13. LA CLARIVIDENCIA DE
FERMÍN.
Apenas pude caminar unos
minutos cuando recibí la esperada llamada de Jess; sonaba entre crispada y
nerviosa, me comunicó que habían detenido a Didier. Me costó mostrar sorpresa.
Hablaba entre hipidos en los que era complicado distinguir cuanto se debía a la
ansiedad, cuanto a la indignación y cuanto al enfado. Aseguraba que no había
razón alguna para la detención y veía la larga mano de la ex mujer de Montes,
no andaba descaminada pero sólo con que fuera cierto la mitad del relato que
aparecía en el informe había razones más que de peso para que Didier pasara una
temporada larga en la cárcel. Evidentemente le oculté que disponía de la
información, también omití cualquier referencia a mi encuentro con Mateu.
En el breve lapso de unos
segundos me pidió que acudiera presto a la policía, que indagara en el juzgado
y que fuera al hotel a hacerla compañía. Era imposible estar en los tres sitios
a la vez. Advertí a Jess que las leyes españolas permitían a la policía
mantener detenido a su novio durante un máximo de 72 horas y que yo sólo podría
intervenir si Didier solicitaba expresamente mi presencia. Era mejor no
precipitarse y esperar unas horas, sobre todo si cabía la posibilidad de que
ella no tardara en ser detenida también.
El hotel en el que estaba
alojada Jess estaba en la otra punta de la ciudad, no había buena combinación
en transporte público; me hubiera convenido seguir mi paseo pero hubiera
corrido el riesgo de nuevas llamadas a la desesperada. Con gran dolor de mi
corazón paré un taxi y le pedí que me llevara al hotel.
El hotel Vela lo construyeron
sobre cemento en un espigón robado al mar hacía el confín del puerto. Era una
estructura de cristal y metales que destacaba groseramente sobre una amplia
explanada ocupada por ciclistas, skatter y patinadores, resultaba imposible
transitar por aquellos lugares sin toparse con uno de aquellos ingenios sobre
ruedas.
El edificio evocaba las
formas del velamen de un barco desplegado sobre el mar, era un hotel de alto
lujo, ajeno a los circuitos habituales de la ciudad, asentado sobre una nueva
zona destinada casi exclusivamente al turismo más selecto.
El hall del hotel era un
cruce grupos cargados de maletas entre busconas, turistas despistados
intentando colarse a los pisos superiores para poder hacer fotos, taxistas que
ofrecían sus servicios y empleados solícitos de la empresa que se ocupaban de
poner orden en el caos.
Para poder acceder a los
ascensores había que pasar por un escritorio de seguridad en el que se
identificaba a los transeúntes, evitando con ello que entraran intrusos.
No recordaba el apellido de
Didier y me resultaba extraño que Jess hubiera reservado a su nombre. La llamé
al móvil y aguardé a que contestara.
Estaba en la habitación 1245,
en una de las plantas superiores del edificio; me dijo que no podía bajar a
buscarme y que me las averiguara con los de seguridad, también me recordó que
la habitación estaba a nombre de Didier, Didier Fecault. Resultaba violento
pedir en recepción por el Sr. de Fecault, sobre todo porque si había sido
detenido horas antes en su habitación aquel incidente habría causado un revuelo
inusual en este tipo de establecimientos.
Confirmé mis sospechas ya que
cuando di el nombre de Fecault al encargado de información torció el gesto,
hube de sacar mi carnet de abogado y asegurarle que era el asesor del Sr. de
Fecault y de su pareja. Antes de franquearme el paso llamó a la habitación para
confirmar que era bienvenido, también apuntó mis datos en una ficha.
Jessica estaba alojada en una
suite a la que se accedía por medio de un ascensor exclusivo que dejaba en el
recibidor de la estancia, sólo era posible llegar a la habitación si el
encargado del elevador introducía una llave en el panel y tecleaba un código de
acceso. La señora de Fecault estaba advertida de mi llegada.
El recibidor de la habitación
conducía a un salón enmoquetado con vistas al mar abierto, era un salón
decorado como si fuera el despacho de una empresa internacional, con una amplia
mesa de trabajo y cómodos asientos. Al final del salón había unas puertas de
madera oscuras que seguramente daban a la alcoba.
Jess, seguramente azorada y
fuera de sí, me recibió en ropa interior, unas braguitas tanga de color burdeos
y un sujetador de blondas a juego. O seguía azorada o simplemente era así de
desinhibida.
Me contó al detalle el modo
en el que se había producido la detención, policías de paisano acompañados por
el encargado de seguridad del hotel. Se habían mostrado educados pero
contundentes, hasta el punto de no dejar que Didier pudiera darse ni siquiera
una ducha, eso que acababa de subir del gimnasio y, todavía sudoroso, daba
cuenta del desayuno. No fue posible ni la ducha, ni que se cambiara de ropa, ni
siquiera que pudiera preparar una pequeña bolsa con cosas de aseo y una muda.
Se lo llevaron esposado, con el chándal empapado y ninguna explicación, más
allá de mostrar una petición internacional de detención que Didier había leído sin
demostrar emoción alguna.
Durante su relato escuché las
palabras atropello, injusticia, desfachatez, venganza, bananera, absurdo,
inconstitucional, escandaloso, tercermundista, humillante, vejatorio,
increíble, despreciable… No me atreví a preguntar si la policía había
encontrado a Jess con la misma ropa, o falta de ropa, con la que me había
recibido, o si su desnudez era consecuencia del sofoco.
En todo caso el interior de
la alcoba, casi tan grande como el salón, era un revoltillo de maletas, prendas
de vestir de toda índole, toallas, revistas y restos de desayuno. La cama
estaba todavía sin hacer y a lo lejos el baño también parecía desordenado. Pese
a todo la vista desde el ventanal era indescriptible: Mar, sólo mar, algunos
cargueros y cruceros pasando por el horizonte.
Repetí a Jess lo que ya le
había contado por teléfono, que la orden de detención era sin duda correcta y
que la policía contaba con varias horas para poder realizar sus pesquisas.
Didier, por descontado, podría llamar a un abogado, o llamarla a ella para que
fuera Jess quien decidiera la mejor asistencia. Despotricó contra España,
contra su sistema judicial y policial, le dije que era muy parecido en el resto
de Europa y que lo que debía considerar Jess es si había razones de peso para
haber adoptado esa medida, por las pocas referencias que había podido recabar
era posible que Didier tuviera problemas en Luxemburgo, no me atreví a adelantarle
ninguna otra conclusión.
Jess deambulaba semi en
cueros por la habitación, hurgaba entre los montones de ropa, paseaba hacia el
salón, no era capaz de decirme que estaba buscado o que justificara que no se
pusiera una bata y se sentara unos minutos.
En cuanto tuve ocasión, no
fue fácil, le anuncié que aquella misma noche habían preparado un homenaje a
Montes en el restaurante de Higini, le dije que se había puesto en contacto
conmigo la representación de Helena y de Rafaelito, que contaban con la
presencia de Jess y que era necesario perfilar algunos detalles del encuentro,
sobre todo lo referido a la organización de las mesas y los parlamentos de los
asistentes más notables. Jess no lo dudó, dijo que no faltaría y que quería
recordar a Rafael, hacerlo en público y hablar la última. A mi me tocaba
negociar con Mateu las condiciones de ese encuentro y, seguramente, el coste
del evento y el grado de contribución atribuido a Jess.
Jess por fin se dio cuenta de
su desnudez, me miró fijamente a los ojos y, después de cruzarse los
brazos para cubrir parte de su vientre y
entrepierna, me pidió que la dejara descansar durante un par de horas, que
gestionara lo de la cena y que pasara a recogerla sobre las seis de la tarde,
esperaba que a esa hora ya se hubiera aclarado lo de Didier.
Antes de que yo hubiera
abandonado la estancia ella ya había empezado a cerrar las puertas del
dormitorio. Me entraron dudas, dudas sobre si aguardar a que ella se
recompusiera esperando en el salón o si sus órdenes era que abandonara por
completo la habitación, incluso el hotel, durante esas horas. Después de
valorar las distintas opciones pensé que lo más prudente era quedarme en el
hotel, buscar una cafetería en la que pudiera pasar el tiempo que quedara hasta
las seis, no en vano los hoteles eran mi hábitat natural.
Toqué la tecla del ascensor y
mi sorpresa fue que, tras unos minutos de espera, en la cabina me esperaba el
ascensorista, impoluto, esbelto e hierático como un modelo de alta costura, y
un sujeto trajeado que se identificó como jefe de seguridad del hotel; para que
no hubiera dudas me extendió su tarjeta, yo le di la mía. No me dio de tregua
ni siquiera el viaje de regreso a la superficie, mientras bajábamos me espetó: «Póngase
en mi lugar». Me hubiera gustado tener los reflejos para pedirle que, a la recíproca,
se pusiera él en el mío.
Me aseguró que el hotel
estaba sujeto a una durísima campaña de desprestigio orquestada por las sombras
ocultas del turismo de la ciudad; que incidentes como el de esa mañana ayudaban
poco a mejorar la imagen del establecimiento y la imagen de la propia
Barcelona; aseguraba que entre la clientela de hotel no se aceptaban personas
con los riesgos del sr. de Fecault; aquí sí que estuve ágil ya que le recordé
que en España imperaba la presunción de inocencia. Ya en la entreplanta,
entrando en su despacho, me exhibió una factura cercana a los 30.000 euros,
eran los gastos acumulados por Jess y su acompañante durante su estancia en
Barcelona. La preocupación no era sólo reputacional, sino también económica.
Sin ambages me preguntó por la ocupación de la Sra. Palomeque, si era una mera
acompañante, una profesional de la compañía, pareja ocasional o permanente del
Sr. Fecault.
Salí en defensa de los
intereses de Jess, al fin y al cabo seguía siendo mi cliente. Me levanté
ofendido del asiento que me había brindado para indicarle que pensaba comunicar
a la Sra. Palomeque las insinuaciones que acababa de escuchar, le advertí que
la señora Palomeque había sido durante años la pareja de un insigne cronista
gastronómico de la ciudad, destaqué su nombre, y fui desglosando los medios en
los que había colaborado Montiño, destacando que esa misma noche la señora
Palomeque tenía que acudir a un homenaje en la que estaría presente el director
de uno de los periódicos más influyentes de Cataluña.
Sin duda aquel sujeto conocía
a Montiño ya que de inmediato le cambió el semblante, me pidió que me sentara
de nuevo y que aceptara las disculpas y un café. De nuevo me pidió que me
pusiera en su lugar y que calibrara la situación. Le dije que en unas horas
quedaría aclarado todo el incidente y que no dudara en modo alguno ni de la
solvencia ni de la seriedad de la señora Palomeque – bastaba con que yo
albergara y alimentara esas dudas -. Le dije que la señora Palomeque tenía
prevista su estancia en el hotel por lo menos hasta el día siguiente y que si
el hotel se ponía en la posición incómoda y
desasosegante de la señora Palomeque tal ella pudiera ayudar en los
medios a consolidar el prestigio del hotel y romper una lanza – era una frase
que siempre sonaba adecuada – por el buen nombre, incluyo haciendo una
referencia expresa en el homenaje a Montiño que tendría repercusión en los
diarios.
No sólo conseguí, por primera
vez en mi vida, ser invitado a un café en un hotel de lujo, sino que además
aquel tipo llamó al encargado de la Lounge – una terraza cubierta en la
entreplanta – para que pudiera esperar a la señora Palomeque con comodidad. Él
mismo me acompañó al Lounge para que me acomodara.
En vez de un café pedí una
cerveza y un bocadillo, no había comido todavía, dejé a la elección del
camarero tanto la marca de la cerveza como el tipo de bocado a tomar. Al final
optó por un Baggle New York, un panecillo redondo relleno de finas lonchas de
carne asada, dos tipos distintos de lechuga un una mayonesa suave de mostaza.
Antes de pedir la segunda
cerveza llamé a Mateu para informarle de que tanto la sra. Palomeque como yo
acudiríamos al homenaje, que no había problema alguno en cuanto a los
parlamentos que pudieran producirse aquella noche, incluido el de la primera esposa
y el hijo de Montes, siempre y cuando Jess pudiera disfrutar de las palabras
finales. Aceptó mi petición siempre y cuando esa intervención final no durara
más de cinco minutos. Al final de la conversación me preguntó si había
informado a Jess de su situación y de las posibles transacciones, le dije que
la señora Palomeque disponía de todos los datos y que antes de 24 horas tendría
respuesta. Ganaba unas horas de margen probablemente para nada útil, sólo
seguir alargando el desenlace final.
La segunda cerveza me dejó
amodorrado, creo que llegué a darme una cabezada mientras hacía como si leía el
diario, sólo la recomendación del jefe de seguridad evitó que fuera lanzado de
aquel local. Pasadas las seis y media conseguí despejarme, pasé por el baño
para enjuagarme la boca y subí presto a la habitación de Jess.
Si yo me adormilé - lo
reconozco -, lo de Jess fue una siesta en condiciones, cuando llegué de nuevo a
su estancia estaba con la misma desvestimenta con la que me había recibido
horas antes, los ojos enrojecidos por el sueño, el pelo revuelto y cara de
completa placidez. Me pidió media hora más para arreglarse, esta vez sí que me
indicó que me quedara en el gabinete adjunto, dejó las puertas entornadas y
pude ir adivinando sus movimientos durante la hora que duró su recomposición.
Nos habían convocado en el
restaurante de Higini a las ocho y media, dio la hora prevista y todavía seguíamos
en la habitación. Jess me pidió que llamara al servicio del hotel para que la
habitación quedara acondicionada cuando regresaran.
A las nueve menos cuarto
tomábamos un taxis, desplazamiento que seguramente tendría que abonar yo
también, al principio guardaba los recibos de los viajes pensando que en algún
momento recuperaría lo adelantado, aunque los últimos gastos los tuviera ya
descontrolados. Al entrar en el taxi Jess me dio una carpetilla con unos
papeles sueltos, casi todos ellos tenían que ver con el trabajo que hacía en
Mallorca: folletos publicitarios, referencias de restaurantes y tiendas
exclusivas de la isla.
Llegamos los últimos, los
comensales agotaban los aperitivos y apuraban las copas en animados círculos
entre los que Helena y su hijo dominaban todas las conversaciones, pasaban de
un circulo a otro.
Jess mantenía su ropa
interior burdeos, exuberantes las blondas del sujetador, que se escapaban de un
ajustado traje de chaqueta de Channel, esta vez de tonos tostados. Pese a todos
los esfuerzos fue complicado llamar la atención del resto de comensales.
Al franquear la puerta Higini
golpeó ligeramente una cucharilla contra una copa de vino y pidió que todos se
sentaran en una larga mesa en forma de U. Helena, Rafaelito y Jéssica presidían
la cena, entre ellas colocaron al Consejero del Gobierno catalán, que ya había
acudido al funeral, y al director del diario. Los dos abogados flanqueábamos a
nuestras clientas.
Sobre cada plato había una
pequeña esquela en la que se reseñaba el evento, el menú que ofrecía Higini y
una reproducción de un inevitable cuadro de Wren.
Habíamos pactado que los
primeros parlamentos se produjeran mientras se servían los entrantes, así que
el consejero empezó su intervención, por lo visto debía abandonar la cena de
modo precipitado para asistir a otro compromisos.
Cuando empezó a hablar se vieron
los primeros flashes, fueron palabras solemnes, impersonales. Tras el consejero
intervino el editor de Montiño, un poco más emotivo, aunque yo recordara
todavía el desprecio con el que me trató y trató la memoria de célebre
marmitón. Fueron frases engoladas, huecas, rancias, no despertaron mucho
interés, aunque el pobre Higini, que había contenido las emociones durante todo
el tiempo empezó a gimotear; sus lagrimones contrastaban con el seco semblante
de las mujeres e hijos de Montes; Jess tuvo la delicadeza de brindar alguna
sonrisa a conocidos a los que no había podido saludar, Helena, por el
contrario, no fue capaz de alterar el semblante durante las intervenciones,
aunque miraba de reojo a su hijo.
El plato principal era una
terrina de Liebre con confitura de ciruelas, por lo visto el plazo favorito de
Montes. Cuando empezaron a servirlo Higini tomó la palabra para agradecer a
Montes todas y cada una de sus críticas, las que habían permitido que aquel
local fuera durante años el referente principal de la gastronomía de la ciudad.
No fue capaz de hilar un discurso comprensible, rompió a llorar varias veces y,
al final, fue Helena la que le tomó del brazo para que se calmara y pudieran
terminar de cenar.
Con los postres intervino el
director del diario en el que Montiño llevaba escribiendo décadas, prometió
compilar todas las reseñas de Montes, promesa que resultó vana ya que días
antes había anunciado que en unos meses el diario abandonaría su edición en
papel y que sólo se serviría en formato digital.
Yo no pude aguantar más mis
necesidades fisiológicas y mientras se agotaba aquel parlamento me escurrí
hacia el cuarto de baño. Al pasar junto a las cocinas un viejo camarero
comentaba al resto del servicio: «Vaya partida de cretinos se ha reunido aquí
esta noche, además son de los que no dejarán ni un duro de propina». En la
chaquetilla de aquel camarero estaba grabado el nombre de Fermín.
Regresé del baño cuando
servían los postres. Primero habló Helena: seca, correcta, poco emotiva, dedicó
su intervención a recordar los primeros libros y lo mucho que habían contribuido
ella y los hijos a conformar el paladar de Montiño.
Rafaelito Montes fue el penúltimo
en intervenir, su intervención compendió lo peor de cada uno de los
intervinientes: fue engolado, hueco, vano, poco hilado, fatuo en sus
referencias, obsesionado por aparecer como su verdadero sucesor.
Finalmente Jess se dispuso a
intervenir, me pidió la carpetilla que me había dado en el taxi, miró a todos
los comensales, hizo un mohín como de emoción, tomó aire y recordó lo mucho que
quería a Montiño y lo mucho que quería que la memoria de Montes siguiera viva;
acto seguido anunció que esa misma tarde había estado reunida con los máximos
responsables de la televisión catalana y que en esa carpeta estaba el esbozo de
un nuevo programa de televisión en el que se glosaría la figura e influencia de
Montes en la cocina del país, un programa documental de 13 episodios que
visitaría sus rincones preferidos de Cataluña, sus recetas predilectas, sus
mejores anécdotas y algunas referencias sobre la industrial gastronómica
catalana. Ella sería la asesora de los guionistas de la serie y, con el dinero
que le habían prometido impulsaría la fundació Montes de Cuina de la Terra.
Helena y Rafaelito descompusieron el gesto, intercambiaron miradas furibundas y
buscaron con la mirada a su abogado para saber si era posible algún tipo de
réplica o de recurso. Antes de obtener respuesta el público asistente rompió a
aplaudir, los camareros retiraron los servicios y los invitados principales
empezaron a avasallar a Jess para conocer los detalles de aquel proyecto.
Higini no paraba de llorar
emocionado. Cuando comprobé que la situación estaba completamente descontrolada
y que Jess se había convertido en la figura de la noche, busqué al camarero
visionario y le pedí que me facilitara la receta de la terrina, siempre y
cuando en la cárcel nos permitieran cocinar, porque tras la improvisada
intervención de Jess tenía claro que doña Helena no se contentaría sólo con la
cabeza de su oponente.
Para hacer una terrina de
Liebre con confitura de ciruelas se necesitan 400 gramos de carne de liebre –
ha de ser pieza de caza, no criada en cautividad -, preferiblemente de las
zonas con menos hueso ya que se debe desmigar, también conviene conservar hígado
y riñones. La carne de liebre se debe complementar con 200 gramos de papada de
cerdo, 200 de morcillo de ternera y 200 más de lomo de cerdo – preferiblemente ibérico
-. 250 gramos de ciruelas pasas deshuesadas, 100 gramos de trufa negra, 100
mililitros de oporto, la misma cantidad de coñac francés. Laurel, sal, pimienta
negra, 3 huevos, 300 gramos de manteca de cerdo, romero. La terrina se puede
acompañar con una mermelada de cebolla confitada y aderezada con unas gotas de
vinagre.
El plato se inicia
deshuesando la liebre y marinándolo durante medio día con el coñac, el oporto,
sal, pimienta y laurel.
El resto de carne se ha de
trocear con un cuchillo hasta conseguir dados muy pequeños. Se escurre la
liebre una vez marinada y el líquido sobrante
se utiliza para mezclar el resto de carne con los huevos, unas hierbas
aromáticas y la trufa rallada. Se mezcla todo bien, incluso usando las manos.
Se forra un molde con la
manteca de cerdo y se pone la carne – tanto la de la liebre deshuesada como el
resto de carne – y las ciruelas secas. Se compactan las carnes para que no haya
burbujas de aire, Se cubre el molde con papel de aluminio y se lleva a un horno
precalentado a 180 grados. El molde tiene que estar sobre una bandeja alta
medio cubierta de agua, para que se haga al baño marina.
Pasados 75 minutos se saca el
molde y se deja reposar un par de horas, hasta que termine de cuajar la
terrina. Se desmolda en frio y se sirve en lonchas gruesas, acompañadas de un
poco de mermelada de cebolla y unas tostadas de pan negro.
Antes de salir del local Jess
se abrazó a Higini y le aseguró que él sería pieza principal del nuevo
proyecto. Luego buscó mi brazo y salimos hacia la calle. Era ya noche cerrada,
muy fría. Jess había vuelto a sorprender a todos.
Pensé que después del periplo vacacional te quedaría poco tiempo para un nuevo capítulo, pero veo que has regresado con fuerza y nos deleitas con una buena terrina y a la historia no le debe quedar mucho, menuda pieza es "la Jess" y mientras el pica-pleitos pagando taxis, he pasado un buen rato. Jubi
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