sábado, 22 de agosto de 2015

CAP.CCCLXXI.- Pequeña muerte por chocolate (12)


12. SEDOSO PERE MATEU.

La siesta fue menos placentera de lo previsto. Pere Mateu, el abogado que aquella misma mañana había bombardeado a mi clienta con todo tipo de insinuaciones, quería verme. Recibí varias llamadas, era insistente, yo dejaba sonar el teléfono mientras intentaba dormitar en el sofá.

Hasta que no me despejé, me preparé una cafetera y redacté el escrito solicitando a la juez Lafourcade diligencias de instrucción que abrieran nuevas líneas de investigación no le devolví la llamada.

Mateu dejó varios mensajes en mi buzón de voz, aseguraba que resultaría provechoso que nos viéramos de inmediato. Su tono de voz era parecido al silbido de una serpiente: dulce, distante, cautivador. Empezaba sus mensajes llamándome «respetado compañero» y aseguraba que a la señora Palomeque le resultaría de sumo interés escuchar sus propuestas.

Dejé que se desesperara, así constataba que habíamos pinchado en alguna zona dolorosa y sensible de sus clientes. Al filo de las siete de la tarde decidí llamarle, aduje que había estado ocupado atendiendo a otros clientes. Llamé directamente a su móvil, sin pasar por el filtro del ejército de secretarias y asistentes que tenía en su despacho.

Quería verme a toda costa, un encuentro privado, discreto, informal… Estaba dispuesto a suspender su agenda de aquella tarde, incluso de la noche si fuera menester. Preferí darle cierta distancia y demoré nuestro encuentro hasta el día siguiente.

Se disponía a desplazarse a mi inexistente despacho, quería evitar sus elegantes salas de paseo de Gracia ya que la reunión no era oficial, era extremadamente delicada y, además, afectaba a un cliente personal suyo, no del despacho. Helena de Montes le había pedido, como favor personal, que defendiera a Desideria, la criada de la familia.

Le convoqué a la mañana siguiente, a las once, en la cafetería que había junto a la recepción del hotel Juan Carlos I; no era un lugar cómodo, cogía ciertamente a desmano de cualquier sitio. Quedando a media mañana me daría tiempo a pasar por el juzgado y dejar sellada mi solicitud de prueba y las razones de la misma.

El Juan Carlos I era parada habitual de muchos árabes que pasaban por la ciudad, aunque era un hotel relativamente moderno y con aires funcionales tenía cierta majestuosidad. Daba vértigo entrar a su recepción, puede que por tratarse de un espacio sin techo, inmensamente grande, solamente protegido por las paredes acristaladas del edificio.

El hotel estaba sometido a estrictas medidas de seguridad, mayoritariamente privadas; por el hall principal circulaba una marea de túnicas y chilabas que podían llegar a convencerte de que aquel era un sitio enclavado en Dhubai, lleno de jeques, emires y colaterales; de mujeres con el rostro velado y niños correteando sobre las mullidas moquetas de la recepción. Sólo el enjambre de ruidosos taxistas barceloninos que aguardaban a la entrada rompía la magia de las mil y una noches.

No me fiaba en absoluto de Pere Mateu, aunque habíamos quedado a las 11 yo aparecí por el hotel a eso de las diez. Fue extremadamente doloroso porque mi bolsillo estaba ya en pérdidas, pero tuve que acceder al hotel en taxi, no hay transporte público directo y para llegar a una zona cercana al hotel hay que tomar una combinación de metro y tranvía que era poco eficiente, además amaneció el día lluvioso y no quería aparecer con el traje hecho un acordeón.

Ya había tenido algunos encuentros profesionales en el hotel. Había una zona decorada como un saloncito inglés en la que era posible tener un encuentro de trabajo, aunque las mesas eran exageradamente bajas y el despliegue de ordenador personal y papeles judiciales resultaba incómodo, algo forzado. Era una zona pensada para lectores de periódico.

Busqué una mesa cercana a un grupo amplio de árabes que departían amigablemente con tres o cuatro sujetos trajeados, me coloqué de manera que desde la entrada a la cafetería pareciera que yo era uno más de aquella reunión, era cuestión de jugar con las perspectivas. Pedí al camarero el consabido café con leche, un diario en inglés – lengua que no dominaba en absoluto – y coloqué sobre la mesa una carpeta con fotocopias del sumario.

A las once menos cuarto llegó el compañero Mateu, traje impecable, con una ligera raya diplomática, sin una sola arruga. Era increíble ver su rubicundo flequillo peinado de manera tal que su flequillo basculaba al menor movimiento, parecía un personaje de una película inglesa de espías.

Levanté el brazo para saludarle, mientras me incorporaba hice el ademán de despedirme de mis ficticios compañeros, bastaba con hacer como si hablara con ellos indicándoles que no se levantaran de la mesa. A mis ficticios compañeros extrañados de mis muecas  no les quedó más remedio que fijarse en mi lo que permitió una composición casi perfecta.

«Justo terminaba la reunión», le dije a Mateu,«quedan algunos flecos que pulirán mis colaboradores. Tenemos media hora para charlar». Le extendí la mano.

Buscamos una mesa lo más alejada posible de la que ocupaba inicialmente, coloqué a Mateu dando la espalda a mi ficticios acompañantes para que no pudiera mirarles en modo alguno.

Mateu agradeció que hubiera hecho un hueco en mi agenda con tanta premura y me rogó que nos tuteáramos, yo le dije que mientras hubiéramos de tratar temas profesionales prefería mantener ciertas formas. Sonrió y fue de inmediato al grano del asunto.

«Querido Marçel», no pudo evitar seguir tuteándome, «ya te he adelantado que me han rogado que asuma la defensa de la fiel Desideria Ramirez, la criada del Rafael de Montes, difícilmente encontraréis nada que pueda incriminarla, pero son tantos años de fidelidad a la familia que doña Helena me ha pedido que la acompañe si tiene que declarar.» Hizo un breve silencio que le sirvió para tomar aire «Ni a ti, perdón, ni a usted, ni a mi nos conviene que nuestros clientes pierdan los estribos y que vuelquen en el juzgado las cuitas y diferencias de estructuras familiares complejas que arrastran años de conflicto». Yo asentí con la cabeza. «Mis clientes», continuó, «a quienes no les faltan razones para desconfiar de la señorita Palomeque, me han autorizado para hacer una propuesta». Silencio de nuevo. «Pero antes me han autorizado para compartir contigo cierta información que llegará al juzgado en breve». Abrió una carpeta de cuero, mucho más elegante que la mía, ya desgastada, y sacó tres dosieres perfectamente encuadernados. Me indicó que eran copias para mí, que los originales estaban en el despacho.

Mientras Mateu pedía un café con leche y a mí me traían una nueva consumición, empecé a hojear los documentos. «No te importará si pido algo sólido para acompañar el café, a estas horas necesito un poco de azúcar», con su interrupción me hizo saber que sería yo el que tendría que hacer frente a la factura por las consumiciones.

A vuelapluma le di un vistazo a las tres carpetillas que puso a mi disposición, la primera se titulaba Historial Delictivo de Didier Fecault, allí aparecían algunas órdenes de búsqueda y captura internacional, copia de resoluciones dictadas por tribunales belgas, franceses y luxemburgueses y un breve resumen ejecutivo en el que se imputaban al Sr. Fecault varios delitos de estafa a gran escala así como el uso de información privilegiada en transacciones mercantiles vinculadas a turbios negocios de países del Este. La segunda carpeta tenía como leyenda El Sr. Fecault en España, allí aparecían sobre todo fotografías del Sr. Fecault en actitudes cariñosas con la señora Palomeque, alguna de las fotografías se habían tomado en la intimidad de una lujosa habitación de hotel, otras en un yate amarrado en la bahía de Palma y las últimas circulando en un Masserati último modelo; por lo visto el Sr. Fecault había dejado sin pagar facturas en las Baleares cercanas a los cien mil euros, circunstancia que había determinado que varios abogados mallorquines hubieran iniciado acciones legales contra Didier Mon Amour. La tercera de las informaciones iba enmarcada con la referencia Palomeque, también había fotografías, algunas indecorosas, en un contundente apartado de conclusiones se aseguraba que la Sra. Palomeque ejercía una suerte de prostitución de altos vuelos, que conocía y se relacionaba con el Sr. Fecault desde hacía varios años y que había elementos de convicción lo suficientemente firmes como para acreditar que la señora Palomeque había sido mantenido relaciones íntimas con terceros antes, durante y después de su relación formalizada con el Sr. Montes.

«En definitiva, querido Ruiz de Manyanet, tu cliente es una prostituta, o mejor dicho una prostipluta, a la que no sería fácil imputar la muerte del Sr. Montes». Silencio de nuevo. Me costó un poco descubrir el juego de palabras del sedoso Mateu, hube de recurrir a los neblinosos recuerdos del bachillerato para recordar que Pluto era el dios de la riqueza griego y que, en una comedia de Aristófanes se jugaba con su ceguera para justificar su prodigalidad.

Tomó aire Mateu, que volvía a parecer que actuaba frente a un tribunal y continuó con su monólogo: «Pero no es de interés de mis clientes ver a la Sra. Palomeque entre rejas, ni mucho menos, tampoco verla sometida a un penoso procedimiento penal por inducción al asesinato; sólo queremos que reconozca que obró con malicia, que se aprovechó del pobre Montes, ya en el declive de su hombría, que devuelva aquello que se llevó indebidamente y que pida perdón».

Mientras peroraba fue deslizando sobre el mármol de la mesa una cuartilla con una lista de peticiones, yo hube de sortear platillos con bollería, tazas, jarras y vasos para hacerme con el listado de reclamaciones. Mateu puso su mirada sobre las ensaimadas y croasanes disponiéndose a desayunar, como si yo no le hiciera compañía.

La lista de reclamaciones empezaba con la devolución de hasta tres Leonards Wren - adjuntaba unas fotografías que reproducían los cuadros -, así como unas litografías firmadas por Miró, Dalí y Tapies, manuscritos sin concretas, varios libros de ediciones bibliófilas, una cristalería de bohemia, una cubertería completa de alpaca y dos vajillas inglesas para doce comensales. Trescientos mil euros, acciones en varias sociedades cotizadas y una declaración jurada en la que pedía expresas disculpas a doña Helena, a sus hijos y al entorno familiar de Rafael Montes por las insidias vertidas durante los últimos meses.

Si la señora Palomeque – me dijo – aceptaba esas condiciones, ellos estaban dispuestos a solicitar una pena mínima por estafa y apropiación indebida que evitaría a la Sra. Palomeque ir a la cárcel; creía Mateu que resultaría difícil que el juzgado pudiera imputar a la Sra. Palomeque ningún tipo de participación en la muerte de Rafael Montes, sobre todo si la familia abandonaba la acusación particular.

Mateu me advirtió que para que la señora Palomeque fuera consciente de la fortaleza de sus argumentos esa misma mañana sería detenido el Sr. Fecault ya que pondrían a disposición del juzgado el primero de los informes sobre las andanzas y desventuras del querido Didier.

Antes de dejar mi compañía el abogado Mateu me indicó que Jéssica disponía de 24 horas para tomar una decisión, que esperaba que yo contribuyera a que la ponderación que le correspondía realizar a Jéssica se decantara por una solución amistosa; prueba de la buena voluntad de Mateu y de sus representadas, el abogado me indicó que si culminaba con éxito la transacción doña Helena estaba dispuesta a asumir el pago de mis honorarios profesionales sin discusión ni enmienda alguna. También me indicó Mateu que esa misma noche estaba previsto un homenaje a Rafael Montes organizado por la redacción del diario en el que colaboraban, la cita era restaurante de Higini, a las nueve de la noche; aunque la situación era compleja Perez Pin había rogado que asistiera todo el entorno de Montes, incluida Jéssica. Me advirtió que doña Helena acudiría acompañada por su abogado y que esperaba que doña Jéssica hiciera lo propio, tal vez así pudiera sellarse el pacto. Me extendió la mano, que parecía de mantequilla, y marchó dejándome con la palabra en la boca.

Quedaban sobre la mesa varios bocados, una jarra con café, otra con leche y una factura desproporcionada – Mateu había incluido los desplazamientos al hotel asegurando en recepción que los atendería el Sr. Ruiz de Manyanet. Pagué con prontitud, para evitar suspicacias, y decidí pasar allí el resto de la mañana, en parte para amortizar el coste de aquel festín mañanero, en parte para intentar diseñar lo que pudiera definirse como una estrategia, sin duda imposible.

La lectura de los dosieres era demoledora y las pruebas, al parecer, irrefutables. Pasó un camarero y le pedí el diario, si tenía que pasar lo irremediable mejor que me pillara relajado.

Escondida en un recuadro de la parte inferior de una página par aparecía una receta de Rafael de Montes, el hijo había sustituido la foto de su padre por una en la que, barbilampiño, aparecía en una pose similar a la de su progenitor. La propuesta era sencilla, un plato tradicional de canelones, tan tradicional que no creo que nadie en su sano juicio tomara canelones después de conocer los elementos que incorporaba el relleno de carne, a saber: Unos sesos de cordero, 250 gramos de carne magra de cerdo, una pechuga de pollo de corral, dos higadillos de pollo, una cebolla pequeña, dos tomates maduras, una copita de coñac, una cucharada de harina, un vasito de leche, aceite, sal, pimienta y una pizca de mantequilla. En la bechamel no parecía haber secretos: 40 gramos de mantequilla, otros tantos de harina, medio litro de leche, sal, aceite y una pizca de nuez moscada. Para coronar el plato queso rallado, que no fuera muy fuerte.

Comenzaba la receta hirviendo las placas de pasta en abundante agua, recomendaba una marca específica, supongo que porque esponsorizaba el espacio en el diario. Una vez hervidos, y evitando que quedaran excesivamente blandos, los enfriaba al chorro de agua fría antes de extenderlos sobre un trapo para que terminaran de perder la humedad.

La carne la preparaba en una cazuela de barro cortando a dados la pechuga y la carne magra de cerdo, dados pequeñitos. Una vez dorada la carne añadía los higadillos, la cebolla cortada en juliana, los tomates rallados y la copita de coñac. Se dejaba sofreír durante unos minutos, hasta que la carne quedara tierna y la pechuga de pollo empezara a deshilacharse. Era el momento de añadir el seso de cordero cuidando que no quedaran filamentos de las pequeñas venas y nervosidades, un poco de sal y un poco de pimienta sin parar de remover hasta que los sesos se hubieran deshecho y ligado la carne.

Montes junior recomendaba pasar toda la carne por una batidora, para que quedara una masa melosa, pero advertía que la textura del canelón iba en gustos. Cuando la carne estaba bien guisada se preparaba en una sartén la primera pizca de mantequilla, cuando se ha deshecho se tuesta un poco de harina y se añade la primera porción de leche. Esa mezcla se incorpora a la carne cocinada para que termine de compactar la masa. Hay que dejar que se rehogue durante 5 minutos más, cuidando que no se pegue la carne a la cazuela.

Cuando esté hecha del todo la carne se cubre con un paño humedecido para que la capa superior no se quede dura. La carne ha de reposar durante 40 ó 50 minutos. Mientras tanto se prepara la salsa bechamel.

Cuando esté templada y asentada la carne, cocinada también la bechamel, se empiezan a formar los canelones utilizando las placas de pasta.

Se colocan en una fuente profunda previamente engrasada, se colocan los canelones ordenadamente, se cubren con la salsa bechamel y se espolvorea el queso rallado. 5 minutos gratinando al horno y ya se puede servir.

Estaba convencido de que el padre de Rafaelito habría escrito docenas de veces una receta parecida con mayor gracejo.

A eso del mediodía abandoné el hotel y me di un largo paseo hacia la casa.

1 comentario:

  1. Esta vez no nos has hecho esperar mucho entre un capitulillo y otro, sigo pensando que ese abogadillo es un "pringao" me gustaría que pudiera sacarle el importe de la minuta a su "distinguida cliente". El relleno de los canelones "potente", pero todos los ingredientes me gustan y tienen que estar bien sabrosos. No nos hagas esperar mucho el final del culebrón. Jubi

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