7. FALÍN Y SUS MISERIAS.
A las nueve en punto de la
mañana estaba de nuevo en el despacho de Rovirosa, apenas habían pasado unas horas
desde que nos vimos por última vez, sin embargo yo llegué con la sensación de
llevar días desconectado de las cuitas de la familia Montes y de su peculiar
entorno. Me sentía agotado, saturado de los dimes y diretes de aquellos sujetos
y sujetas mezquinos, aunque buenos pagadores.
Yo no era persona de grandes
principios, andaba falto de dinero y sobrado de tiempo libre, además me
consideraba más inteligente que aquella caterva de presuntuosos, asesinos todos
en potencia, exceptuado el fallecido Montes, que se contentaba con ser un
cretino presuntuoso.
Las secretarias de Rovirosa
arrojaron un poco de luz a mis cenizos pensamientos, era imposible pensar que
el criterio de elección de aquellas recepcionistas se movía exclusivamente por
criterio de competencias, todas ellas parecían sacadas de un casting para un
pase de modelos, encajaban perfectamente en sus trajes de chaqueta gris oscuro,
sus pañuelos rojos anudados al cuello, la manicura perfecta, los ojos almendrados
y las melenas recortadas, flotando por encima de los hombros.
Daba gusto escucharlas saltar
del castellano al catalán, del catalán al inglés, del inglés al francés y de
nuevo al castellano. No desdibujaban nunca la sonrisa y, solícitas, me ofrecían
café y pastas para suavizar las horas de espera.
Junto al desayuno me
ofrecieron la prensa del día, me aseguraron que el Sr. Rovirosa sabía ya de mi
presencia y que en breve sería atendido pero lo cierto es que pasé casi una
hora acomodado en el sofá viendo deambular aquellas ninfas que parecían flotar
a pocos centímetros del suelo, siempre diligentes, siempre sonrientes, siempre
atentas pero distantes. Yo les devolvía la sonrisa para no quedar diluido en el
sofá. Lo cierto es que ni mi teléfono sonaba ni tenía nada mejor que hacer esa
mañana, puede que no tuviera mucho mejor que hacer a lo largo de ese año.
A eso de las diez de la
mañana llegó, como alma que llevaba el diablo, el joven Rafael Montes, el hijo
del fallecido; salió del ascensor como una exhalación, dejando atrás a la
recepcionista que le había escoltado en el elevador, intentó franquear la
puerta que daba al despacho de Rovirosa pero estaba cerrada por dentro, parecía
una puerta firme, anclada en varios puntos a un grueso muro, por lo que sin
duda Rovirosa ni se enteró.
El joven Rafael quedó con el
gesto bobo, frente a la puerta, no sabía si empezar a aporrearla o si debía
sentarse junto a mí. Estaba tan alterado que no me identificó, pese a su saludo
cordial, le ofrecieron café, lo pidió doble, en su estado de excitación un café
doble era lo menos recomendable.
Le di los buenos días
cortésmente y le aproximé un plato con croasanes. Me miró de nuevo e hizo un
gesto inequívoco de que no me identificaba. «¿Nos conocemos?», dijo. No debía
ponérselo fácil, por lo que le administré un escueto «sí», seguido de un denso
silencio mientras apuraba el último sorbo de café. Me miró extrañado. «En el
funeral de su padre». Demostraba que yo sí le conocía. De nuevo silencio hasta
que se le escapó un ligero «Ah», alargando la hache final como si le faltara el
resuello. «¿Conoce también a Rovirosa?», me sorprendió el también, le dije que
sí, que era Rovirosa quien reclamaba mi presencia. Volvimos al silencio.
Se abrió la puerta de la fortaleza
y una de las secretarias clonadas indicó al Sr. Montes que el Sr. Rovirosa
podía dedicarle unos minutos. Yo levanté el cuello como pude para reafirmar mi
presencia y mi espera, fui ignorado con una leve sonrisa de la secretaria del
Sr. Rovirosa, que tenía la presencia de un introductor de embajadores de la
corte de Carlos IV.
No parecía el Sr. Rovirosa
muy generoso con su tiempo y el joven Montes salió en pocos minutos, no le dio
tiempo a calentar el asiento, parecía muy ofendido, marchó sin despedirse, no
era difícil escuchar sus blasfemias.
La misma secretaria que le
había franqueado la salida del despacho me hizo un leve gesto para captar mi
atención. «El señor Rovirosa no podrá atenderle esta mañana, ruego le disculpe».
Intenté recordarle que mi presencia allí era a requerimiento del propio
Rovirosa, que yo no había perdido nada allí, salvo los cafés y los bollos
gratuitos y los periódicos del día, que me llevé bajo el brazo.
En la puerta coincidí con el
joven Rovirosa, que seguía blasfemando, ahora por teléfono. Me quedé a una
distancia prudencial, para evitar sus escupitajos pero para que fuera
ineludible que se diera cuenta de mi presencia y de mi espera.
Mientras se retiraba el
auricular de la oreja le ofrecí tomar un café, la casualidad me permitía
intimar con otra persona más del entorno de Rafael Montes, seguramente la parte
más hermética de ese entorno. No fue necesario mucho esfuerzo, el joven Montes,
a quien todos llamaban Falín, empezó a hablar a borbotones, asegurando que la
memoria de su padre estaba siendo mancillada por aquel trapacero, aquel mal
editor y peor amigo, aquel malnacido que pretendía que el joven Montes
finalizara el libro que había dejado a medias su padre y que lo hiciera en
quince días, renunciando a figurar en la portada, a lo sumo una breve reseña
como colaborador, y todo esa tarea sin cobrar un solo euro porque el viejo
Montes había la agotado varios adelantos. Lo que sin duda escocía más al Joven
Montes, ya Falín tras un nuevo café, era que no percibiría un euros y que debía
estar agradecido de que, por la memoria del gran Montes, Rovirosa no reclamara
devolución de cantidad alguna.
Ofrecí mis servicios a Falín
y le dije que podría contar conmigo si era necesario litigar contra Rovirosa y
su editorial. No tenía especialidad ni conocimiento alguno en materia de
propiedad intelectual, pero daba lo mismo, tampoco parecía que la familia
Montes estuviera dispuesta a contar con los servicios del abogado de Jess, de
la última de las barraganas. Le rogué que no insultara a mi cliente, que ella
le amaba de verdad y que lo único que quería era preservar el nombre y el
prestigio de Montes y de su obra.
Me aseguró que su padre era
un calzonazos, que siempre se había dejado engatusar por unas faldas; que era
un tipo fatuo, vanidoso, que no hubiera llegado a ningún sito sin la ayuda
primero de su primera mujer, la presencia de doña Helena es cada vez era mayor
en su conversación, en su monólogo; después se reivindicó como el sustento
profesional de Rafael Montes, sin el pequeño Falín el viejo Montes se hubiera
desmoronado como un terrón de azúcar disuelto en el café.
Me aseguró que su padre había
perdido el paladar por culpa del tabaco, que tenía una úlcera abierta de
estómago y reflujos permanentes que le impedían distinguir un hígado de oca del
Perigord de una suela de zapato. El olfato lo perdió el viejo Montes ya en la
adolescencia y la permanente ingesta de todo tipo de alcoholes había dejado las
papilas gustativas del reputado gastrónomo para el arrastre.
Cierto era que Montes solía
escribir sus crónicas, o por lo menos esbozaba algunas ideas y frases, pero
siempre se apoyaba en algún colaborador cercano para que le describiera
sabores, texturas, olores y condimentos. Desideria era el paladar más fiel del
entorno de Montes, aunque para los restaurantes públicos solía valerse del
pequeño Falín, que desde niño le había acompañado a muchas salidas. En ese
contexto la presencia de Jess había sido casi un sacrilegio, Jess había sido su
lazarillo gastronómico en los últimos años y tal vez por eso se habían
vulgarizado las crónicas de los últimos tiempos de Montes, que había agudizado
sus querencias por productos caros, que abandonaba definitivamente la cocina de
terruño. Vinos caros, siempre patrocinados por el distribuidor, y restaurantes
a la moda, en los que era más importante identificar con quien comías que lo
que comías.
A Falín le dolía que su padre
nunca hubiera reconocido en público el papel que había jugado en las últimas
publicaciones, la importancia del paladar de Falín en las crónicas más
afamadas, las de los restaurantes escondidos en las montañas del prepirineo, el
último libro en el que Montes había sido capaz de descubrir algo nuevo comiendo
en posadas olvidadas y en casas de comidas frecuentadas por los montañeros.
Pocas opciones me dio para
terciar en monólogo, parecía haber vaciado todas sus iras hacia Rovirosa, hacia
Jess, hacia Montes, su mundo y su vida. El Joven Montes pasaba a engrosar mi
lista de candidatos a asesinos, aquella crispación, aquellos movimientos
sincopados, esos golpes de puño incontrolados sobre la barra del bar. El
teléfono no dejaba de vibrarle y finalmente lo atendió. Balbució un par de «mamá,
mamá» antes de alejarse hacia la salida de la cafetería para continuar en
privado la conversación.
Me quedé junto a la barra,
atenazado, sin atreverme a sacar la cartera, me veía pagando aquellos tristes
cafés mientras veía como Falín se iba alejando. Dejé un billete de cinco euros
sobre el mostrador, el camarero me advirtió que no llegaba, que el otro señor
se había pedido un agua también. Dejé algunas monedas más y salí a la búsqueda del
joven Montes.
Le hice un gesto para que
advirtiera mi presencia y le pedí, le rogué, que me pudiera dedicar unos
minutos en un futuro próximo, que tenía mucho interés en hablar con él, en
poder charlar también con su madre. Seguro que había muchos detalles del legado
de Montes que era mejor que pudiéramos comentar y pactar sin necesidad de tener
que andar con litigios. Les recordé que mi cliente, Jess, estaba embarazada y
que para bien o para mal debían aceptar que en breve tendrían un nuevo hermano.
Me aseguró que tenía mucha
prisa pero que me dejaba una tarjeta con su móvil directo, me agradeció la
paciencia con la que había soportado todos sus improperios, me pidió disculpas
y me aseguró que el no solía ser así, pero que llevaba varios días muy tenso,
que encuentros como el que había tenido como Rovirosa había terminado de
desatar sus nervios. Le reventaban aquellos vampiros que habían vivido décadas
a costa de su padre, pensé que en su delirio Falín no se incluía entre esos
vampiros, como si la familia pudiera chupar del bote, de cualquier bote, sin
que eso pudiera ser afeado por nadie.
Me rogó que le trasladara a
Jess que no había rencores, que era lógico que cada uno defendiera lo suyo, y
que el objetivo principal era preservar el legado, la memoria del gran Montes,
el mismo que minutos antes había sido descrito como un farsante, déspota y
caprichoso.
Fascinado por Falín, me
fascinaba todavía más la figura de su madre, la que no había tenido ningún
empacho en tildar de putilla a la viuda actual de Rafael Montes en un templo,
con el cuerpo presente de su marido.
Yo también le dejé mi
tarjeta, me anunciaba como abogado multidisciplinar. Le aseguré que mi idea de
la justicia iba más allá de los intereses de mi cliente y que en aras de la paz
le propondría a Jess alcanzar un acuerdo que fortaleciera la memoria del gran
Montes, el padre de la cocina catalana moderna. Que para esa tarea estaba
dispuesto a buscar entre los papeles de Montes algunas de sus últimas notas,
que sabía que Montes no había dejado ningún libro escrito y que lo que
pretendía Montes era terminar de exprimir la memoria del viejo obligando a Falín
a escribir un libro completo como sosías de su padre. Finalmente el joven
Montes se fue, tomó un taxi al vuelo y antes de que arrancara ya estaba de nuevo
enganchado al teléfono.
Era fundamental recobrar en
breve mi contacto con Jessica, no me quedaba más remedio que acudir a mi madre,
que pedirla que me llevara a comer con la madre de Jess. Había abandonado a mi
madre en las últimas jornadas, no le había cogido el teléfono pese a sus
insistentes llamadas; me tocaba desplegar todos mis encantos, incluso estaba
dispuesto a invitarla a comer a un restaurante de la Barceloneta, un
restaurante caro, incómodo y de cocina dudosa, aunque había tenido el honor de
albergar en sus mesas a un afamado director de cine americano que había rodado
una escena en el corredor principal del restaurante.
Ensayé mi voz más seductora
antes de llamar a mi madre, de hacerme el simpático y proponerle que ella y su
amiga vinieran a comer conmigo, sabía que se haría de rogar, que se escudaría
en su mala salud de hierro pero que finalmente sus ganas de salir, de ser
paseada, sería mayor.
Todavía disponía de un par de
horas antes del almuerzo, me ofrecí a pasar a recogerlas, pero ella me dijo que
no me preocupara, que había un autobús que la dejaba a las puertas del
restaurante, que llegarían sobre las dos y media, que casualmente habían
hablado esa mañana y que sabía que la madre de Jess no tenía planes para aquel
día, ni para aquel año seguramente.
Empecé a caminar hacia la
zona marítima, caminaba despacio, aprovechando la luz y las calmas de invierno.
En uno de los periódicos
reproducían una de las recetas patrocinadas por Montes, una receta de las
básicas, de las que encantaban a mujeres como mi madre. Era la receta de una
paella tradicional para que la que recomendaba utilizar arroz del delta del
Ebro, medio quilo, – Montes aparecía en una foto entre arrozales -, cuatro
alitas de pollo, medio quilo de conejo cortado menudo, 300 gramos de judías
verdes, 200 más de garrofón – la judía seca y plana levantina -, 200 gramos de
tavelles – unas legumbres parecidas a las alubias, también levantinas -un
tomate maduro rallado, aceite de oliva, una pizca de pimentón rojo dulce, una
pizca de azafrán, una pizca más de canela, sal dos litros de caldo de ave.
Montes aseguraba que el arroz
tradicional se hacía en cazuelas de barro, que había que sofreír a fuego vivo
la carne troceada, hasta que se dorara, luego añadir la judía verde, las
tavelles y el garrofón, rehogarlo 10 minuto removiendo con una cuchara de
madera, para evitar que se pegue. Luego el tomate y el pimentón rojo, evitando
que se queme para que no amargue. Se añade el caldo de ave, se sala un poco,
cuando rompa a hervir añadir el arroz, el azafrán y la pizca de canela.
Se deja hervir unos 20
minutos, sin moverlo, bajando el fuego casi al mínimo aunque sin que deje de
hacer burbujillas el caldo.
Los campesinos valencianos le
daban un toque final de horno a 180 grados antes de llevarlo a la mesa.
Convenía que se retirara el
arroz del fuego cuando aún quedaba una pizca de líquido burbujeante. Dejarlo
reposar tres o cuatro minutos tapado con un paño antes de llevarlo a la mesa.
Recorté la receta y la
reservé para mi madre, seguro que le haría gracia guardarla y poder enseñar a
sus amistades que su hijo era ahora el abogado de la familia de Montes, del
gran Montes.
Camino del restaurante
encontré a un pintor aficionado que vendía cuadros parecidos a los de Wren,
puede que todos los cuadros me recordaran a Wren.
Esta si que es una paella valenciana, aquí nos ponen con frecuencia sucedáneos de paella, me dan ganas de bajar la receta a la cocinera. Con las fiestas no has tenido tiempo de cambiarnos el capítulo de la novelilla, ya la echaba en falta. Las terrazas de Wren me encantan. Jubi
ResponderEliminar¿Para cuándo la siguiente entrega? Nos tienes en ascuas!!!
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