martes, 11 de noviembre de 2025

Capítulo CDXXIII.- Apacibles turnulencias

Turbus-Ulentus, agitación abundante. Octubre ha sido un mes turbulento. No sé si ha sido el cambio de hora, las lluvias, el tímido inicio del frio. Todo a la vez o a pesar de todo. Para intentar apaciguar esa desazón leí las entrevistas que hicieron a Byung-Chul Han, el filósofo germano coreano al que dieron uno de los premios Princesa de Asturias este año. Han practica la jardinería como una forma de meditación, para reconectar con la realidad material y la tierra, y para recuperar un tiempo que considera esencial. Su trabajo en el jardín lo aleja del mundo digital y lo acerca a un tiempo más lento y sensorial, permitiéndole experimentar y alabar la belleza intrínseca de la naturaleza y establecer un diálogo silencioso con ella. Puede que, por la misma razón, por la necesidad de reconectar, yo haya intensificado estos últimos días las tareas en la cocina. Nuevas ideas o viejas recetas reconsideradas. En junio de 2018 escribí en este blog una entrada titulada Nunca Llegarás a Nada -https://undiletanteenlacocina.blogspot.com/2018/06/capitulo-cdxlv-nunca-llegaras-nada.html -, un homenaje a Juan Benet. No lo localicé en las desordenadas estanterías de casa, no lo releí, aunque sí que he comido cientos de milanesas parecidas a la que describo en ese capítulo. 7 años después puedo afirmar, de modo casi categórico que he llegado a nada, no sé si de modo definitivo o solo provisionalmente. He rescatado y descartado algunas recetas que considero ingeniosas, al final me he decantado por una de las más contemplativas, con el fin de encontrar cierto equilibrio. Me gustan las recetas contemplativas, aquellas que sólo exigen esperar pacientemente a que los ingredientes vayan encajando, cumpliendo su función. El salmón marinado con remolacha es una de las grandes recetas contemplativas. Para el salmón marinado con remolacha se necesita un salmón preferentemente salvaje. Yo no he conseguido un salmón salvaje, lo que lastra desde el inicio el plato. Lo asumo, aunque creo que un humilde salmón de piscifactoría cumple dignamente su función y permite preparar un salmón marinado sin conducirme a la ruina. Fui a la pescadería en busca de un pescado de poco más de dos quilos, el más graso de los que tenían expuesto. Limpio, eviscerado. Pedí que sacaran los dos lomos completos, sin espinas. La pescadera, algo desganada esa mañana, se dejó olvidadas algunas hileras de espinas, no me preocupó, al llegar a casa localicé las pinzas de cocina y fui extrayendo una a una las púas olvidadas. Para marinar un salmón se necesita sal gorda en abundancia, también azúcar moreno. Utilicé 750 gramos de sal y otros tantos de azúcar. Los mezclé en un gran bol. Extendí una larga capa de papel film sobre la encimera de la cocina, un poco más extensa de lo que ocupaba el lomo completo del salmón. Antes de depositar el pescado sobre la superficie plástica extendí un lecho abundante de la mezcla de sal con azúcar, conviene ser generoso. Coloqué delicadamente el salmón sobre la cama salobre con mimo, para que los cristales no se esparcieran. Empecé mis operaciones en el nublado mediodía de un sábado de octubre. Empezaba la estación fría, pero opté por no encender todavía la calefacción, recordando así una tarde cercana, cuando de regreso de Madrid, todavía bajo los efectos de una de las turbulencias de este otoño, mi mujer me anunció que había venido la inspección del gas y que nos habían cortado el suministro porque habían detectado una ligera fuga en la junta de la llave. Necesitábamos localizar con rapidez a un técnico debidamente habilitado para que nos revisara y reparara la incidencia. Mientras tanto el suministro quedaba cortado. Este tipo de incidencias te llevan a la miseria, primero por la mala conciencia de haber puesto en riesgo a la familia, riesgo de morir intoxicados o incluso de una explosión que nos colocara en la portada de las páginas de sucesos del periódico local. Aunque el escape fuera mínimo y probablemente inocuo, la sensación de mala persona y de descuido queda impresa en el alma. Con la noticia empezaron las carreras por localizar a un técnico habilitado, un profesional más cualificado y perseguido que un ingeniero especializado en dinámica de fluidos que trabajara en la Nasa. Dado que el corte de suministros fue al atardecer, el percance nos dejaba sin gas para cocinar y sin agua caliente. Los chicos habían ido al gimnasio y no recibieron con agrado las duchas de agua fría inevitables en las próximas horas. Somos gente aseada, incapaz de salir de casa sin pasar por la ducha. La situación siendo incómoda, no era fatal. Podíamos preparar la cena y el desayuno con jugando con el horno y el microondas. Mi salmón avanzaba seguro, no necesitaba cocción al fuego. Tendido sobre su cama de sal y azúcar, esperaba al siguiente paso. Rallé sobre su lomo desnudo la piel de una naranja y de un limón, extendí la ralladura por toda la superficie. Tras los cítricos vino la remolacha. Dos remolachas del tamaño del puño de un niño pequeño. Pelé las remolachas, las corté en rodajas de poco menos de un dedo y cada rodaja la sajé en bastones, cada bastón volví a seccionarlo en pequeños cubos de poco más o menos medio centímetro de diámetro. Extendí los trocitos de remolacha a lo largo y ancho del lomo del salmón. Las manos tintadas de color burdeos intenso. El pescado cubierto de brillantes cubitos de un rojo intenso y profundo casi fluorescente. Con el fin de seguir homenajeando a mis turbulencias octubrinas, no sólo no encendí la calefacción, sino que también decidí no encender la luz. El mismo miércoles en el que me cortaron el gas las luces de casa empezaron a dar ligeros destellos, subidas y bajadas de tensión que achacamos a obras del exterior. Llevamos muchos años con cortes habituales pues los técnicos no encuentran la razón de una avería que se reproduce con frecuencia. El parpadeo de las luces era habitual, pero en esta ocasión las fluctuaciones eran más frecuentes, más intensas, incluso en algún instante se interrumpió el suministro. El riesgo de un apagón generalizado estaba allí, junto al corte del suministro de gas. Revisé el cajetín con los interruptores generales, no habían saltado. Pensaba que no era un problema de la vivienda, sino exterior. Poco antes de anochecer marchó la luz y con su marcha se complicaban las opciones de cocinar algo caliente. Rápidamente localizamos velas y cerillas para mitigar la penumbra. Mi sorpresa fue que en la calle las farolas funcionaban. Me asomé tímidamente a la escalera y vi que allí seguía habiendo luz. Pregunté a los vecinos y me dijeron que ellos no tenían problemas eléctricos. De nuevo el pánico, de nuevo la crisis existencial. Soy un negado para solucionar cualquier problema práctico. Sólo me quedaba la esperanza de que el técnico que al día siguiente debía revisar el gas, me solventara también la incidencia eléctrica. Uno de los vecinos me dijo que había tenido un problema igual semanas atrás. Titileos en la intensidad de la luz que preludiaban un apagón. Me dijo que él lo había solucionado bajando al sótano del edificio, allí estaban los fusibles generales. Una vieja instalación de más de cincuenta años de antigüedad que esperaba una reforma general que habían ido aplazando, pese a que los técnicos advertían que tarde o temprano tendríamos que afrontar una obra de cierto calado para modernizar la instalación eléctrica general. Tardé en localizar la llave del sótano, siempre esquiva cuando se la necesita. Vi que nuestro contador eléctrico estaba apagado, mientras que los de los vecinos lucían como si la guerra no fuera con ellos. Desmonté con un destornillador la tapa de cobertura del frontal de fusibles del edificio. Por suerte, una marca de rotulador identificaba el de mi piso. Seguí las instrucciones del vecino y giré ligeramente el fusible que alimentaba el suministro eléctrico de mi casa. Una pieza de cerámica que noté caliente, aunque no ardiendo. Tomé un trapo para hacer la maniobra y empezaron a saltar las chispas, pero, milagrosamente, el contador revivió y desde mi piso los chicos dieron la voz de que la luz había vuelto. Me quedé unos instantes contemplando el frontal de contadores y plomos. De vez en cuando saltaba alguna chispa mínima, pero el suministro parecía garantizado. Subí al piso con el miedo en el cuerpo, tenía buenas razones, no sólo por el riesgo objetivo de que el incidente fuera a mayores y se fundieran los plomos de todo el edificio, sino también porque tendría que buscar urgentemente otro operario que revisara la instalación. Durante unos minutos las luces volvieron a encenderse en el piso. La nevera volvió a enfriar. La noche de ese miércoles las duchas fueron frías, pero pude preparar unas pechugas al horno y ver una serie en televisión, aunque la luz seguía con destellos. Mi salmón, en la penumbra fría de la cocina seguía con su proceso de marinado. Piqué unas ramas de eneldo fresco, hojas finas, olorosas. También piqué romero y tomillo fresco. Coloqué una segunda cama verde sobre la cama bermellona de remolacha. Espolvoreé también pimienta negra, unas semillas de otras pimientas exóticas y dos o tres cucharadas generosas de una sal ahumada que conservo desde tiempo inmemorial. Retomé el recuerdo de mis turbulencias. El jueves por la mañana se fue la luz, tuve que bajar otra vez al sótano a repetir la operación. No había todavía gas, pudimos ducharnos con las luces titilantes, pero al encender el microondas la corriente volvió a cesar. En la caja de fusibles seguían los chispazos esporádicos y con ellos los riesgos mayores. A partir de las ocho de la mañana mi única tarea era esperar a que llegara el técnico del gas y localizar a un electricista de urgencia que pudiera solventar la otra incidencia. En el ínterin de gestiones recibía llamadas de mis otras turbulencias. Seguía con la sensación de ser un miserable, un descuidado, pero como el optimismo no me abandona, no nos abandona, habíamos invitado a unos amigos a cenar el viernes. Cena mexicana, concurso de tacos. Esperábamos que ese jueves se solventaran todos los problemas y, con ese espíritu, salí de comprar para llenar la nevera. El jueves a última hora de la mañana se solucionó el problema del gas. Vino una brigadilla de técnicos que me hizo rellenar un sinfín de boletines y, en unos minutos, se restableció el suministro de gas. No fue barato, dejaron la cocina como una carretera en obras. Se asomaron a ver la instalación eléctrica y me dijeron que ya me llamarían, pero que andaban muy liados. La casa seguía en penumbra. Convenía no abrir el refrigerador para que no se malograran los alimentos almacenados. Como contaba con gas, podía cocinar. Preparé la comida y avancé algunos pasos de la cena. Contábamos con 10 comensales. De vez en cuando, en mi desesperación umbría, bajaba al sótano para revisar el estado de los fusibles y daba un ligero toque al de mi piso para conta con suministro eléctrico durante algunos minutos. Pude ducharme con agua caliente, aunque con el aclarado marchó de nuevo la luz. Mis hijos se ducharon con agua fría, no tuvieron tanta suerte. Por fin, un electricista escuchó mis súplicas y me anunció que vendría el viernes a primera hora de la tarde. Jugábamos al límite. Barajamos si suspender la cena o si pedir que alguno de nuestros invitados nos prestara su cocina y su salón. Teníamos muy avanzados los guisos y nos hacía mucha ilusión compartir con amigos la noche de los muertos para recordar así el viaje a México del último verano. Fruto de nuestro optimismo insensato, mantuvimos los planes. El viernes vino el electricista. Revisó la instalación, cambió los fusibles, pero advirtió que aquello no tenía buena pinta, no se responsabilizaba de nada. Nos sugirió que llamáramos a un técnico habilitado y afrontáramos una reforma de mayor calado. No fue especialmente caro, pero sí inútil. La luz regresó durante poco más de una hora, siguieron los destellos. A duras penas pude terminar mi parte de guiso, pusimos la mesa y preparamos sobre un arcón unos adornos votivos para celebrar a la mexicana el día de los muertos. No sé de donde sacó mi mujer una fotografía de mi bisabuelo Benjamín, a quien no había llegado a conocer. Allí estaba con su traje oscuro y su bigotillo de probo funcionario de hacienda. La luz marchó definitivamente a las ocho de la tarde. Con la mesa puesta. Volvimos a pensar en cancelar la cena, pero arrastrados por la inconsciencia mantuvimos la convocatoria. El salón lleno de velas. Los vecinos nos dejaron unas linternas muy potentes, cortesía del apagón general de hacía unos meses. Como teníamos gas, pudimos calentar los platos. Una comida mexicana a base de tacos de todo tipo (yo hice los de pollo en pepitoria, mi amigo unos de chicharrón y otros que se conocían como los tacos de villamelón). Preparé, además, unos tomates escalados con pesto de pistachos. Otros invitados trajeron quesos, chocolates y tequila, mucho tequila. Antes de empezar a cenar ya habían corrido varias rondas de tequila con un zumo de tomate picante (carnitas). En un momento de consciencia, puse el freno de mano y decidí no tomar mucho alcohol, sólo me faltaba en medio del caos una borrachera y su consiguiente resaca. Con esos mimbres en la memoria, seguí con el ritual de mi salmón marinado. Quedaba terminar de sepultarlo en la mezcla de azúcar moreno y sal. Tenía que colocarlo con cuidado para que no se esparciera la remolacha y las especias. Debía quedar bien cubierto antes de sellar el preparado con varias capas de film para embalsamar el pescado, colocarlo sobre una superficie plana, encontrarle sitio en la nevera depositar encima del preparado el peso suficiente para que se salara bien y no se desencajara el lomo. Coloqué unos bricks de leche para que presionaran bien. La cocinera que preparó esta receta aseguraba que eran necesarias 48 horas de reposo. Dos días en los que el salmón debe supurar sus líquidos, irse aromatizando y salando la carne hasta conseguir esa textura melosa y firme del salmón marinado. 48 horas de contemplación en los que mi única tarea era abrir la nevera y pasar un paño para quitar las manchas rojizas del proceso de maceración. Volví a mis turbulencias A la cena en penumbra, al tequila y a los tacos. Fue una cena especial, me reconcilió con el día de muertos. Comimos, brindamos, reímos. Uno de mis amigos preparó unas calaveritas, unas poesías muy sencillas para celebrar a Caterina y su visita al mundo de los vivos. Aquella noche uno de mis hijos salió de fiesta, se olvidó las llaves y a las cuatro y media de la mañana tuve que levantarme a abrirle, para que dejara de aporrear la puerta de casa. Ya no reenganchamos el sueño, él durmió como un vendito hasta el mediodía. Este amigo nos dio el teléfono del portero de su casa, un manitas con años de experiencia que se comprometió a revisar la instalación eléctrica a la mañana siguiente. El sábado, con el salón y la cocina maltrechos por la noche anterior, llegó el electricista, un señor extremadamente amable y servicial que, al ver la instalación del sótano, resopló. Nos pidió que avisáramos a los vecinos para poder cortar la luz de todo el edificio. Poco a poco fue haciéndose con la situación. Fue sacando las herramientas, quitando y poniendo piezas, puliendo algunos elementos, atornillando otros. No paró de resoplar y de advertirme que aquella era una reparación de urgencia, pero que convenía que viniera alguien habilitado para cambiar toda la instalación. A última hora de la mañana regresó la luz a casa, ya sin destellos. Agradecimos a mi amigo y a su portero la gentileza de habernos sacado de las pequeñas miserias de la vida cotidiana. De no habernos empeñado en celebrar la cena no hubiéramos conseguido el teléfono de aquel hombre y hubiéramos estado sin luz todo el fin de semana. Siguieron los días de octubre y con ellos alguna turbulencia más. Pero al menos podíamos ducharnos con agua caliente y cocinar. Los titileos habían desparecido. Pasaron también las 48 horas de vigilia del salmón. Lo saqué de su sarcófago, limpié bien los restos de sal y de aderezos. Puse el lomo bajo un chorro generoso de agua fría. El salmón lucía hermoso, de colores definidos, como un cuadro de Klee. El domingo pasado lo tomamos de aperitivo. Preparé unas rodajas de pan negro, de centeno, otras de pan rustico en rebanadas. Mantequilla al punto, para untar sin problema, un poco de mayonesa de wasabi, pepinillos y alcaparras cortados muy finos, dos huevos duros picados, unas volutas de salsas picantes que sobraron de la cena mexicana. Todo colocado sobre planchas de pizarra negra para que los colores contrastaran y lucieran. El salmón estaba espectacular (sigue estándolo porque queda otro medio lomo en la nevera). Las turbulencias no han terminado, pero vamos gestionándolas como podemos. En el caos de octubre, un día de lluvias torrenciales en las que saltaron todas las alarmas de la ciudad, me brindé a hacer de taxista a la familia. Encendí la radio y escuché una entrevista de un astrofísico, Antonio Ayuso, presentaba un libro titulado Una Apacible Turbulencia. Esa misma mañana fui a comprarlo. Ayuso desgranó algunas historias que me encantaron, como la del científico premiado con un nobel al que le propusieron que durante 10 minutos dirigiera la sonda Hubble al punto del universo que más le interesaran. Aquel hombre, en principio uno de los mayores sabios del mundo, decidió enfocar el telescopio hacia el punto más oscuro del universo, hacia la aparente nada. El telescopio estuvo diez minutos pendiente de esa nada absolutamente negra, en vez de sondar estrellas, planetas o constelaciones. Agotó su tiempo, se dirigió a una pizarra y empezó a desplegar fórmulas matemáticas inescrutables que demostraban que aquel punto en apariencia vacío contenía miles de galaxias sin explorar, millones de planetas que podrían albergar vidas alternativas. Con ese espíritu de sondear la aparente nada, con la cocina como alternativa a la jardinería, habrá que enfrentarse a las turbulencias para que sean lo más apacibles posibles. Como imagen de esta entrada, como agradecimiento a los amigos que nos acompañaron esa noche de penumbra y tequila, un cuadro de Diego Rivera donde aparece Caterina en todo su esplendor. El cuadro tendréis que verlo en el Instagram de #undiletanteenlacocina.

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