8. DOÑA MERCEDES Y SU APETITO
VORAZ.
Era una mañana calma de
invierno, el solo templaba el mediodía y la zona del puerto estaba plagada de
extranjeros que, extrañamente, paseaban en manga corta, es evidente que en
función de la longitud y latitud de procedencia la percepción del frío y del
calor es distinta, por no decir contrapuestas.
Sonó el teléfono, pensé que sería mi madre pidiendo alguna
indicación más, era Caballero, el inspector Caballero, me llamaba preocupado
porque la jueza no daba con el paradero de Jéssica Palomeque, también conocida
como Jess de Montes, sin no daba señales de vida en 24 horas su señoría daría
orden de detención. Caballero seguía demostrando que era un tipo cabal, tenía
poco que ver con la imagen que habitualmente tenemos de los policías, por eso
le auguraba un porvenir complicado en el cuerpo, en cualquier cuerpo de
policía, incluso en el autonómico. Mi encuentro con doña Mercedes se convertía
en mi última esperanza y, quien sabe, si la última esperanza de Jess, a saber qué
pruebas había recopilado la policía judicial para incriminar a mi cliente.
En la medida en la que mi
objetivo era prepararle una envolvente a doña Mercedes, me pareció poco
oportuno ponerla sobreaviso, la cuestión era que se sintiera cómoda, que me
contara lo que considerara oportuno y, si ha caso, a los postres entrar
directamente al asunto de Jess y su desaparición súbita.
Sentado en la terraza del
restaurante, disfrutando del sol frio de finales de febrero, viendo el puerto,
que parecía el atrezzo de una película barata, con un enjambre de turistas
deambulando entre tenderetes de souvenirs, con una copa de vino blanco en la
mano, un plato de almendras recién fritas sobre la mesa, algo de dinero en el
bolsillo y todo el tiempo por delante, tenía pocos motivos para ser infeliz,
por lo menos para serlo aquel mediodía.
Perdí la noción del tiempo,
que fue mucho, lo suficiente como para que el camarero me rellenara un par de
veces la copa y trajera algún otro aperitivo. Finalmente al fondo del paseo las
vi bajarse del autobús, ajenas por completo al retraso acumulado. Caminaban
tranquilamente, hablando de sus cosas, abstraídas del guirigay de vendedores
ambulantes que se les aproximaban para venderles el dorado. Me acerqué a la
barandilla de la terraza para que confirmaran que no se habían perdido, el
mismo camarero que, solícito, me provisionaba de vino, bajó a recogerlas.
«Hay hijo, Barcelona está tan
mal de casi todo que resulta imposible calcular cuando llegan los autobuses»,
mi madre intentó excusarse. Le dije que no se preocupara, que no había prisas.
Besé a su amiga Mercedes y durante unos instantes quedé adherido a su mejilla,
tal era la capa de maquillaje que llevaba sobrepuesto que hizo un efecto
argamasa que me dejó pringoso durante el resto de la tarde; ella me estampó un
beso sonoro cerca de la dona de contacto y me quedaron marcados sus labios
rojos. Doña Mercedes era una mujer tan extremada como su hija aunque con
treinta y cinco años de diferencia. Si las hijas terminan pareciéndose a sus
madres a Jess le convenía asentar su vida y parejas antes de que llegara el
cataclismo.
El camarero que les había
acompañado hasta la mesa intentó recogerlas el bolso y los abrigos, tarea
imposible, una jubilada no se aleja más de dos o tres centímetros de su bolso y
cualquier acción en apariencia cortés es evaluada como un intento de robo. Les
aseguró que unas grandes estufas exteriores las protegerían del frio, que
podían quitarse el abrigo sin miedo. Sus intentos fueron vanos, se sentaron una
a cada lado de la mesa con el bolso colgado del antebrazo y el abrigo sobre los
hombros. Le hice una señal al camarero para que las sirviera vino, ellas se
habían abalanzado ya sobre los restos de almendras y las croquetas.
El camarero, destinado por
completo a nuestra mesa, les acercó las cartas, ambas las rechazaron con cierto
desdén, «ya pedirá mi hijo por nosotras, no se preocupe, chico». El camarero
debía tener más de cincuenta años, aún y así mi madre le estuvo llamando
«chico» durante todo el almuerzo.
Cuando me disponía a elegir
los platos, mi madre, tras apurar la copa de vino y dejar inclinada en vilo
entre sus dedos la copa con un ligero contoneo para que el «chico» se diera
cuenta de que convenía reponer la bebida, me dijo: «Pide lo que quieras, hijo,
pero a la señora Mercedes y a mí nos gustaría probar unos buñuelos de bacalao,
me parece que también tienen gambas, los rusos de aquí al lado se están tomando
una xatonada que tiene muy buena pinta, alguna concha nos entraría bien y, por
descontado, un platito de jamón, con pan de coca. De segundo nos ha dicho una
vecina que preparan muy bueno el all cremat de rape, pero si te apetece a ti
otra cosa pide sin problemas, ya sabes que nosotras nos amoldamos a cualquier
plato, sobre todo si el que pagas eres tú, porque pagarás tú ¿No? Ya sabes que
nosotras somos unas pobres pensionistas que no podemos permitirnos estos
lujos». Miré al camarero, cerré la carta y le dije que nos trajeran lo que
habían sugerido las señoras, además él ofreció un plato de anchoas de la escala
y unas cigalas a la plancha que contaron con el visto bueno de mi madre,
parecía que no hubieran comido en una semana. Ni siquiera me dieron el gusto de
continuar con el mismo vino, le pidieron cava ya desde el aperitivo.
Por romper con el monólogo de
mi madre comenté lo bien que veía a doña Mercedes y aquel comentario cortés
sirvió para que me pusieran al día de todos sus achaques, de sus visitas a los
médicos y lo mal que iba la sanidad. El camarero fue instalando una aparatosa
cubitera de metacrilato llena de hielos, cubierta con una servilleta empapada;
nos cambió las copas y empezó a servir. Enseguida llegaron los primeros
aperitivos y con ellos un repaso, minucioso, de las actividades que las dos
jubiladas hacían en el barrio, empezaron por el acuagym en la piscina municipal
y terminaron con las clases de sardana en el casal de avis del distrito.
Sorprendía su habilidad para hablar y devorar a la vez, su juego de brazos
hacía casi imposible que alcanzara una gamba, una cigala o un trozo de jamón.
Aproveché la llegada de un
plato de almejas a la marinera para preguntarle a doña Mercedes por Jess.«Hay
hijo, tendrían que casarte con ella. La veo muy dispersa, fíjate que se ha
marchado de Barcelona y está trabajando en un hotel en Mallorca. Con lo bien
colocada que está aquí con el señor aquel que era su novio, el que salía en la
tele, un poco mayor, eso sí, pero tan amable, tan señor. Una pena que lo
mataran. Lo que ha pasado mi Jess con ese hombre». Paró para tomar aire y para
disputarle la última cigala a su amiga; de nuevo aproveché yo el instante de
silencio para comentarle que había perdido el teléfono de Jess y que me urgía
llamarla por un tema profesional. «Aunque no lo hubieras perdido, se lo ha
cambiado hace unos días, no sé qué problema tuvo con la compañía, la cuestión
es que me llamó anteayer y me puso al día de los cambios, que vivía en Palma,
que estaba de relaciones públicas de un hotel del paseo marítimo y que durante
una temporada no podría venir a Barcelona, que la clientela del hotel era de lo
más selecta, sobre todo rusos y algún colombiano, gente de dinero. Fíjate la
pobre, le toca empezar otra vez de cero. A ver si se centra un poco y vuelve a
Barcelona. Podrías llamarla, invitarla a cenar, hacéis buena pareja, por lo
menos tú eres de su edad, y la centras mucho, no hay más que ver lo mucho que
la has ayudado estos días; seguro que con tus gestiones cobra la herencia en
unos días, os compráis un apartamento y a darme nietos, porque tú serás de los
que quieres tener hijo ¿No?». Enrojecí como un tomate, no era capaz de
articular una palabra. «Fíjate», medió mi madre, «lo bonito que sería que os
casarais siendo Mercedes y yo tan amigas, y vosotros que os conocéis desde
niños. Además tendríais canguro todas las noches, vamos, que podríais hacer vuestra
vida sin molestia alguna, con tu posición y con los encantos de Jess en tres
años teníais piso en Pedralbes y apartamento en la costa brava». Me dejó su
teléfono móvil para que pudiera copiar el teléfono, me dijo que no le había
puesto nombre pero que habían hablado aquella misma mañana, sobre las doce,
localicé el número y lo apunté en la tarjeta del local.
Le pedí al camarero que nos
sirviera cava, necesitaba diluir en alcohol el torrente verbal de aquellas dos
mujeres. Llegó el all cremat, yo casi no lo probé, estaba astragado, mi madre
le pidió al camarero que prepararan un tupper, que se llevaba los restos para
la cena. Con el segundo plato cayó la segunda botella de cava, que se sumaba a
la de vino ya consumida y a una tercera botella de cava que pidieron a los
postres, porque hubo postres, unos milhojas de crema, un helado de limón y los
frutos secos del postre del músico; con los cafés trajeron unas tejas de
almendra y el camarero nos dijo que la casa invitaba a un digestivo. Mi madre y
la señora Mercedes apuraron sus copas de cava y pidieron un Marie Brizard, con
mucho hielo. Pasadas las cinco de la tarde, cuando empezaba a oscurecer,
salimos del restaurante, yo encogido tras la cuenta que me habían pasado, un
palo en todo lo alto que diluyó por completo el anhelo de felicidad que había
esbozado unas horas antes. Guardé la factura con la intención de poderla pasar
como gasto a algún cliente.
Las dejé en el autobús,
esperé en la parada a que llegara el servicio, hice cola mientras ellas se
distraían viendo los tenderetes montados para los extranjeros. Fui de nuevo
besado por doña Mercedes antes de que partiera el autobús, de nuevo quedé
mercado por su carmín y su maquillaje.
Necesitaba caminar para
diluir todo el alcohol y la verborrea incontrolada de mi madre y su amiga, la
digestión se preveía pesada y el vino, el cava, el orujo y los dos cafés que me
había tomado auguraban una tarde de perros, con acidez de estómago incluida.
Recuperé la tarjeta con el
teléfono de Jess, marqué, tardaba en contestar, de hecho saltó el buzón de voz,
no dejé mensaje, a los pocos minutos me devolvió la llamada. «Hola, soy Jess de
Montes, creo que me has llamado hace un instante, ¿quién eres?»; le informé que
era Marçel, al quedar en silencio le recordé que era su abogado. «Ah. Marcelo,
tenía pendiente llamarte, soy una malqueda», tenía razón. Me dijo que se había
ido a pasar unos días a Palma con una amiga y que allí le había salido la
oportunidad de trabajar como relaciones públicas en un hotel de lujo del Paseo
Marítimo, «Public relations», me dijo.
Le comenté que era urgente
que nos viéramos, que la juez que llevaba el caso de Montes había intentado
localizarla para tomarle declaración. Ella empezó a darme largas, a decirme que
justo en los primeros días de trabajo le venía «fatal» viajar a Barcelona, que
los clientes del hotel «eran de mucho nivel» y que eso le obligaba a dedicarles
mañana, tarde y noche, que de hecho vivía en el propio hotel. Le dije que tenía
la obligación de acudir al juzgado y que si no corría el riesgo de ser
detenida, lo que no iría nada bien para su nuevo trabajo, sobre todo si era tan
exigente y de tanto nivel; además le advertí que mi deontología profesional me
obligaba a comunicar su nuevo domicilio al juzgado. Se enfadó, me recordó que
me había dado un anticipo y que de ser leal a alguien tendría que serlo con
ella, no con el juzgado. Vi que con amenazas de calabozo no iba a llegar a
ninguna parte, además me daba un miedo atroz tener que viajar a Palma a
entrevistarme con ella, que me embaucara en sus nuevas trapisondas.
Cambié de estrategia, le dije
que entre los papeles de Rafael había encontrado una póliza de seguro en la que
constaba ella como beneficiaria, que necesitaba que viniera a Barcelona para
facilitarme unos datos y poder cobrar la indemnización, que calculaba que
serían 250.000 euros el capital asegurado y que era imprescindible aportar una
copia de las actuaciones de la policía en la que constaban las circunstancias
de la muerte, que esas actuaciones las tenía que pedir ella personalmente a los
Mossos de Escuadra porque aunque yo era el abogado no me había dejado ningún
poder.
Lo de la póliza de seguros y
los 250.000 euros la destensó. De pronto todo eran facilidades, me aseguró que
en 48 horas estaba en Barcelona para lo del papeleo y para ver a la jueza, por
descontado. Me dijo que me facilitaría el número de vuelo, así podría ir a
recogerla, estaba muy afectada todavía por la muerte de Rafael y mi presencia
le ayudaba a superar los «tragos». Colgó con ese compromiso y con el mío de ir
a esperarla al aeropuerto.
Disponía de varias horas para
revolver de nuevo la casa de Rafael e intentar encontrar una póliza de seguros.
De momento había conseguido que Jess regresara y tenía por delante un día y
medio para poder terminar de urdir mi mentira piadosa, si conseguía que Jess
fuera a declarar ante la juez terminaban con ello mis responsabilidades y
podría descansar.
El piso de Rafael estaba
lejos de la zona del puerto, no me importó caminar, aunque fuera cuesta arriba
todo el rato. Poco a poco me fui alejando de la zona de turistas. Corría el
riesgo que la bruja de la criada de Montes o las más brujas de las viudas de
Montes hubieran cambiado las cerraduras. Corría también el riesgo de que si me
sorprendían en la casa de Montes me denunciaran por allanamiento de morada, por
robo de documentos o por cualquier otro delito. Le pesada digestión de los ajos
quemados me arrastraba a aquellos pánicos, unidos al pánico de que Jess se
disgustara por mi mentira a cerca de la póliza de seguro.
Llegué casi sin resuello al
portal de Montes, abrí la puerta de la calle y comprobé el buzón, allí constaba
en el principal segunda el nombre de Rafael de Montes y el de Jessica
Palomeque, ese dato despejaba cualquier riesgo de ser detenido por allanamiento
de morada, yo seguía siendo el abogado de Jessica, por lo tanto estaba
autorizado a entrar en el apartamento, además la policía me había entregado a
mí las llaves, por lo que estaba protegido frente a cualquier acción legal.
No habían cambiado las llaves
del piso, pude acceder sin problema. Todo estaba ordenado, sin rastro del caos
que había dejado atrás la investigación policía y sin rastro del desorden que
dejó mi anterior visita. El servicio había trabajado a fondo y eso reducía
sensiblemente las posibilidades de encontrar algo útil en la casa.
Arramplé con varias carpetas
que había olvidadas en uno de los cajones del despacho de Montes, documentación
varia, sin clasificar, me pareció ver algunos papeles de bancos, escrituras
notariales, correo sin abrir fechado años atrás, varios cartapacios colocados
al fondo de uno de los cajones, dos o tres cajas más con papeles revueltos,
llevé los bultos a la entrada y regresé de nuevo a las habitaciones, fui
directo al dormitorio de Montes, recordaba haber visto allí varios libros
revueltos, tirados por el suelo. Según Jéssica, su novio pasaba mucho tiempo en
la cama, de hecho trabajaba desde la cama.
Los libros estaban ordenados
sobre la mesilla, novelas, libros de cocineros famosos, libros firmados por el
propio Montes. El más grueso de aquellos libros era una edición cuidada
titulada “La cocina de los Valientes”, de un tal Arenós. Le di un vistazo más
por curiosidad que por otra cosa y comprobé que la primera de las hojas había
sido cuidadosamente cortada, alguien se había ocupado de arrancar esa primera
página, normalmente en blanco, que iniciaba la edición, allí debía haber
escrito Montes su testamento. Metí el libro en una de las cajas con documentos
y me dispuse a regresar a casa. Era incómodo transportar aquel hatillo de
papeles y de sobres, estaba agotado, la digestión no terminaba de culminar y el
ardor de estómago era insoportable.
Ya en la calle paré un taxi.
Estaba inquieto pero contento porque en aquel batiburrillo estaba seguro que
aparecerían las últimas claves, las que me permitirían escabullirme del
laberinto de Montes, de Jess y de todo aquel grupo buitres que les rodeaban.
Dejé la caja con las carpetas
sobre la mesa y abrí el libro por las primeras páginas, recordaba los tiempos
de niños, cuando en los recreos intentábamos ocultar códigos secretos en los
libros de texto. Busqué en el cajón un lápiz de mina blanda y fui trazando
suaves líneas sobre la primera página, justo la que servía de soporte a la
página arrancada. Poco a poco fueron perfilándose las letras que buscaba mi
cliente, las que certificaban el testamento de Montes, un testamento redactado
después de su último destello de placer. A duras penas se podía leer: «Todo para tí Jessica, mi amada, a quien
dejo todo y a quien quiero dar un hijo que selle nuestra unión» , en letra
ampulosa, de trazo quebrado, bajo la frase la firma de Montes.
Ahora, cuando a nadie le
interesaba el testamento de un escritor fatuo y arruinado, yo había conseguido
cumplir con la encomienda de mi cliente, había dado con el testamento. La
primera medida era que Jéssica no se enterara de mi descubrimiento, no tenía
mucho sentido, dudo que quisiera quedar embarazada de un viejo endeudado. Sin
embargo aquel testamento podría servirme para desvelar algún que otro misterio
y quién sabe si no me serviría como escudo protector frente a futuros ataques
del entorno de Montes. Desi, la criada, seguro que estaba al tanto de la
existencia del testamento, era mi primera sospechosa de haber hecho desaparecer
las últimas voluntades del viejo Montes, puede que fuera la primera sospechosa
incluso del asesinato.
Me eché sobre la cama, al
quedar horizontal los reflujos de la cena intensificaron sus movimientos. Vi
que la noche quedaba en vilo, me incorporé y cogí uno de los libros de recetas
de Montiño, allí estaban los ingredientes del arma de destrucción masiva que me
había puesto el estómago de punta, el all cremat; cierto era que el cava y el
vino blanco habían contribuido también a los ardores.
Para cocinar un all cremat de
rape se necesita un kilo de carne de rape, carne bien prieta, limpia de
entretelas; dos cabezas de ajo sin pelar, dos litros de caldo de pescado – se puede
hacer con la cabeza, las espinas, las barbas y el hígado del rape -, cuatro
tomates maduros, sal, aceite y un kilo de patatas peladas.
En una cazuela amplia de
hierro colado se pone un chorro de aceite de oliva, se parten las cabezas de
ajo por la mitad y cuando el aceite empiece a chisporrotear se incorporan al
aceite. Hay que remover constantemente con una cuchara de madera para que el
ajo no se arrebate. Cuando estén dorados los ajos – alguno de ellos se habrá
desprendido de la cabeza – se añaden los tomates rallados. Se salpimenta el
guiso y se remueve con cuidado para que se vaya evaporando el agua de los
tomates.
Hay que dedicar por lo menos
20 minutos a este rudimentario sofrito, luego se añaden las patatas cortadas a
dados grandes y se mezclan con el sofrito, añadiendo poco a poco el caldo de
pescado para que el guiso tome cuerpo. Se mezcla todo durante 5 minutos y se
incorporan las tajadas de pescado con el resto del caldo. Se baja el fuego al
mínimo y se deja cociendo 15 minutos más. Hay que cuidar que no se deshagan del
todo las patatas.
Cuando se apague el fuego se
deja reposar unos minutos el guiso, espolvoreando un poco de pimentón rojo
dulce, que ha de ligarse con la salsa, también unas hojas de perejil picado.
Puede servirse en la mesa con unas rebanadas de pan frito empapando en el
caldo.
Es fundamental no condimentar
mucho el guiso porque la gracia es que se note la presencia del ajo tostado,
casi requemado.
Descabecé un primer sueño,
previo a una noche en duermevela, una vigilia en la que tuve que beberme casi
tres litros de agua. En alguna de las cabezadas me encontré por fin sentado en
una de las terrazas de Wren.
|
Nos has tenido un mes esperando tus noticias, entretenido el relato y como "la Jess" no herede, el pobre abogado las va a pasar canutas. Riquísimo el rape es de mis pescados favoritos. Jubi
ResponderEliminarPor fin! Parece que los del bando de los pobres, abogado incluido, lo tienen crudo. Qué risa con las madres! Aportar, además, recetas más tradicionales está muy bien. Veremos el desenlace.
ResponderEliminar