5. LAS ANGUSTIAS DE ROVIROSA.
Me acosté con la firme
convicción de renunciar a la defensa de los intereses de Jéssica y con la misma
convicción me levanté a la mañana siguiente, hasta el punto de telefonearla a
las nueve de la mañana para comunicarle mi abandono; como era previsible no
cogió el teléfono, hay categorías de mujeres que no están operativas a las
nueve de la mañana y Jéssica indudablemente pertenecía a ese tipo de mujeres.
No me atreví a formalizar mi decisión pero serio y circunspecto le dejé un
mensaje en la que le decía que teníamos que vernos urgentemente. A los pocos
segundos de haber terminado de hablar con su contestador sonó el teléfono, por
un instante pensé que era ella, que había recapacitado y me pediría disculpas.
No era ella quien me llamaba
sino Rovirosa, el editor de Montes, seguía tan alterado como le había conocido
días atrás, me preguntó si yo era el abogado de Montes, le dije que hasta donde
yo sabía Montes no tenía abogado o, si lo tenía, no había dado señales de vida;
le aseguré que yo defendía únicamente los intereses de Jéssica Palomeque por lo
que difícilmente podría ayudarle. Insistió en que nos viéramos de inmediato,
parecía que le iba la vida en ello. Me convocó en su despacho y me dio el
margen de una hora para que pudiera ducharme y desayunar. Tenía la oficina en
el paseo de Gracia, allí nos veríamos sobre las diez y media.
Me duché y estiré como pude
el traje recién comprado, la verdad es que la experiencia del tren de Sitges de
la tarde anterior había dejado el terno como un guiñapo; lo dejé colgado de una
percha mientras me duchaba para ver si el vapor eliminaba alguna de las arrugas,
quedó correoso por la humedad, lo cierto es que mi otro traje no tenía mucha
mejor presencia. A los gastos ya acumulados habría de incluir los de una
urgente tintorería.
No tenía costumbre de coger
taxis, ni costumbre ni economía que soportara tales dispendios, pero se me
hacía tarde; no era sencillo atravesar Barcelona a esas horas de la mañana,
todavía circulaban alguno autobuses escolares y la ciudad, medio en obras, era
intransitable. Pese al gasto extraordinario de locomoción llegué cinco minutos
tarde a la cita, cinco minutos a los que añadí diez minutos más para tomarme un
café que me ayudara a terminarme de despejar. Llamé otra vez, sin éxito, a
Jéssica, no me atreví a dejar un nuevo mensaje.
Pasé por la recepción de la
editorial, allí una hermosa azafata me atendió y me acompañó al ascensor,
cuando uno se encuentra con una mujer tan hermosa como aquella es difícil llamarla
portera y lo de recepcionista tampoco terminaba de encajar con sus zapatos de
tacón en punta y su estrecha falda de tubo con una acertada hendidura por la
parte de atrás. Los tacones, la moqueta y el tubo de la falda apenas la dejaban
caminar, lo hacía como si fuera una geisha. Entramos juntos en el ascensor,
activó con una tarjeta magnética los botones que indicaban las distintas
plantas, pulsó la última de ellas y salió de inmediato asegurándome que una
asistente del Sr. Rovirosa me aguardaba en la antesala del despacho.
La asistente que me aguardaba
arriba era un clon de la que me había atendido en la planta inferior, los
mismos tacones, la misma blusa transparentosa, la misma falda de tubo y la
misma fría amabilidad. Golpeó ligeramente con los nudillos una solariega puerta
de roble y, sin esperar respuesta, me hizo pasar. Rovirosa hablaba por
teléfono, me hizo un gesto para que me acomodara en uno de los butacones de
cuero. Desde el ventanal del despacho se veía el Paseo de Gracia, parte de la
Diagonal y las terrazas de los edificios más emblemáticos del ensanche. En las
paredes había fotografías de Rovirosa con los principales escritores españoles
e hispanoamericanos de los últimos 50 años, alguno de ellos era tan famoso que
incluso yo los conocía aunque llevara décadas sin leer otra cosa que no fuera
la prensa. También había un cuadro de Wren, supongo que Rovirosa, al igual que
Montes, había sucumbido a los encantos del acuarelista norteamericano.
Esperé unos minutos hasta que
terminó la conversación, hablaba de la posibilidad de publicar unos cuentos de
un francés de nombre impronunciable, yo me sonreí porque apellido que barajaba
sonaba algo así como Huelemalk, o puede que Huelebien, en toco caso una palabra
divertida, impropia de un autor consagrado.
Colgó el teléfono y se puso
en pie para darme la mano, completamente sudada, y para dirigirme hacia una ala
del despacho en la que había unos cómodos sofás y una mesa baja de marmol,
llamó a una secretaria para que nos trajeran café y varios botellines de agua.
Arnau Rovirosa había sido sin
duda un hombre apuesto, un ejecutivo triunfador, pero en aquel momento, con
sesenta años ya cumplidos, parecía un hombre angustiado, sudoroso, de aspecto
algo descuidado, la cara fofa y la mirada perdida, una caricatura del galán que
aparecía en todas la fotos que decoraban la estancia.
Tras un intercambio inicial de
frases de cortesía me planteó su principal problema con relación a Montes,
seguro que tenía otros cientos de problemas que le angustiaban menos. Por lo
que me comentó Montes era un sableador profesional, se había pasado los últimos
meses pidiéndole anticipos a cuenta de un libro definitivo que estaba
escribiendo sobre la cocina catalana; por lo visto el entorno de amigos de
Montes sabía que su situación económica no era muy boyante y todos ellos habían
recibido de una u otra manera requerimientos de dinero. Era habitual que Montes
pidiera dinero a sus amigos, normalmente pequeñas cantidades que resarcía
rápidamente en forma de artículos o de pequeños favores comerciales, tenía por
norma no devolver nunca el dinero pero sí hacer una reseña favorable de un
restaurante si su chef le había prestado alguna cantidad, o hablar bien de un
vino si le debía dinero al bodeguero; para Rovirosa había escrito algunos
prólogos y asistido a presentaciones de algunos libros cuenta de cantidades
entregadas, y siempre recomendaba con interés cualquier publicación que tuviera
el sello de Rovirosa Ediciones. Sin embargo en los últimos tiempos las
peticiones de dinero se habían incrementado, Montes imputaba a Jessica esos
dispendios, aseguraba que era una mujer caprichosa que en todo momento exigía
atenciones especiales. Rovirosa había decidido dejarle de prestar dinero, en su
lugar le entregó varios pagarés que sólo se harían efectivos a medida que
Montes le entregara los capítulos del anunciado libro; cinco pagarés que
alcanzaban la suma total de 50.000 euros a cuenta que la publicación de una
obra llamada a ser un hito en la historia de los fogones de Cataluña.
La sorpresa de Rovirosa vino
cuando descubrió que Montes, sin duda acuciado por la necesidad de efectivo,
había negociado esos pagarés y se los había endosado a un prestamista; por lo
visto el prestamista había adelantado una cantidad importante de dinero a
cuenta de los pagarés y ahora los tenía en su poder.
Yo, en mi papel de abogado y
pensando que Rovirosa requería mis servicios, me ofrecí para llevarle las
posibles reclamaciones; él me aseguró que las reclamaciones que hasta el
momento le habían hecho no eran judiciales, que le habían advertido que si en
48 horas no hacía efectivos los pagarés le iban a partir las rodillas, de hecho
la última llamada que recibió fue de un
sicario con un marcado acento del este. Poco podría hacer yo como
guarda-espaldas de Rovirosa, tampoco contaba con amistades en el submundo de
los usureros.
Rovirosa, dispuesto a
sincerarse, me comentó que su editorial tampoco pasaba por un período boyante,
de hecho él se había desprendido de la mayor parte de las acciones de su propia
compañía, que se las había vendido a un potente grupo inversor sueco y que
únicamente ostentaba la posición de presidente no ejecutivo de la editorial,
sólo ponía su sonrisa para salir en alguna foto, su agenda para conseguir algún
favor y poco más; por lo tanto los cincuenta mil euros habría de pagarlos de su
bolsillo. Aquello siendo un problema no era sin embargo su mayor preocupación,
su angustia veía por el riesgo de que Montes, hombre de pocos escrúpulos, no
hubiera vendido finalmente el libro a cualquier editorial competidora. Rovirosa
conocía bien a Montes y sabía de lo que era capaz por dinero.
En aquel pasaje de sus
confidencias sonó mi móvil, número oculto, normalmente no me gusta interrumpir
una reunión por una llamada pero la posibilidad de que fuera Jessica la que
hubiera tenido a bien contactar conmigo me hizo ser descortés con mi anfitrión.
No era Jessica sino el
inspector Caballero, me anunciaba que habían dado traslado de las diligencias a
la juez de instrucción y que ésta había ordenado alzar el precinto del
domicilio de Montes. Me indicaba que estaban a disposición de “la viuda”
algunos objetos personales que había recogido en el domicilio, la
correspondencia de los últimos días y un juego de llaves. Por lo visto no
habían podido localizar a la señora de Montes y por eso contactaban conmigo.
En circunstancias normales
cuando un abogado recibe una llamada como la que yo había recibido lo que debía
hacer era contactar con su cliente y ponerla inmediatamente al tanto de la
información. Ni mis circunstancias eran las normales, ni yo me tenía por un
abogado éticamente pulcro, mi cliente tampoco lo era; por lo tanto no dudé en
comentarle a Rovirosa el contenido de la llamada y ofrecerle mis servicios para
poder indagar si entre los objetos personales de Montes o en su domicilio
pudiera estar oculto el dichoso manuscrito.
Rovirosa, atenazado sin duda
por la angustia, no dudó en contratar mis servicios en aquel mismo instante y,
para fidelizarme, sacó un talonario en el que extendió a mi nombre un cheque
por la suma de tres mil euros que podrían hacerse efectivos esa misma mañana,
la única condición que ponía Rovirosa es poder acceder a las pertenencias y
domicilio de Montes antes incluso que la propia Jessica; no se fiaba en
absoluto de Jéssica y no dudaba de que si caía en sus manos aquel libro
excepcional lo pudiera malbaratar.
Dudé unos instantes ya que
una cosa era tener dos clientes entre los que pudiera haber un conflicto de
intereses y otra, muy distinta y grave, la de traicionar a mi cliente inicial.
Finalmente acepté el talón y la encomienda convencido de que Jessica hubiera
actuado igual en idéntico trance, además yo ya había decidido renunciar a la
defensa de Jessica y sólo me quedaba hacer efectiva esa renuncia. Los tres mil
euros mejoraban mi margen de operaciones.
Antes de despedirme
convinimos en vernos a las cinco de la tarde en una cafetería cercana a la
comisaría de los Mossos de Escuadra, yo habría recogido ya los objetos
personales de Montes y podríamos ir juntos al domicilio del fallecido. Disponía
de unas horas para cobrar el cheque, localizar a Jess, resolver nuestra
relación profesional y empezar a asistir legalmente a mi nuevo cliente.
De regreso al exterior
contacté de nuevo con las asistentes de Rovirosa, mi nueva relación profesional
me hizo concebir la esperanza de que regresaría en más ocasiones a aquellas
oficinas y quién sabe si no terminaría siendo el abogado de aquella editorial,
no tenía que hacer otra cosa que encontrar el libro dichoso y entregárselo a
Rovirosa.
Ya en la calle llamé
nuevamente al móvil de Jess, la voz metálica de una operadora me dijo que el
número marcado no coincidía con ningún teléfono de la compañía; repetí la
operación varias veces, comprobé que los números marcados eran los correctos;
el mensaje era siempre el mismo, aquel abonado se había dado de baja. Jéssica
había aprovechado aquel rato para cancelar el número de teléfono.
Fui a cobrar el talón a una
oficina bancaria cercana y, con el dinero en el bolsillo, paré un taxi para que
me llevara al apartamento de Jessica; lo de tener cierto desahogo monetario me
estaba convirtiendo en un usuario habitual del taxi, sabía que si seguía
abusando del gasto tarde o temprano me iba a arrepentir pero en mi nuevo
estatus de abogado de un editor sentía ciertas premuras.
El portero del edificio en el
que vivía Jess – aquél sí que era un portero tradicional, vestido con una bata
azul oscura y pantalón gris raído -, me comunicó que la señorita de Montes
había dejado el apartamento aquella misma mañana, que se había marchado con
varias maletas y que le había entregado las llaves en un sobre, asegurándole
que no volvería por allí. EL portero le ayudó a dejar las maletas sobre la
acera, avisó un taxi y vio como Jessica abandonaba ese barrio hacia un destino
desconocido, aunque el portero no descartaba que hubiera salido de viaje, sólo
así se entendía todo aquel despliegue de maletas y de prisas.
El errático comportamiento de
Jessica aplacó mi mala conciencia, cada vez veía menos reproches en mi actuar
de aquella mañana. Consideraba evidente que Jessica había dado por tácitamente
resuelta nuestra relación profesional, sólo así se justificaba que no me hubiera
comunicado su partida, que hubiera cancelado la línea de móvil y que no me
hubiera dado ninguna instrucción. ¿Qué podría hacer yo ahora si aparecía el
dichoso testamento ológrafo redactado por Montes en el postcoitum?¿Seguía
teniendo interés Jessica en aquel documento una vez se había enterado de que el
patrimonio de Montes estaba infectado de deudas?
Entre idas, venidas y otras
cuitas había llegado la hora de comer. Mi madre me llamó para ver si me
acercaba a su casa para almorzar con ella y acompañarla a hacer unos recados,
escabullí el bulto como pude, no me apetecía gran cosa que me interrogara a
cerca del asunto Montes, ni que me pidiera detalles de mis trabajos para la
hija de su amiga. Mi madre protestó, se quejó de que llevara varios días sin llamarla
y sin ir a verla, mi recriminó que no hubiera sido nada cariñoso con ella y con
su amiga el día del funeral. Le aseguré que tenía muchos trabajos y muchas
complicaciones, que el asunto Montes era extremadamente complejo y que la
familia había depositado en mi toda su confianza para gestionar multitud de
cuestiones legales, era mi oportunidad de convertirme en un abogado de
referencia en la ciudad. Tan serio me puse que mi madre no tuvo otro remedio
que pedirme sinceras disculpas y ofrecerse para ayudarme en todo lo que fuera
preciso.
Hubiera podido ir a comer a
cualquier restaurante de la ciudad, seguía disponiendo de dinero, tanto el que
me había entregado Rovirosa como el que me pagó Jéssica, pensaba que con una
huida tan precipitada su última preocupación sería que saldáramos cuentas.
Aquella nueva perspectiva del dinero no me impidió decidir ir a comer a la
Santina y evitar coger un nuevo taxi. La ventaja de la Santina es que fuera la hora
que fuera me prepararían un plato caliente, estaba cerca de casa y si el
mediodía se daba bien incluso podría descabezar una siesta antes de ir a la
comisaría a encontrarme de nuevo con Caballero, a quien no debía anunciar la
fuga de mi antigua cliente, y con Rovirosa, a quien tampoco convenía tener
demasiado informado, bastante agobiado se le veía como para incrementar sus
tensiones con especulaciones acerca de la desaparición de la novia de su amigo.
Rovirosa, al igual que
Jessica, tampoco parecía especialmente preocupado porque alguien averiguara la
identidad del asesino de Montes, o ambos
tenían mucha confianza en la policía, o ambos tenían algo que ocultar, o simplemente
Montes había sido un sujeto tan mezquino y deleznable que les daba
completamente igual identificar al autor material de aquella muerte tan atroz.
Caminé durante media hora
para intentar ordenar algunas ideas, intentado identificar los sitios en los
que Montes habría podido guardar el manuscrito de su nuevo libro, si es que
existía tal ejemplar; intenté recordar la distribución de las estancias de la
casa, el despacho de Montes y las decenas de carpetas, recortes y libretas que
habían quedado desparramados por el suelo; no fui capaz de identificar si en la
casa había algún ordenador en el que pudiera estar encriptado el original;
confiaba en el inspector Caballero, seguro que el habría sistematizado las
piezas de convicción y me entregaría en mano un pen drive lleno de documentos
originales de Montes dispuestos a ver la luz y la gloria, eso evitaría que
tuviera que allanar de nuevo la morada del fallecido y de tener que cargar con
Rovirosa toda aquella tarde.
En la Santina los habituales
estaban tomando ya los cafés y empezando a repartir las cartas para la partida
de sobremesa. Covadonga me miró con cierto desprecio a la vez que me anunciaba
que había albóndigas con sepia, un plato habitual de la casa aunque fuera de la
cocina tradicional catalana; le molestaba tener que dejar de fregar el suelo de
la sala de comidas y tener que pedir que se encendieran de nuevo los fogones, a
esa hora le gustaba acomodarse en la barra y servir los carajillos y las copas
de coñac mientras veía el serial de la sobremesa.
El guiso estaba estupendo y,
para congraciarme con la patrona, así se lo dije, pidiéndole, si era posible,
repetir. Sabía que si alagaba su mano en la cocina a lo mejor conseguía que
esbozara una sonrisa y que perdonara mi impuntualidad. Aquel segundo plato de albóndigas
me supo incluso mejor, tanto que le pedí la receta. “Ahora que te juntas con
gente postinera te interesa la cocina”, me dijo con malicia; le pregunté que
como sabía que yo tenía ahora como clientes a gente de posibles, guardó
silencio pero me lanzó a la mesa el diario en el que aparecía una foto del
funeral de Montes en la que aparecía yo tras Jessica, enfundado en mi traje oscuro.
Se sentó en la mesa conmigo,
algo inusual, pensé que empezaría a preguntarme a cerca de mi clienta y de mis
nuevas relaciones. Nada más alejado a su intención. Me miró con picardía y me
dijo: “Toma nota”. Paró en seco. “Aunque a ver si aprendes a cocinar y pierdo
un cliente”. La cogí de las manos y le aseguré que los tipos como yo nunca
dejamos tirada a una dama, que la Santina era mi segunda casa.
“Toma nota, zalamero”, me
dijo. Empezó a enumerar los ingredientes necesarios para hacer una sipia amb mondonguilles
de verdad:
Para la masa de las albóndigas:
Medio quilo de carne picada –
ella usaba una mezcla con 3 partes de carne de lomo de cerdo y dos de babilla
de ternera, con un trozo de jamón serrano también picado para darle un toque de
sabor.
1 huevo
1 diente de ajo picado
3 cucharadas de pan rallado
2 cucharadas de leche
1 pellizco de sal y de
pimienta.
Aunque era precisa en las
medidas me aseguró que ella había terminado por poner los ingredientes casi a
ojo.
Para para la picada se
necesitaba
Una onza de chocolate negro
1 diente de ajo pequeño
10 avellanas o almendras
1 cucharadita de perejil
picado (fresco o seco)
½ cucharadita de canela
molida.
Unas hebras de azafrán.
Además la receta necesitaba
que se tuvieran presentes 2 Sepias
medianas, aceite de oliva, harina para rebozar las albóndigas y 100 gramos de
guisantes – ella utilizaba unos congelados que compraba en la Sirena y que eran
mejores que los frescos - una cebolla mediana, dos tomates pequeños y maduros, ½
vaso de vino blanco y un poco de caldo, era indistinto que fuera de pescado o
de carne ya que como era un plato de los de mar y montaña casaba bien cualquier
tipo de caldo.
Había que preparar por un
lado las albóndigas y por otro el guiso de sepia. Ella decía que era mejor
empezar a cocinar las sepias cortándolas a tiras y ponerlas en una sartén amplia
con un chorrito de aceite. Hay que dejar que se evapore un poco el agua,
echarle sal y pimienta y dejar que las tiras de sepia cojan algo de color. Se
reserva la sartén con la sepia y el jugo que destilen.
En un recipiente amplio
mezclamos todos los ingredientes para la masa de las albóndigas. Se van
formando las bolas, a poder ser pequeñas, se rebozan con la harina y se doran
ligeramente en una sartén o cacerola con un chorro generoso de aceite a fuego
medio para que se doren. Se reservan también Reservar.
En el aceite en el que se han
dorado las albóndigas se rehogan durante unos minutos los guisantes, no hay
necesidad de descongelarlos previamente.
Se pela y se corta fina la
cebolla y añadirla a una cazuela limpia, con un poco de aceite. A continuación
se añaden los tomates rallados y se fríen junto con la cebolla durante unos 6-7
minutos a fuego medio. Seguidamente añadía el vino blanco dejándolo rehogar
unos minutos antes de añadir el caldo y dejar todo hirviendo mientras preparaba
la picada.
Para la picada ponía en el
mortero majamos todos los ingredientes de la picada, añadiendo un poco de
líquido de la cazuela para que trabe bien. Hecha la picada se añade a la
cazuela que está hirviendo amorosamente – palabra de Covadonga -. Tiene que
hervir todo unos 10 minutos antes de añadir por fin las albóndigas, la sepia y
los guisantes. 10 minutos más para que se integren los sabores y ya puede ir el
plato a la mesa.
Ayer comimos aquí albóndigas y nada que ver con las tuyas, voy a tener que decir a la cocinera que lea tu blog. Bueno, la novelilla se va poniendo intrigante, pero menuda panda de personajes, me entretuvo mucho pero ya era muy tarde y el sueño me podía. El cuadro muy alegre y bonito. Jubi
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