Abdicar.- Renunciar, renegar, proclamar que
algo no pertenece a uno. Si nos paramos a pensar nos pasamos la vida abdicando,
no pasa nada.
Hace unos meses dejé de tomar café
regularmente, una abdicación en toda regla con el fin de solucionar algunos
problemas digestivos, hubiera podido preparar una ceremonia de abdicación al
café, anunciar que era sustituido por el té, haber buscado un marco solemne,
incluso una declaración institucional sobre las razones de mi abdicación.
Hay quien renuncia al tabaco, por
prescripción facultativa, y pasa varios meses en un sin vivir. Las abdicaciones
no tienen por qué ser definitivas, de hecho yo me toco algún café de vez en
cuando, normalmente en las grandes ocasiones gastronómicas. Napoleón abdicó en
dos ocasiones y no hay más que ver la cara del retrato que le hizo Paul
Delaroche para comprender que detrás de una abdicación suele haber una derrota.
La edad, la salud, la desidia, el riesgo a
que te “abdiquen” si no abdicas a tiempo. La abdicación tiene ese elemento
volitivo, a veces amargo, de hacer las cosas porque uno quiere, aunque se vea
obligado por las circunstancias.
Sería interesante conocer qué comieron o
cenaron los emperadores el día de su abdicación, normalmente los menús que
pasan a la historia suelen ser los de las coronaciones, menús opulentos; para
una abdicación basta con un poco de ensalada y un pescado a la plancha, de
postre una pieza de fruta. La palabra abdicación por sí sola genera una
contracción de estómago que puede dificultar momentáneamente la digestión,
aunque una vez abdicado puede que se relajen las tensiones y puedan abordarse tareas
gastronómicas más complejas, si uno abdica a tiempo se le abre la posibilidad
de dormir la siesta porque la abdicación suele venir acompañada de una
relevación de funciones.
La abdicación supongo que responde a una
razón de rango. El presidente de una comunidad de vecinos no abdica, normalmente
dimite o renuncia; tampoco abdica un entrenador de futbol que obtiene malos resultados;
ni siquiera abdicó el papa de Roma hace poco más de un año y eso que tenía un
cargo de los de “Urbi et Orbe”. Las palabras o, por lo menos, el uso del
lenguaje tiende a buscar acomodos y las palabras se refugian en un solo uso.
Y puesto que las palabras no responden sino
a los juegos quizás sería más acertado y musical hablar de claudicación,
sinónimo de renuncia, de cesión. Claudicación tiene su origen en el emperador
Claudio, sucesor de Calígula y antecesor de Nerón. Claudio arrastraba una pierna
y la palabra claudicar se utilizó inicialmente como sinónimo de caminar renqueante,
de cojear. Si la abdicación tiene un deje de cansancio, de agotamiento, la claudicación
resuena a vulnerabilidad. Uno abdica cuando está agotado, claudica por
debilidad y si lo que hace es huir con el rabo entre las piernas entonces
dimite.
La cocina, sobre todo la cocina cotidiana,
se convierte en un espacio de permanente abdicación, siempre hay un ingrediente
al que debes renunciar, algo que falta en la despensa, algo que no gusta o
sienta mal a un comensal especial.
Hay cocineros que podrían catalogarse de
imperiales, aquellos que cocinan esporádicamente y que cuando se ponen el
mandil despliegan un minucioso ejercito de ingredientes especialmente comprados
para la ocasión; estos cocineros imperiales suelen ser certeros, rigurosos, un
punto soberbios dado que anuncian que van a preparar el plato perfecto, el
ortodoxo según los cánones más fiables de la gastronomía. Un cocinero imperial
no consultará jamás internet, dispondrá de un cuaderno de la abuela escrito en
caligrafía picuda, el incunable del cocinero del Emperador Carlos I – quinto de
Alemania.
Los que somos cocineros claudicantes hemos
de gestionar los platos con lo que queda en las alacenas, aprovechando restos
olvidados en la nevera, renunciando a bajar al mercado para evitar que se demore
la comida.
Podríamos preparar unos espaguetis
carbonara como un ejercicio de abdicación, la abdicación, como la cocina, mejora
con la práctica. La pasta carbonara ha ido imponiéndose en la cocina doméstica,
es un plato que integra los menús cotidianos de muchas casas. La salsa
carbonara que se ha impuesto es una salsa claudicante, una salsa que a base de
repetirse ha impuesto unos ingredientes ajenos a los originales, hasta el punto
de que cuando haces una carbonara auténtica protesta la tropa.
Hace unos días uno de mis hijos, el más
pequeño, llegó a casa afirmando que le encantaban los espaguetis a la
carbonara, un plato habitual en el menú del colegio. Pese a tener cinco años
despliega unas maneras rotundas, casi imperiales, de modo que cuando asegura
que algo le gusta mucho parece como si no pudiera comer otra cosa que no fueran
espaguetis carbonara.
Le preparé el plato esa misma noche, lo
comió con gana, incluso repitió, pero cuando le pregunté orgulloso si había
colmado sus expectativas de carbonara me aseguró que mis espaguetis estaban
bien pero que los del cole eran mucho más blancos, infinitamente más blancos.
Seguramente habré de claudicar y la próxima vez que prepare pasta carbonara en
vez de ligarla con huevos batidos – receta ortodoxa -, habré de trabarlos con
crema de leche – en la tradición de los carbonara españoles.
La salsa carbonara tiene un origen incierto,
como casi todas las recetas; hay quien afirma que es una receta del norte de
Italia, de los Apeninos, una receta de los mineros del carbón; otros autores
consideran que es una receta romana y que la etimología no tiene nada que ver
con las minas, sino con el hecho de que se añada pimienta negra al plato antes
de servirlo.
La carbonara auténtica se hace rehogando en
aceite de oliva unas lonchas de panceta de cerdo cortada en tiras, incluso en
algunos casos se utiliza careta de cerdo en vez de papada. Lo importante es
dorar a fuego muy suave la carne, confitarla antes de mezclarla con la pasta
hervida. Se escurren un poco las tiras rehogadas, se dejan enfriar y se
incorporan a un bol donde previamente se habrá batido un huevo por comensal; a
ese mejunje se le añade la pasta, se remueve bien para que empape y en el
momento de llevar el plato a la mesa se añade un poco de pimienta negra molida
y queso pecorino rallado.
Sobre esta receta originaria vienen las
mutaciones que convierten la carbonara en una falsa carbonara seguramente más
suculenta.
La primera de las mutaciones pasa empezar
el guiso tostando un puñado de piñones antes de poner a dorar la panceta.
Se produce una segunda mutación si se
decide rehogar un poco de cebolla junto a los piñones y la panceta; incluso si
se añaden un par de dientes de ajo laminados.
Incluso los fogones más exigentes suelen
claudicar y sustituyen la panceta o la papada por tiras de bacon ahumadas.
Quedan todavía dos traiciones supremas, la que determina la sustitución de los
huevos batidos por crema de leche y la que sustituye el pecorino por queso de Parma
rallado.
Al final la carbonara
permite tantas variantes como cocineros. Yo en mi próxima carbonara seguramente
habré de claudicar y usaré la crema de leche para conseguir que mis espaguetis
sean tan blancos como los del colegio. Cuando dentro de unos años – espero que
muchos – haya de abdicar en mi reino de fogones y alguno de mis hijos me releve
espero que recupere esta receta y recuerde que la carbonara se liga con huevos
batidos.
Entretenida entrada y de toda actualidad, yo sigo la política con apasionamiento y como me muevo entre "dos mundos" no dejan de sorprenderme muchos comentarios. La salsa carbonara muy apropiada por su color dado el momento actual. Jubi
ResponderEliminarMe encanta la carbonara, tanto la original como la adaptada. Buena receta!
ResponderEliminarMari Carmen