lunes, 30 de junio de 2014

CAP.CCCXXVII.- Comerse el mundo.


Comerse el mundo.- Preocupado como estoy de buscar viejas y nuevas recetas, es imperdonable que no me haya ocupado de aquellos que quieren comerse el mundo.

Supongo que todos hemos querido comernos el mundo alguna vez, yo recuerdo una época con hambre de mundo entre los catorce y los dieciocho años, después se me pasó, o por lo menos me planteé hacerlo en porciones más pequeñas porque comerse el mundo de golpe ha de suponer una digestión pesada, eterna.

Cuando una generación entera quiere darse un atracón de mundo se produce una revolución, a veces se alinean los astros y se producen esas pequeñas o grandes convulsiones.

A mí lo cierto es que siempre me han dado miedo las revoluciones, en la medida de lo posible he evitado vivirlas aunque me resulte grato estudiarlas.

Cuando quería comerme el mundo lo veía con la solemnidad de Carracci, entre Euclides y Ptolomeo, como en el fresco del Palazzo Farnese de Roma.

No sé si por suerte o por desgracia he ido aliviando mis pasares y ahora estoy más cerca de la liviandad con la que Gil Elvgren contemplaba el mundo.

En todo caso es bueno tener ansia de mundo, tener ganas de transformar la realidad, de poder con ella, a grandes dentelladas o a pequeños sorbos, lo importante es querer transformar lo que nos rodea y, si fuera posible mejorarlo.

Puede que mi interés por la cocina tenga su razón de ser en la búsqueda de una receta que me permita cocinar el mundo, hacerlo un poco más digerible.

Entre Carracci y Elvgren hay toda una gama de matices, de transiciones, de recetas que pueden hacer todo más llevadero, que deje de ser una carga y se convierta en un pequeño o gran placer.

Con dieciocho años hubiera cocinado el mundo como aquella vieja receta de origen medieval en la que una ternera se rellenaba con faisanes, los faisanes con gallinas de corral, las gallinas con codornices y cada codorniz con una trufa. Ahora prefiero combinaciones más ligeras porque si hay que comerse el mundo mejor hacerlo con un plato liviano, de fácil digestión.

Revisando recetarios veraniegos he encontrado una receta divertida, de intenso color verde y, para nuestra cultura culinaria, seguramente original; se trata de una crema de lechuga romana, un modo de comer lechuga poco habitual.

Para preparar la crema para 6/8 comensales se necesitan dos puerros, una patata hervida, una lechuga romana verde y tersa y medio litro de caldo de verduras, sal y pimienta.

Se pelan los puerros y se cortar en rodajas gruesas. Se rehogan con un poco de aceite en una cacerola con cuidado de que no se arrebaten. Se salpimentan a gusto del cocinero y cuando queden transparentes se dejan enfriar unos minutos.

Rehogados los puerros se añade la patata hervida, cortada en cuatro mitades, se remueve bien entre los puerros atontados para que absorba el aceite y se vaya diluyendo – será el ingrediente que dé cuerpo a la crema.

Se limpia bien la lechuga, se pueden aprovechar todas las hojas, incluso las exteriores un poco más feas; esas hojas exteriores permitirán darle un color verde más intenso a la crema. Se incorporan las hojas bien limpias al cazo reservando alguna de las hojas más tersas para adornar el plato en el momento de la presentación.

Seguramente podrían rehogarse también las hojas de lechuga con el puerro, de ese modo se intensificaría el punto amargo de la lechuga, aunque la crema perdería parte del vivo color verde que le da la lechuga fresca; por eso en esta ocasión prefiero no sofreír las hojas de lechuga y pasarlas en crudo por la batidora, o por el thermomix – si quiero que quede más trabada la crema.

La lechuga romana desprende mucha agua por lo que habrá que tener cierto cuidado a la hora de añadirle el caldo de verdura ya que corremos el riesgo de que se aguachine la crema. La textura y espesor de la crema irá en función del tamaño y la calidad de la patata.

Cuando tengamos la crema al gusto la dejamos enfriar en la nevera – conviene que los aderezos se añadan instantes antes de la presentación en la mesa ya que si se incorpora alguna especia o ingrediente de sabor fuerte durante el proceso de enfriado puede mediatizar por completo el sabor de la crema, que dejará de ser una crema de lechuga y se convertirá en una crema verde de la especia o ingrediente que hayamos añadido.

Conviene presentar la crema muy fría. En el momento de llevarla a la mesa surgen las dudas sobre el aderezo adecuado, aquí, en función del ansia de mundo que uno tenga, puede optar por picar un poco de cilantro y pasar por la plancha media docena de langostinos abiertos por la mitad – el cilantro le dará un toque exótico -. Si se opta por un sabor más cercano bastará con laminar dos dientes de ajo, freír las láminas hasta que se tuesten un poco y queden crujientes, colocando tres o cuatro chips de ajo en cada bol. Junto a los ajos una anchoa en salazón escurrida – la anchoa ha de ser de buena calidad y conservada en aceite de oliva, una anchoa vulgar en aceite vulgar vulgarizaría la crema; aunque si queremos bulgarizar la crema en vez de vulgarizarla, tal vez le vaya bien mezclar en la crema un yogurt búlgaro, que son especialmente cremosos.

Sea cual sea el aderezo elegido – exótico, tradicional o eslavo -, al final pueden colocarse a modo de adorno las hojas en juliana de la lechuga que hemos reservado.

1 comentario:

  1. Tiene buena pinta esa crema de lechuga, aquí que nos las ponen de todos los colores pero todas saben a lo mismo, tienen la habilidad de darlas el mismo sabor (patata) lo único que hacemos es adivinar si en lugar de una verdura es otra. Jubi

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