14. SERVICIO DE HABITACIONES.
Era agradable la sensación de
tener colgada del brazo a una mujer como Jess, me hacía sentir alguien. Higini
nos hizo una señal desde la puerta, nos invitaba a regresar. Nos condujo hacia
las cocinas, pidiéndonos que guardáramos silencio, había algunos invitados
todavía en los salones. Esperaba que en la paz de los fogones nos hiciera
alguna revelación.
Sobre una barra de mármol había
una caja de cartón, por indicación de Higini Jess la abrió y asomaron unos
envoltorios de papel de seda. «Canougats de chocolate. Los preferidos de
Montiño. La pasta de chocolate me la traen directamente desde Perú».
Desenvolvimos uno de los
papelillos y apareció una onza brillante de chocolate. Jess se la llevó a la
boca y nos sonrió. Cuando Higini vio la sonrisa de Jess reanudó sus sollozos.
Lo me tomé un par de pastillas de chocolate sin ser capaz de emocionarme. Le
pregunté al cocinero cual era el misterio de aquellos chocolatines.
«Canougats», me rectificó. Una
receta en apariencia sencilla en la que se combinaban un vaso de leche de
cuarto de litro, el mismo vaso lleno de azúcar, dos onzas de chocolate negro,
tres cucharadas de miel y una cucharada de mantequilla – Higini dijo una nuez
-.
Se incorporan los ingredientes
a un puchero a fuego vivo, primero la leche y el azúcar, después el chocolate
rallado, la miel y, finalmente la mantequilla. Hay que remover constantemente
para evitar que se pegue el chocolate al fondo del puchero. A medida que la
mezcla toma temperatura se va espesando y cuando queda un bloque consistente se
vuelva sobre un molde de caramelos previamente engrasado con aceite dulce de
almendras. Se deja reposar primero en una zona fresca de la cocina y luego se
termina de enfriar en la nevera antes de desmoldarlos y envolverlos en papeles
de seda de diversos colores. No hay gran secreto en los canougats.
Costó desprenderse de Higini,
no había manera de salir de su cocina y de desprenderse de sus abrazos y
gimoteos. Jess empezó a bostezar sin disimulo,
pidió que llamaran un taxi.
Yo no paré de tomar
caramelillos de chocolate.
De nuevo en la calle Jess buscó
mi brazo y me susurró «ha sido siempre un pesado. Creo que estaba enamorado de
Rafael. Hoy ha sido la viuda más viuda de la recepción». Un taxi se detuvo a la
puerta del restaurante.« ¿Me acompañarás al hotel? Hace tanto frio, estoy tan
sola, que el mundo se me viene encima». No hizo falta que insistiera mucho,
aunque yo sabía que lo único que buscaba era no tener que pagar el transporte,
ya iba conociendo a Jesica Palomeque. Se recostó sobre mi hombro y me preguntó
si teníamos noticias de Didier, le dije que todavía era pronto, que pasarían un
par de días. Mientras el conductor atravesaba la ciudad nos sumimos en un sopor
agradable. El taxista se detuvo a la puerta del hotel, Jess seguía sobre mi
hombro, me pidió que la acompañara hasta la habitación. Había un millón de
razones para salir huyendo, probablemente la detendrían a la mañana siguiente
y, entre las múltiples acusaciones, era más que posible que la imputaran como
inductora al asesinato de Montes. Yo, que ya había violado todas las normas que
regían la deontología de mi profesión, que había seguramente asumido riesgos
más allá de lo razonable para cualquier persona con dos dedos de frente, me
disponía a acompañar a Jess a la suite de un hotel de lujo. Recordaba que había
una factura de varios miles de euros por satisfacer, que el acompañante de Jess
estaba en un calabozo, que en pocas horas le ingresarían en prisión y que Jess
se escurriría del hotel dejándome a mí como único garante de sus deudas.
Jess me gustaba, era imposible
que aquella mujer no gustara al común de los mortales. No estaba ni mucho menos
enamorado pero sentía cierta curiosidad como saber lo que sentiría un tipo como
yo entrando del brazo de una mujer del calibre de mi acompañante, no tendría
ninguna otra oportunidad en mi vida de disfrutar de un momento así, aunque me
condujera irremisiblemente a la catástrofe.
En la recepción nos recibieron
con la mejor de las sonrisas, nos acompañaron al ascensor. Jess seguía colgada
de mi brazo y yo debía caminar seguro, dominar la situación aunque luego fuera
obligado a dormir como un perro abandonado a los pies de aquella mujer.
Delante del encargado del
ascensor Jess me dio un sonoro beso en la mejilla, se lo agradecí aunque
pensara que era de mentira. Mientras se cerraba la puerta del elevador
atravesamos el largo salón, las luces se encendían milagrosamente a nuestro
paso. Franqueamos la puerta del dormitorio, pensé que en ese momento Jess me
indicaría que mi sitio estaba en la antecámara, que debía enroscarme como
pudiera en el sofá y esperar a que amaneciera. Siempre sorprendente me dio un
beso en los labios, algo que yo no me hubiera atrevido a darle nunca. Sufrí un
tremendo ataque de vértigo pensando que debía tomar la iniciativa. Yo no
despegaba mis labios de los suyos, ella apoyó ligeramente la palma de sus manos
sobre mi pecho y me separó. «He de pasar un momento al baño. Ponte cómodo».
Mientras se despedía tomó la colcha de la cama por un extremo y abrió a mi
vista las sábanas blancas, recién planchadas; hizo un gesto con la mano para
indicarme que me esperaba en la cama.
Me quité primeramente la
chaqueta y me aflojé el nudo de la corbata, pensé que ese era el modo correcto
de ponerme cómodo. En el baño sonaba el ruido de la ducha y los minutos pasaban
sin que yo recibiera ninguna otra señal.
Finalmente me atreví a sentarme
en el borde de la cama, inmensa cama, el tiempo seguía transcurriendo y llegué
a pensar que Jess había huido, que me había dejado solo en la habitación. Me
acerqué a la puerta del baño y tembloroso golpeé ligeramente con los nudillos, enseguida escuché su voz: «No
te impacientes. Si quieres vete desnudando».
Regresé al borde de la cama, me
sentía como si me hubieran sentado al borde un precipicio. Me quité los
zapatos, para mí era como llegar casi al límite de la desnudez. Llevaba todo el
día fuera de casa y me di cuenta de que los calcetines desprendían un tufillo
que era muy poco apropiado para esa primera cita galante. Inevitable debía
deshacerme de los calcetines. Me los quité y los escondí dentro de los zapatos,
escondí los zapatos bajo la cama y deambulé nervioso por la habitación. Sin
chaqueta, descalzo, agotado tras un día de arriba abajo; vi que la camisa
además de sudada y arrugada desprendía también un olor acre casi tan incómodo
como el de los calcetines. Si me quitaba también la camisa no me quedaría más
remedio que desnudarme del todo.
No puede decirse que fuera de
los que ganara desnudo, más bien todo lo contrario. Además mi ropa interior,
comprada en la planta de oportunidades de unos grandes almacenes, dejaba al
descubierto el paso de la edad y de la falta de cuidado. Coloqué con cuidado
los pantalones sobre la chaqueta, que reposaba en el respaldo de una silla. La
camisa y los zapatos perdidos debajo de la cama.
Angustiado por un golpe de
pudor me tumbé en la cama y me tapé con sábanas y colchas hasta el suelo, sólo
cuando llegara la penumbra podría descubrir mis beldades. Los minutos seguían pasando
sin que llegaran noticias desde el baño, seguramente el plan de Jess para
evitar mayores contactos físicos era atrincherarse en el servicio hasta que yo
cayera rendido, de ahí su obsesión por mi comodidad.
Pese a que lo intenté en varias
ocasiones, fui incapaz de dar con los interruptores que consiguieran un
ambiente más íntimo en la instancia. Con cada botón que accionaba aumentaba la
iluminación de la habitación y con ella mi pudor.
Golpearon con firmeza la puerta
de la habitación, sin tiempo para reaccionar una voz se anunció como servicio
de habitaciones. Pensé que Jess desde el baño había encargado una botella de
champagne, por un instante recuperé mis energías y autoricé a que el servicio
de habitaciones entrara en el dormitorio. Lo hice desde la cama, el servicio de
los grandes hoteles debía de estar más que acostumbrado a lidiar con
situaciones como esta, dejarían la cubitera en una discreta esquina y dos copas
sobre la mesa. Nada más lejos de mis expectativas. La puerta se abrió de golpe
y ante mi apareció Rafaelito de Montes con una pistola firmemente enganchada a
su mano derecha. Abrió la puerta con un gesto firme y empezó a gritar y a
insultar primero a Jess y después a mí. A duras penas podía entenderle más allá
de palabras sueltas, mi principal agobio era saber que probablemente moriría en
calzoncillos sucios en un hotel de lujo por culpa de un acceso de curiosidad,
ni siquiera de lujuria, la curiosidad de saber qué se sentía abrazando y besando
a una mujer como Jess.
Pese a lo tenso de la situación
lo que me obsesionaba de verdad era estar en calzoncillos, escondido entre
sábanas y edredones, con cara de conejillo asustado. Dudaba si primero me
ejecutaría a mí y luego se lanzaría hacia la puerta del baño. Seguía su
chaparrón de insultos, puede que me estuviera dando alguna orden, yo era
incapaz de procesar otra información que no fuera mi ridícula desnudez. Y de
repente se abrió la puerta del aseo y entre vapores emergió Jésica completamente
desnuda, desnuda y rasurada, seguramente no había tenido en la vida las dudas
que a mí me atenazaban. Pude disfrutar de su cuerpo durante una milésima de
segundo, luego dirigí mis ojos hacia Rafaelito, que seguía con sus insultos y
con sus gestos nerviosos, quien sabe si la pistola no terminaría por dispararse
accidentalmente. Rafaelito miró durante un instante el cuerpo desnudo de la que
durante meses fuera su madrastra. No paraba de gritar, ahora a ella. Como
impulsado por un resorte lancé las sábanas y colchas sobre el cuerpo de Rafael,
tras el ajuar me abalancé yo moviendo los brazos como aspas de molino. Sonó un
disparo y sentí en el hombro una punzada de calor, como si me estuvieran
soldando con un soplete, después un dolor intenso. Yo no dejaba de mover los
brazos y golpear el bulto bajo las sábanas. Jess me ayudaba dándole patadas e insultándole
también. Intenté tomar parte de la frazada para que Jess no me viera en ropa
interior.
La sangre empezó a manchar la
moqueta de la habitación y las sábanas que a duras penas contenían a Rafaelito.
Fue inevitable comprobar lo mal que quedaban las salpicaduras de sangre sobre
mi calzoncillo, parecía que estuviera enfermo del riñón. Jess golpeaba con saña
y por el rabillo del ojo pude disfrutar de partes insospechadas de su
espléndida anatomía. Puede que el destino me recompensara con un absurdo revolcón
antes de morir.
Todos gritábamos
desaforadamente y de repente empecé a sentir golpes que no provenían del bulto,
tampoco de Jess, comprendí que habían llegado los servicios de seguridad del
hotel y que me habían confundido con el intruso. Era yo quien recibía los
golpes de porra y amenazas de los encargados de mi seguridad. Ella desnuda y yo
en calzoncillos ensangrentados podían llevar a esos gorilas a conclusiones
desacertadas.
Finalmente Jess impuso su ley
para indicar que el agresor estaba liado entre las mantas. Aunamos nuestros
esfuerzos para terminar de noquear a quien se a duras penas se movía dentro del
bulto. A medida que se clarificaba la situación fui debilitándome hasta perder
el sentido. La cabeza me daba vueltas y el rojo de mi sangre se confundía con
los intensos bermellones de los paisajes pintados por Wren.
En la boca me
quedaba el regusto a los chocolatines con los que nos había obsequiado Higini.
Disfruté cada milésima de segundo antes de desvanecerme, segundos en los que
noté la cálida piel de Jess y el cremoso aroma de su body milk. Luego todo
quedó oscuro, quien sabe si finalmente no habría sido yo el que había muerto.
Muerto en calzoncillos sucios en una habitación de hotel de la que se debían
más de treinta mil euros, sin contar con los destrozos del incidente.
Probablemente nunca había
estado tan cerca de la felicidad.
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