6. DESLICES DOMÉSTICOS DE
DESIDERIA.
Prolongué la sobremesa en la
Santina hasta media tarde. El inspector Caballero me esperaba en la comisaría,
le mandé un mensaje indicándole la hora a la que me pasaría por allí, después
quedé cité a Rovirosa media hora más tarde en el hall del NH Constanza, que
estaba al costado de la comisaría.
Caballero no me hizo esperar
mucho, hizo que me acompañaran a su despacho y allí me recibió con cierta cordialidad,
incluso me invitó a tomar un café de la máquina. Me preguntó por Jéssica, le
informé que tenía otras ocupaciones aquella tarde y que había delegado en mi
todas las gestiones, no le extrañó; me preguntó también si asistiría a Jéssica
cuando fuera a declarar ante la juez – por lo visto el asunto le había tocado
por reparto a una juez joven, muy puntillosa -, le dije que no había recibido
instrucciones en contra, dato cierto dado que Jess había cortado cualquier vía
de comunicación con su abogado. Le pregunté si podría acceder a las actuaciones
policiales y me comentó que prefería que esos trámites los realizara ya en el
juzgado, creían que no había razones para decretar el secreto del sumario, pero
entendía que debía ser la jueza quien examinara las actuaciones policiales y
decidiera los pasos que debía a dar para encauzar la investigación; ellos
tenían algunas líneas de investigación – las «obvias», intentó tranquilizarme –
y pensaba que la juez no tardaría mucho en iniciar las declaraciones, de hecho
tenía programada una entrevista con ella a la mañana siguiente.
No le pude sacar muchos datos
y poco menos conclusiones, me intrigaba saber a qué hora habían descubierto el cadáver,
Caballero me dijo que el servicio doméstico llamó a la policía sobre las nueve
y media de la mañana del lunes y que en 10 minutos había ya una unidad de lo
Mossos, otra de la policía local y una ambulancia que, finalmente, resultó innecesaria.
La jueza instructora llegó a eso de las 10 de la mañana con el forense y el
resto de la comisión, tomaron unas fotos y dio instrucciones de que el cuerpo
fuera trasladado al depósito. En la casa sólo estaba una persona de servicio,
Desideria, que fue la que se encontró el cadáver y la casa revuelta; casi de
pasada Caballero se sorprendió de la fría reacción de la criada, que intentó
seguir con sus tareas domésticas pese a que el secretario judicial le advirtió
en varias ocasiones que no se podía tocar ningún objeto.
Terminamos el café y
Caballero sacó del cajón una bolsa de plástico transparente, cerrada con un
precinto adhesivo, en el interior se veía un grueso manojo de llaves, la
abultada cartera de Montes, un reloj de pulsera, tres anillos, uno de ellos con
una pieza de obsidiana y un escudo de armas, varias cadenas de oro, algo de
correo comercial y bancario que había quedado en el buzón, notas sueltas, un
cuadernillo con apuntes y las tarjetas de varios restaurantes. Antes de
permitirme tocar la bolsa me hizo firmar un recibí en el que se detallaban los
objetos entregados; a partir de ese momento como representante de la familia
del finado me comprometía a entregar de inmediato todos esos objetos personales.
Rovirosa me esperaba inquieto
a la entrada del hotel, le hice ver que el hall no era lugar apropiado para
desprecintar la bolsa. Nos dirigimos hacia la cafetería que había junto a la
recepción, antes de tomar asiento Rovirosa ya había pedido un whisky doble con
mucho hielo, no le quité mano y no dejé que bebiera solo, pedí otro para mí.
Ante su atenta mirada abrí la bolsa, se desperdigaron sobre la mesa los objetos
personales de Montes, parecían los abalorios de un viejo tratante de ganado.
Revisó nervioso las notas y el cuadernillo, en seguida los lanzó sobre la mesa.
Buscó con la mirada el manojo de llaves, parecía que era su última esperanza.
Se tomó el whisky de un solo trago y dejó sobre la mesa un billete de 20 euros,
yo apenas pude darle un sorbo al mío, no tenía las urgencias que justificaran
un golpe de alcohol tan seco y repentino en mis venas.
Mi nuevo cliente era de
bolsillo menos perezoso que Jess, pagó la consumición y también el taxi que nos
llevaba a casa de Montes, se pasó el trayecto, no muy largo, revisando los
mensajes de su teléfono, en un silencio tenso que sólo se rompía cuando el taxista
blasfemaba al llegar a los cruces, parecía que la blasfemia le franqueara el
paso y le permitiera cruzar sin mirar. Intenté tranquilizarle asegurándole que
en la casa encontraríamos el ansiado manuscrito.
Anochecía, costó convencer a
Rovirosa de que esperara al ascensor. Pese al frio de febrero sudaba como si se
encontrara en el trópico, fue inevitable imaginar cómo hubiera afrontado ese
trance Jess, seguramente con mucho más encanto. Añoraba su ligereza y su frivolidad.
Fue girar la llave y sentir
que las cosas no irían bien, una sola vuelta y accedimos a al recibidor, había
luz en la casa y en pocos segundos Desideria llegó a la puerta, sorprendida por
nuestra presencia; Rovirosa dio un paso atrás y me dejó en primera línea de
fuego. Nos miramos durante unos instantes a los ojos, luego yo bajé la mirada,
ella ganaba, yo empecé a balbucear: «La señora me ha autorizado a traer los
objetos personales del señor». «¿La señora?». Preguntó. Marcó un silencio
eterno que apuntaló mirándome nuevamente a los ojos. «Doña Jesica». Nuevo
silencio antes de que articulara un sonido gutural. «Ah». Un sonido seco,
acompañado de un nuevo silencio. «Hagan lo que tengan que hacer, como si
estuvieran en su casa». Se dio media vuelta y regresó a sus quehaceres. Dándome
la espalda comentó «yo estoy intentando poner un poco de orden».
Rovirosa pensó que estaba más
seguro ya que dio un nuevo paso al frente y se adentró en las habitaciones,
parecía conocer bien la casa. Entró en el despacho y abrió los cajones en busca
de algún legajo, no le dolieron prendas al coger algunos pendrives, le recordé
que cuando los hubiera revisado debía reintegrármelos. No le hacía mucha falta
mi presencia, así que decidí seguir con mis pesquisas con la casa y fui hacia
el dormitorio de Montes, el último lugar en el que Jess y Rafael estuvieron
juntos.
Desideria trajinaba por el
salón, yo iba por el largo pasillo hacia las alcobas cuando, a la altura de la
puerta de la cocina oí la musiquilla de un teléfono móvil, era de tono muy
bajo. Sobre la encimera de la cocina había un teléfono, supongo que de
Desideria, mi primera intención fue avisarla de la llamada pero fue mayor mi
curiosidad, me acerqué hacia la pantalla y vi el nombre de doña Helena, grabado
en letras mayúsculas y azules. El teléfono dejó de sonar pero la pantalla quedó
iluminada con la indicación del remitente. Le di un ligero toque a la puerta de
la cocina, para no ser sorprendido con las manos en la masa, y comprobé las
llamadas registrada en la memoria, había una larga sucesión de comunicaciones
entre Desideria y doña Helena, en el listado constaba que Desideria había
llamado a la viuda a las ocho y media de la mañana en la que se descubrió el cadáver.
Ninguno de mis clientes me
había encomendado que investigara sobre el crimen, tanto Jess como Rovirosa
parecían más empeñados en que buscara documentos que en averiguar la verdad,
puede que la verdad no les preocupara. Sin embargo a mí se me amontonaban los
indicios, a mi lista de sospechosos se incorporaban Desideria y Doña Helena, la
primera hermética, la segunda lenguaraz.
Seguramente la memoria de aquel
teléfono me habría dado alguna otra sorpresa, pero me costaba mucho actuar al
margen de las leyes aunque mi curiosidad me hubiera llevado a una audacia
inusual en mí.
Podría haberme dirigido al
salón y haber abordado a Desideria, no era sin embargo mi función y corría el
riesgo de que me fulminara sólo con la mirada. Salí de la cocina, marché hacia
el salón y, de pasada le comenté a Desideria que me parecía haber oído sonar un
teléfono. Dejó sobre la mesa del salón una pila desordenada de libros y salió
ligera hacia la cocina. Acostumbrada a dirigirse a mí de espaladas me dijo que
no era necesario que me acercara a los libros, que ella se ocuparía gustosa.
Estaba claro que le incomodaba mi presencia, sobre todo en el salón. Entre los
libros que había abandonado había varios de formato grande, recetarios de
grandes cocineros internacionales y un ejemplar facsímil de la primera edición
de la Fisionomía de Gusto, de Brillant Savarín, por lo visto – lo estudié
después – uno de los padres de la gastronomía moderna. No me atreví a tocar los
libros, bastante había arriesgado ya en la cocina, como para adentrarme en
nuevos riesgos en el salón, si Desideria había tenido la sangre fría de matar a
quien había sido su jefe durante más de cincuenta años seguramente no tendría
problema alguno en liquidarme allí mismo. Si a Jessica la consideraba con
talento suficiente como para haber encomendado a terceros el asesinato, si a
Rovirosa lo consideraba lo suficientemente alterado como para disparar a Montes
en un momento de angustia, de lo que no me cabía duda era de que si Desideria
hubiera sido la asesina lo hubiera hecho con la frialdad y la precisión de una
asesina a sueldo.
Andaba yo en estas
disquisiciones cuando noté clavada en la espalda su mirada. «Si el señor busca
algo yo se lo puedo encontrar, no revuelva, y dígale a aquel sujeto que anda
pululando por el despacho que deje ya de enredar, por respeto a la memoria de
Montes». Tomó de nuevo la pila de libros y los fue colocando ordenadamente en
las baldas de la biblioteca. Intenté retener en la memoria la imagen de
aquellos libros, seguro que tenía algún sentido la pulcritud con la que
Desideria colocaba aquellos ejemplares.
Rovirosa seguía revolviendo cajones
y rebuscando papeles sin mucho sentido. Le indiqué que nuestro tiempo en la
casa se estaba agotando y que convenía marchar, que Desideria se ocuparía de
todo, sin saber muy bien qué significada aquel «todo».
Rovirosa me preguntó si tenía
planes para cenar, quería llevarme a uno de los restaurantes preferidos de
Montes, podíamos ir andando. Por el camino revisó la pantalla de su teléfono
móvil, mandó unos mensajes y caminó como si lo hiciera solo.
Entramos en un restaurante
viejo, mal iluminado, parecía anclado en los años setenta, todavía no había
llegado ningún comensal, puede que aquella noche no tuvieran otros clientes. El
restaurante tenía servicio preparado para atender a 300 personas, quién a 300
fantasmas. En las paredes había fotografías perdidas en el túnel del tiempo,
personajes de un pasado remoto, entre ellos un joven Montes, ya orondo y
periforme, de pie, en mitad de una era, cubierto con un largo babero y
peleándose con una cebolleta semicarbonizado y pringado de una salsa
anaranjada, un calçot. Sobre la fotografía la firma autógrafa de Montes y una
cariñosa dedicatoria al dueño del restaurante. Había otras fotografías en las
que aparecía Montes, a veces solo, a veces acompañado de la gente más
variopinta, entre ellos a la mismísima Lola Flores frente a una bandeja de
caracoles.
El cocinero del local salió a
recibirnos, se abrazó efusivamente a Rovirosa, por lo visto le había editado un
libro de recetas años atrás. Nos llevó a una mesa escondida tras un biombo, me
sorprendió porque no parecía que aquella noche tuviéramos gran riesgo de ser
descubiertos por terceros. Rovirosa pidió un whisky para hacer boca, además le
pidió que fuera enfriando una botella de champagne, no parecía que hubiera
mucho que celebrar. Rovirosa me preguntó si no me importaba que se incorporara
a la mesa un comensal de última hora, por lo que me comentaba acababa de
recibir un mensaje de un viejo amigo que lo era también de Montes, un crítico
gastronómico de Madrid que estaba de paso por la ciudad, por lo visto quería
editar un libro explicando los entresijos del boom de la cocina española.
A esas alturas de la noche me
daba lo mismo casi todo.
Como homenaje a Montes y a su
destreza desenfundando calçots pedí de primer plato un pastel de calcots y de
gambas, supongo que la misma receta se podría hacer también con puerros, pero el
sabor a brasas de las cebolletas catalanas le daba un punto cenizo al plato.
Como Rovirosa y su amigo se
enfrascaron en una larga conversación casi en clave sobre vivencias y recuerdos
comunes, me entretuve en revisar las fotografías del restaurante, le pedí al
camarero que nos atendía que me facilitara el libro de recetas del chef, el que
había editado Rovirosa, descubrí que la receta era sencilla, se necesitaban 600
gramos de calçots ya braseados y pelados, sólo se usaba la parte blanca de la
cebolleta. 150 gramos de gambas frescas, también peladas, sólo se utilizaban
las colas. 6 huevos, 250 mililitros de nata líquida, sal, pimienta, nuez
moscada, aceite de oliva, mantequilla y un poco de harina de repostería.
Se cortan los calçots en
trozos pequeños y se terminan de confitar – estaban previamente asados – con un
poco de aceite de oliva, hasta que queden casi como una compota. Se escurren y
reservan.
Se pone una cazuela con un
chorrito de aceite, a fuego vivo, se puede aprovechar el aceite en el que se
han rehogado los calçots. Se pasan las gambas durante un par de minutos,
meneando la cazuela. Cuando tomen color se baja el fuego y se añaden los
calçots. Se remueve con cariño hasta que se mezcle todo. Se pone el fuego al
mínimo, se salpimenta el guiso y se le añade una pizca de nuez moscada. Se
añade la nata y se deja calentar unos minutos, sin dejarla hervir para que no
se corte. Cuando traba bien la mezcla se aparta el cazo del fuego y se le da un
golpe de batidora, cuidando que no se deshagan las gambas, han de notarse los
trocitos.
En un cuenco a parte se baten
los huevos, mientras enfría el contenido del cazo. No conviene que la mezcla de
leche, calçots y gambas esté muy caliente, se mezcla todo con los huevos y se
pasa todo a un molde metálico previamente engrasado con mantequilla y
enharinado ligeramente para que no se pegue.
Se coloca el molde en el
horno, al baño maría; el horno ha de estar previamente caliente – a 175 grados
-. Para que cuaje el pastel será necesaria por lo menos una hora de cocción, no
conviene que el fuego esté muy vivo porque quedará muy seco; si el fuego es muy
suave no se terminará de cuajar y puede desmontarse cuando se desmolde.
Se saca del horno y se deja
reposar un par de horas antes de desmoldarlo. Se puede presentar sobre una cama
de escarola y con un poco de la salsa típica de los calçots, una mezcla de
almendras tostadas , ñoras, pan tostado, aceite de oliva y una pizca de
guindilla, ajos, tomate triturado, vinagre y pimentón, una salsa densa y
sabrosa que puede ser un contrapunto agradable para el pastel; recomendaban que
no se abusara de la salsa para evitar que diluyera el sabor de las gambas.
Terminamos la cena sin que
terminara de entender bien qué razón tenía mi presencia en aquella mesa. Habíamos
abierto boca con un whisky, dos botellas de champagne, otra de tinto y un
whisky más a los postres. La conversación y el alcohol habían relajado algo a
Rovirosa, no a mí, que seguía pensando en el espectro de Desideria, puede que
quien estaba en el apartamento aquella tarde no fuera ella sino su fantasma,
haciendo compañía al fantasma de Montes.
En las novelas americanas el
detective protagonista tiene relativa facilidad para hablar con testigos y con
sospechosos, a veces recibe algún puñetazo pero lo cierto es que las narraciones
suelen navegar fluidamente gracias a la facilidad con la que los detectives
llegan a las casas de las personas a las que investigan y, en pocos minutos,
consigue iniciar un interrogatorio elegante y sagaz. En España esa accesibilidad
era una quimera, Desideria nunca se prestaría a contestar a mis preguntas,
puede que no aceptara contestar ni tan siquiera a un juez; doña Helena ya había
demostrado que era capaz de interponer entre ella y Jess una nebulosa de
abogados petulantes. Además entre mis tareas no estaba la de descubrir quién
asesinó a Rafael Montes, tenía que contentarme con ser perrito faldero de
Rovirosa, quien, por cierto, me citó a la mañana siguiente a las 9 de la mañana
en su despacho.
De salida al exterior
comprobé que aquel restaurante no había tenido otro cliente en toda la noche.
En un recodo junto al baño había un Leonard Wren, seguro que Montes había tenido
algo que ver con ese cuadro.
¡¡FELIZ DIA¡¡ Hoy me he enterado que aquí es fiesta, como para mí todos los días son iguales hay muchas veces que hasta miro el calendario para saber el día de la semana en que vivo. La próxima vez que vaya tengo que comer los calçots que como los coméis ahí yo nunca los tomé. Hoy el capítulo me ha parecido un poco flojo, espero que se enrede el caso aún más. Disfrutar del día. Jubi
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