Revisaba estos días
el blog y he encontrado muy pocas recetas que tengan como base las judías
verdes, es curioso porque rara es la semana que no me toca preparar un plato de
judías verdes con patatas, para tomar con un chorreón generoso de aceite o con
mayonesa.
Suelo utilizar con
frecuencia las judías como guarnición o como ingrediente para algunos sofritos,
escondidas entre tiras de calabacín, apio, puerros o cebollas.
Si voy al mercado
me gusta comprar las judías perona, que son las más sabrosas, aunque a veces
los tenderos se suben a la parra y las colocan por encima de los 6 euros el
kilo, un asalto a mano armada.
Los supermercados
tienen una judía verde plana, muy larga
y un poco leñosa, está muy bien de precio y si se camuflan un poco se pueden
comer, aunque no sepan a nada.
Luego están las
redondas, de orígenes exóticos. Es duro pensar en el precio de origen de alguna
de estas judías cuando merece la pena traerlas desde Kenia para competir por
apenas 4 euros kilo con las españolas.
Nos hemos
acostumbrado a tomar malas judías verdes, insípidas, casi polispán. Casi son
más sabrosas algunas judías las judías verdes congeladas.
Me molesta mucho
encontrarme hebras de judía cuando como, se quedan enganchadas en la parte
final del paladar, cuesta tragarlas y pueden amargarte una comida.
Judías verdes y
pechuga de pollo a la plancha, comida del lunes, después de haber cometido
algún abuso durante el fin de semana. Comer judías verdes con un chorro de
aceite aquieta las malas conciencias, parece que tomando verdura expías todos
los pecados.
Hay un ritual
vinculado a la judía verde, una letanía casi perdida, la de pasar la tarde mondando las vainas con un cuchillo afilado.
Me relaja preparar
las judías verdes, colocarme con dos platos, uno para las hebras y el otro para
las vainas limpias, cortarlas por la mitad y después longitudinalmente para que
queden todas de un tamaño regular, no más largas y no más anchas que mi dedo
meñique.
Me gusta que queden
un poco crujientes, sumergirlas unos segundos en hielo después de hervirlas
durante 2 ó 3 minutos. Hacerlas al vapor para que conserven el sabor y la
tersura.
Ayer tocaba
preparar judías verdes, un paquete de medio kilo de los se super, unas judías
insípidas, bastas, llevaban tres o cuatro días secándose por la encimera de la
cocina, no encontraba el momento de prepararlas.
Inmerso en la nueva
normalidad, gestionado el trabajo y las obligaciones domésticas con cierta
habilidad (me levanto pronto, trabajo hasta las 8 de la mañana, luego
gerenciamos desayunos y llevamos a los niños a que hagan un poco de deporte, de
regreso desayuno en el mercado y doy una vuelta para buscar inspiración).
Las judías de ayer
tuvieron suerte, un puñado de gambas, una sepia y medio kilo de almejas podían
convertirlas en una comida digna.
Pelé y piqué dos
cebollas, juliana fina, dos zanahorias y medio calabacín que rondaba
melancólico por la cocina. Busqué una paella amplia, puse un chorro de aceite y
el fuego al mínimo para que fueran pochando. Removía de vez en cuando para que
no se pegaran. Un poco de sal, 4 pimientas que me regalaron la semana pasada,
el regalo enviado por una amiga de Agramunt, una caja con multitud de especias
aromáticas que me alegraron la semana. Pimienta verde, pimienta blanca,
pimienta roja y pimienta negra. Generoso el molinillo con las tres, un poco de
orégano y una pizca de comino. Sofrito suave, sin prisas, dejando que se convierta
casi en una compota.
Mientras se
atontaban las verduras fui mondando las vainas, cortándolas ceremoniosamente.
Puse una olla con abundante agua y dos cucharadas de sal. Fui lanzando las
hebras al agua que calentaba, soy de los que cree que echando las hebras el
hervor gana sabor.
Mientras tanto el
sofrito iba a su ritmo, sudando. Abrí un hueco en la paella para rehogar unas
gambas enteras, no muy grandes, rojas, sabrosas. Aparté la cebolla y la
zanahoria y coloqué sobre la plancha las gambas, subí el fuego y empezaron a
crepitar. Dos minutos, no más, saqué las gambas y reorganicé la verdura, que
empezó a tomar el saborcillo de la gamba.
Aparté las gambas
en un plato, dejé que enfriaran para poderlas pelar bien.
Abrí una caja con
tomates pera cherry, las puse en el guiso, no quería que se terminaran de deshacer.
Terminé de pelar
las judías, las coloqué sobre un recipiente para hervirlas al vapor, sobre el
agua con las hebras, tapé la olla y las dejé tres minutos, no más.
El pescadero me
había preparado una sepia bien fea, la cortó en tiras finas y dejó la salsa aparte.
Corté la bolsa de intestinos de la sepia y lo mezclé con el guiso.
Subí un poco el fuego,
la verdura era una compota olorosa y picante. Añadí una cucharada de maicena,
un chorro generoso de vino de Jerez seco y me puse a remover el guiso para que
la salsa engordara.
Pelé las gambas,
chafé sobre un colador las cabezas y las cáscaras para que terminara de
exprimirse bien el jugo.
El agua de hervir
judías me fue bien para que el guiso tuviera caldo. Fuego vivo. Puse las judías
verdes, que eran la excusa de la comida, puse también las almejas (grandes,
carnosas) y las gambas peladas. Tres o cuatro minutos, no mucho más. EL tiempo
justo para que abrieran las conchas y se amalgamaran bien los ingredientes.
El plato iba con
una guarnición de arroz basmati hervido en los restos de agua de las judías,
con una corteza de limón, unos granos de pimienta, otros de cardamomo, laurel y
semillas de comino.
Era un plato
construido a partir de un triste paquete de judías verdes.
El cuadro que
acompaña a las judías verdes es la de un pintor fauvista inglés, un artista que
consolidó su obra en las primeras décadas del siglo XX. Un campo de judías en Letchworth,
aunque me gusta mucho más una imagen cotidiana de una cocina inglesa. El pintor
se llama Spencer Gore, un descubrimiento a explorar, con obra en la Tate
Gallery.
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