Comerse el mundo.- Preocupado como estoy de
buscar viejas y nuevas recetas, es imperdonable que no me haya ocupado de aquellos
que quieren comerse el mundo.
Supongo que todos hemos querido comernos el
mundo alguna vez, yo recuerdo una época con hambre de mundo entre los catorce y
los dieciocho años, después se me pasó, o por lo menos me planteé hacerlo en
porciones más pequeñas porque comerse el mundo de golpe ha de suponer una
digestión pesada, eterna.
Cuando una generación entera quiere darse
un atracón de mundo se produce una revolución, a veces se alinean los astros y
se producen esas pequeñas o grandes convulsiones.
A mí lo cierto es que siempre me han dado
miedo las revoluciones, en la medida de lo posible he evitado vivirlas aunque
me resulte grato estudiarlas.
Cuando quería comerme el mundo lo veía con
la solemnidad de Carracci, entre Euclides y Ptolomeo, como en el fresco del Palazzo
Farnese de Roma.
No sé si por suerte o por desgracia he ido
aliviando mis pasares y ahora estoy más cerca de la liviandad con la que Gil
Elvgren contemplaba el mundo.
En todo caso es bueno tener ansia de mundo,
tener ganas de transformar la realidad, de poder con ella, a grandes
dentelladas o a pequeños sorbos, lo importante es querer transformar lo que nos
rodea y, si fuera posible mejorarlo.
Puede que mi interés por la cocina tenga su
razón de ser en la búsqueda de una receta que me permita cocinar el mundo,
hacerlo un poco más digerible.
Entre Carracci y Elvgren hay toda una gama
de matices, de transiciones, de recetas que pueden hacer todo más llevadero,
que deje de ser una carga y se convierta en un pequeño o gran placer.
Con dieciocho años hubiera cocinado el
mundo como aquella vieja receta de origen medieval en la que una ternera se
rellenaba con faisanes, los faisanes con gallinas de corral, las gallinas con
codornices y cada codorniz con una trufa. Ahora prefiero combinaciones más
ligeras porque si hay que comerse el mundo mejor hacerlo con un plato liviano,
de fácil digestión.
Revisando recetarios veraniegos he
encontrado una receta divertida, de intenso color verde y, para nuestra cultura
culinaria, seguramente original; se trata de una crema de lechuga romana, un
modo de comer lechuga poco habitual.
Para preparar la crema para 6/8 comensales
se necesitan dos puerros, una patata hervida, una lechuga romana verde y tersa
y medio litro de caldo de verduras, sal y pimienta.
Se pelan los puerros y se cortar en rodajas
gruesas. Se rehogan con un poco de aceite en una cacerola con cuidado de que no
se arrebaten. Se salpimentan a gusto del cocinero y cuando queden transparentes
se dejan enfriar unos minutos.
Rehogados los puerros se añade la patata
hervida, cortada en cuatro mitades, se remueve bien entre los puerros atontados
para que absorba el aceite y se vaya diluyendo – será el ingrediente que dé
cuerpo a la crema.
Se limpia bien la lechuga, se pueden
aprovechar todas las hojas, incluso las exteriores un poco más feas; esas hojas
exteriores permitirán darle un color verde más intenso a la crema. Se
incorporan las hojas bien limpias al cazo reservando alguna de las hojas más
tersas para adornar el plato en el momento de la presentación.
Seguramente podrían rehogarse también las
hojas de lechuga con el puerro, de ese modo se intensificaría el punto amargo de
la lechuga, aunque la crema perdería parte del vivo color verde que le da la
lechuga fresca; por eso en esta ocasión prefiero no sofreír las hojas de
lechuga y pasarlas en crudo por la batidora, o por el thermomix – si quiero que
quede más trabada la crema.
La lechuga romana desprende mucha agua por
lo que habrá que tener cierto cuidado a la hora de añadirle el caldo de verdura
ya que corremos el riesgo de que se aguachine la crema. La textura y espesor de
la crema irá en función del tamaño y la calidad de la patata.
Cuando tengamos la crema al gusto la
dejamos enfriar en la nevera – conviene que los aderezos se añadan instantes antes
de la presentación en la mesa ya que si se incorpora alguna especia o
ingrediente de sabor fuerte durante el proceso de enfriado puede mediatizar por
completo el sabor de la crema, que dejará de ser una crema de lechuga y se
convertirá en una crema verde de la especia o ingrediente que hayamos añadido.
Conviene presentar la crema muy fría. En el
momento de llevarla a la mesa surgen las dudas sobre el aderezo adecuado, aquí,
en función del ansia de mundo que uno tenga, puede optar por picar un poco de
cilantro y pasar por la plancha media docena de langostinos abiertos por la
mitad – el cilantro le dará un toque exótico -. Si se opta por un sabor más
cercano bastará con laminar dos dientes de ajo, freír las láminas hasta que se
tuesten un poco y queden crujientes, colocando tres o cuatro chips de ajo en cada
bol. Junto a los ajos una anchoa en salazón escurrida – la anchoa ha de ser de
buena calidad y conservada en aceite de oliva, una anchoa vulgar en aceite vulgar
vulgarizaría la crema; aunque si queremos bulgarizar la crema en vez de
vulgarizarla, tal vez le vaya bien mezclar en la crema un yogurt búlgaro, que
son especialmente cremosos.
Sea cual sea el aderezo elegido – exótico,
tradicional o eslavo -, al final pueden colocarse a modo de adorno las hojas en
juliana de la lechuga que hemos reservado.
Tiene buena pinta esa crema de lechuga, aquí que nos las ponen de todos los colores pero todas saben a lo mismo, tienen la habilidad de darlas el mismo sabor (patata) lo único que hacemos es adivinar si en lugar de una verdura es otra. Jubi
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