Me gustan los
libros de cocina, sé que ahora es tiempo de blogs y de Instagram, que el papel
no está de moda, pero pocas cosas hay tan placenteras como la de leer un libro
en papel.
Colecciono
recetarios de todo tipo, libros de técnicas culinarias, de cocineros
consagrados, de artistas metidos a cocinillas, libros de aventuras y
desventuras en la cocina, revistas, recetas sueltas, notas, cartoncillos con
anotaciones, ediciones autopublicadas… Casi todo tiene cabida en mi biblioteca
de la cocina siempre y cuando tenga algo especial, aunque sea un detalle
ínfimo.
Guardo elegantes
ediciones de libros clásicos, ejemplares de coleccionista que voy comprando a
base de esfuerzo y de constancia, algunos son caros. A veces me equivoco, que
le voy a hacer, y caen en mis manos libros infames que aún y así termino
guardando y hasta les cojo cariño.
Con mi afición
tengo la suerte de que familiares y amigos cuando no saben que regalarme me compran
un libro de cocina (o sino un reloj swacht, que también acumulo).Pero me
produce mayor placer comprarlos en los mediodías anodinos en los que hay que
hacer tiempo hasta que los niños salgan del colegio.
Los paseos por
librerías, por grandes almacenes, incluso por puestos callejeros dan sorpresas
gratas. Hay veces que compro dos o tres libros y los guardo a la espera de una
ocasión propicia para la lectura, aunque hayan de pasar varios meses, me gusta
tenerlos inventariados y saber que en cualquier momento podré consultarlos.
Suelo leerlos a ratos muertos, de manera desordenada, sin un plan preconcebido.
Hace unos meses
llegó a mis manos el libro “Un hogar en la cocina” Historias y Recetas, de
Molly Wizengerg. Lo compré por impulso, sin consultar su contenido. Lo compré
en Documenta el 19 de marzo de 2019 (los
de esta librería ponen una pegatina y un sello para identificar lugar de compra
y fecha). Ni siquiera lo hojeé. Me gustó la fotografía de la cubierta, en la
línea de las fotos que ponía la bloguera de las Recetas de la Felicidad.
Lo he tenido en la
estantería más de seis meses hasta que me he animado a empezar a leerlo, como
lectura de baño, nada más empezar con la lectura me he quedado encantado porque
no es un libro de recetas al uso, no es una cocinera famosa. Es una chica
joven, mucho más joven que yo. Las recetas no son especialmente originales. Por
lo que he ido viendo se trata de una recopilación de entradas de su blog, que
se llama Orangette, en inglés.
Ya desde el prólogo
explica algo que le decía su padre y que nosotros repetimos en casa: “En casa comemos mejor que en la mayoría de
los restaurantes”.
Otra frase del
prólogo con la que me he identificado “No
es que supiésemos cocinar especialmente bien o que siempre comiésemos manjares”,
después afirma que la vida familiar se construye en la cocina.
Con estos mimbres
no era difícil que me enganchara al libro desde la primera página, me da un
tanto igual que las recetas sean originales, lo que me resulta encantador es el
punto de vista aunque me queda un punto de frustración porque esta chica lo que
demuestra es que es una diletante en la cocina, lo que me quita a mi algo de
originalidad, qué le vamos a hacer, de vez en cuando va bien un baño de
realidad.
La edición del
libro en español la hace la editorial colandcol (www.colandcol.com) en la colección “La
petit Madeleine. Colección de Gastromemorias”. Merece la pena visitar la web y
ver sus publicaciones, todo un vicio, todo un descubrimiento.
Seguramente en los
próximos días le robaré a la Srta. Wizenberg alguna receta. De momento me he
empapado de su filosofía, he abandonado la búsqueda de recetas sofisticadas (me
estaba estudiando una receta de langosta Thermidor para otro lío en el que ando
metido) y me he animado a escribir sobre la cena que le he preparado a los
niños esta noche, noche de machos. Les había propuesto hacer un intensivo de
carne roja y patatas fritas, pero ellos, que son prudentes y equilibrados, me
han dicho que preferían pasta, han tenido deporte toda la tarde y querían
hidrato.
Les he preparado
una carbonara, hace cinco años que escribí sobre la carbonara (https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2014/06/capcccxxiii-la-abdicacionclaudicacion.html),
me sigo manteniendo fiel a mis principios, nada de crema de leche.
La carbonara de hoy
no ha sido, sin embargo, nada canónica. En vez de panceta he comprado un kilo
de costilla de cerdo que me han partido en taquitos, con su huesecillo en medio.
La he rehogado en su propia grasa.
Cuando ha empezado
a sudar le he añadido un puñado de piñones (150 gramos), piñones chinos porque
a fin de mes hay que mirar el gasto. Piqué una cebolla en juliana y he dejado
que se rehogara en la grasa.
Mientras se hacía
el sofrito he puesto un poco de sal, de pimienta y, anatema manchego, una
cucharada de comino.
Estaba la salsa al
amor del fuego, sin prisas para que la carne no se arrebatara, pero con cierta
alegría de la llama para que el cerdo quedara bien hecho y dorado.
En otra olla grande
he calentado agua para hervir la pasta y en un bol inmenso, el más grande que
tengo por casa, he batido tres huevos, una pizca de albahaca, otra más generosa
de orégano. Como no tenía Pecorino, le he puesto Emental, no es muy ortodoxo,
lo sé, pero a las siete y media no estaba para salir zumbado hacia el italiano
de guardia a la búsqueda del Pecorino soñado.
He terminado de
ofegar el sofrito con una cucharada del caldo en el que he hervido la pasta
(tagliatelle). He volcado la pasta humeante sobre el huevo, que ha empezado a
cuajar ligeramente. He removido con ayuda de una cuchara y un tenedor. Sobre la
pasta empapada en huevo el puesto la salsa, la carbonara de la sierra me decía
el carnicero.
Hemos comido hasta
quedar satisfechos, mientras tanto los niños me han contado cómo había ido el
día, sin novedades. Luego hemos visto un poco la televisión y sobre las nueve y
cuarto se han marchado a la cama.
La carbonara les ha
gustado, no sé cuánto tardaré en repetirla. No sé si Molly Wizemberg habrá
hecho alguna vez un plato de carbonara. Solo sé que cuando descubro algo que me
gusta me acuesto mucho más contento, que no es poco. Me he puesto un ínfimo
dedo de whisky y me sentaré un rato a ver una película. Dejo el logotipo de la
editorial, todo un ingenio, y un cuadro de Henri-Edmond Cross.
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