa situación, imperdonable, como digo. Está tan cerca
que durante años he ido aplazando la posibilidad de ir, además mi mujer ha ido
en varias ocasiones y es una ciudad que conoce bien, por lo que siempre aparecía
como segunda o tercera opción a la hora de viajar.
Por fin hace una
semana se rompió el maleficio y marché a Lisboa como acompañante a un congreso.
La posición de acompañante es maravillosa, no genera ninguna tensión, basta con
sonreír y saludar, como los pingüinos de Madagascar.
Llegamos a Lisboa
el viernes a media mañana, tiempo estupendo y la ciudad atestada de turistas.
Yo tenía una idea gris y decadente de la ciudad, puede que debido a las novelas
de Muñoz Molina y la película de Win Wenders “dans le ville blanche” (por cierto, qué mal envejecen las
películas de Wenders, que durante años era dios).
La ciudad ha vivido
un cambio de fachada importante, casas rehabilitadas, calles llenas de
patinetes (trotinetes en portugués) y el centro lleno de tiendas impersonales y
restaurantes a la caza del guiri. Es uno de los peajes de la globalización,
todo se estandariza y pasear por según qué zonas de cualquier ciudad del mundo
se convierte en un ejercicio de repetición.
En todo caso, es
muy egoísta querer que siga habiendo parques temáticos de tipismo en los que la
vida sea más barata y cómoda. El turismo, que tiene muchas cosas negativas,
sirve también para crear puestos de trabajo y generar riqueza. Es cierto que el
riesgo de gentrificación (palabra
infame y hortera donde las haya) pueda quebrar la estructura y la vida de
muchos barrios, pero puede que la gentrificación sea una solución menos mala
que la del deterioro absoluto de los cascos antiguos. Todo tiene su lado
negativo.
En cualquier caso,
la ciudad me pareció luminosa, con una claridad de luz que no tienen las
ciudades del mediterráneo (supongo que si me toca ir en noviembre en plena
borrasca la visión cambia), pero pasear por la orilla de la desembocadura del
Tajo a 30 grados de temperatura es un placer.
Tiempo tuvimos de
pasear por la plaza del Comercio y por las calles aledañas, estábamos en un
hotelito correcto en un calle a pocos metros del mar. Subimos y bajamos por el
Chiado (impecable, una bombonera para guiris) y por Alfama (más desordenado),
largas caminatas a las que hemos sobrevivido a golpe de cerveza.
Viajábamos con unos
amigos que conocían allí a una pareja (catalán y portuguesa) que vivían en
Lisboa; eso nos ha permitido pasear y conocer sitios fuera de los circuitos,
esos que hacen que uno deje de sentirse turista y empiece a sentirse viajero.
Quedamos a tomar una
cerveza en el Pavellón Chinése (https://www.facebook.com/pavilhaochineslisboa),
yo me tomé una caipiriña. El sitio merece una visita porque es un museo
abigarrado de todos los objetos con los que sueña un coleccionista, también un Diógenes.
Es un recinto de toque decadente, lleno de vitrinas en el que hay cascos de
soldados de distintas guerras del Siglo XX, todo tipo de figuritas de plomo,
maquetas de aeroplanos y naves de guerra, coches de hojalata, veleros de tres
palos, caricaturas, billares…. Un delirio sin una mota de polvo.
De allí nos
llevaron a cenar a un restaurante con terrazas en la calle, una tasca
especializada en Bacalaos, de esas que si no conoces la pasas de largo (https://www.facebook.com/restauranteocaracol/).
Tres tipos de bacalao para compartir, el primero al bras, el segundo lo
llamaban de la casa y el tercero a la brasa. Espectaculares. Me gusta el
bacalao y sus paradojas, los que probé allí de lo mejor que he comido en mi
vida.
Los vinos
portugueses muy pintureros, los que probamos con más cuerpo que los españoles.
Tampoco nos metimos en aventuras, lo que bebimos nos gustó y no nos llevó a la
ruina. Buenos vinos del Duero, con más matices que los zamoranos y leoneses
habituales en España, los del Alentejo también tenían su encanto.
Buen aceite.
Pescados, pulpos y carne cocinados un punto más que lo que suele ser habitual
en España. Es una gozada que siga habiendo brasas en casi todos los restaurantes,
en España la brasa se ha convertido en un lujo y hay mucho remilgo.
De entre todo lo
comido yo me quedo con los pastelillos de nata, los originales, hechos en
Belem, junto a los Jerónimos. Hicimos una cola caótica y terminamos comiendo
los pastelillos recién hechos tirados en un parque público, con un café.
Hicimos un largo
paseo hasta la embajada de España, subiendo por una avenida que da al Parque de
Don Enrique, de allí a la fundación Calouse Gulbekian (https://gulbenkian.pt). Merece la pena ver la
colección, que picotea desde la época Asiria hasta los impresionistas, un
poquito de todo, con algunos Rembrandts, Turners y una sala de muerte con
imágenes y caprichos de Venecia de Francesco Guardi, esa sala, por sí sola,
merece la visita.
Los amigos de
nuestros amigos nos llevaron al museo que guarda la fundación Berardo, en
Belém, junto a los Jerónimos. El edificio es un poco mamotreto, pero en el
interior hay una colección de pintura desde Picasso hasta happenings y
performances de los años 90 del siglo pasado que merece la pena, incluidos unos
chinos colgados de Juan Muñoz. Hay muestras de arte Pop inglés y americano,
alguna brizna de pintores españoles de los 50 y 60. El museo exige dos o tres
horas tranquilas para situarse en las tendencias del arte mundial de finales
del siglo XX. Creo que en España no hay una colección pública o privada
equivalente.
Tuvimos la enorme
suerte de que la visita (museo casi vacío el domingo a las 12 de la mañana) nos
la amenizó el amigo de nuestro amigo, un pintor catalán que pasa temporadas en
Lisboa (Eduard Arbós), todo un sabio que nos fue hilando como quien no quiere
la cosa obra tras obra, descubriendo la línea de conexión entre Mondrian y los
pintores constructivistas. Salí convencido de lo mucho que me quedaba por aprender.
Lo visto y
disfrutado en los dos museos de Lisboa me dará grandes tardes de gloria,
espero.
Comimos
razonablemente bien, sobre todo si tenemos en cuenta que no era un viaje “foodie”.
Algún día escribiré sobre los pastelillos de nata recién hechos, todavía no
estoy preparado para escribir sobre aquella gloria.
Hoy me conformo con
escribir sobre el bacalao de la casa que nos sirvieron la noche del sábado. La
cocina del bacalao condensa las contradicciones del mundo moderno, es un
pescado que si no se salazona no vale gran cosa, es insípido, sin embargo
cuando se conserva en sal pasa a convertirse en una gloria, llena de conflictos
porque cuanto más intenso es el proceso de salazón, más cuidadoso ha de ser el
trámite de rehidratación.
Las recetas de
bacalao son la lucha constante entre el desecado y la rehidratación. Cuando se
les elimina del todo el vestigio líquido y las carnes se convierten en hebras
casi textiles, hay que empezar a hidratarlo y combinarlo con salsas que lo
lleven al paraíso, yo soy un fanático del pil-pil pero he de decir que el
bacalao a la braz (el que se amalgama con huevo y patatas fritas) puede
competir con los pilpiles, es menos solemne, más juguetón y más cremoso (sobre
todo si no se deja secar el huevo batido).
Los bacalaos
portugueses suelen ser menos melindrosos que los vascos y catalanes. Una buena
pieza de bacalao portugués aguanta mucho mejor los rigores del fuego vivo que
los bacalaos españoles, que son más de pitiminí, con la piel quebradiza y poco
estables frente a los carbones, enseguida se deshojan.
Creo que el secreto
es que en Portugal el bacalao se sala en piezas más grandes, no en las supremas
hispanas que quedan preciosas en los anaqueles pero que no aguantan un buen
meneo. Además los bacalaos que probamos se salaban con la espina y muchos de
ellos se presentaban en el plano con la espina. La espina supongo que conserva
mucho más la memoria de la sal y de las sales minerales, lo que hace que la
pieza quede más compacta.
Probamos ese
bacalao de la casa, una pieza de la que sacamos seis bocados. El bacalao se
desala con cuidado, no conseguí sacarle a Antonio, el patrón de la casa, el
tiempo que quedaban en agua, la cocinera, su madre, se marchó antes del postre sin
desvelarnos el secreto. Se pasa por las brasas para que la piel quede crujiente
y luego se termina de guisar ligeramente en un caldo corto hecho con cebolla en
juliana no muy fina y unos tomates en gajos, aceite, un vaso de vino blanco y
otro de agua. Un minuto antes de sacar el bacalao a la mesa con un golpe de
pimentón dulce para darle cierta gracia final a la salsa. Se pasa un minuto mal
contado por el grill del horno para asentar el pescado y corriendo a la mesa
para disfrutar como niños de ese bacalao sencillo.
Todo un placer,
como lo fue conocer a Eduard y a Elisabeth, a los que esperamos recibir en
Barcelona pronto. Dejo una obra de Eduard Arbós, creo que parte de una
fotografía de los tejados de las casetas de las playas del atlántico, pero no
lo sé a ciencia cierta. Seguiré investigando (www.eduardarbos.es).
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