11. IMPLACABLE LA FOURCADE.
Clara La Fourcade, mejor
dicho, doña Clara La Fourcade, jueza de instrucción. Que a nadie se le olvidara
ponerle el doña delante, no aceptaba ningún tipo de confianza. Doña Clara la
implacable, una mujer cercana a los cuarenta años, larga melena rubia, se
escudaba en unas gafas de pasta y el pelo recogido en un moño imposible que
sujetaba con un palillo lacado de restaurante chino. Recibía en una sala en
penumbra, siempre detrás de una mesa llena de legajos, protegida por la
pantalla del ordenador, nunca miraba a los ojos. Hablaba con frases cortas, muy
secas, inquisitivas, no aceptaba ninguna evasiva y era dura, extremadamente
duda.
Algunos compañeros que la
habían visto paseando por la ciudad aseguraban que era una mujer hermosa, pero
en el juzgado era de una severidad escalofriante.
Para Jessica hubiera
preferido un instructor masculino, con un hombre hubiera podido emplear todas
sus armas de seducción, tejer la madeja con miradas lánguidas y respuestas
ingenuas, mordiéndose el labio inferior para que destacara carnoso, como una
piruleta de fresa recién lamida.
Advertí a Jéssica que sería
interrogada por una mujer, que seguramente la fiscal también sería mujer, que
convenía que fuera precisa, sobria y clara en las contestaciones, que si dudaba
no se le ocurriera mirarme y que contestara con la mayor sinceridad. Contaba
con la ventaja de que Jess no conocía mis últimos descubrimientos sobre el
testamento y las pólizas, tampoco sabía nada de mis últimas incursiones en la
casa de Montes, la ignorancia le permitiría ser mucho más transparente.
Fui a buscarla al hotel, le
mentí sobre la hora de declaración, le dije que era a las 10 y media, de ese
modo conseguí que a las 10 estuviera en la recepción del hotel, en perfecto
estado de revista, le recomendé que se abrochara el último botón de la camisa y
que cerrara un poco el traje de chaqueta, que rebajara un poco el maquillaje y
borrara el estridente carmesí de los labios. De poco la servirían.
La Fourcade nos había
convocado a las once de la mañana, eran conocidas sus maniobras asomándose al
corredor de espera diez minutos antes de la declaración, miraba por encima de
las gafas y hacía pasar a los declarantes. La puntualidad era una obsesión en
su sala y los impuntuales eran reprendidos públicamente.
«Forcadas ?, Forcadas?
Recuerdo una Clara Forcadas compañera de instituto», repetía Jéssica en el taxi
mientras reducía los rastros de su maquillaje, el taxista estaba más pendiente del
devenir de sus pechos que de la circulación y a punto estuvimos de colisionar
con otro taxista.
«La Fourcade, por dios
Jéssica, La Fourcade, no tolera una sola imprecisión y menos con su apellido
afrancesado. Piensa que esa mujer debe tener seis o siete años más que tú, es
imposible que hayáis coincidido en alguna parte, vivís en mundos opuestos».
«Qué cosas tienes Marcellino,
seguro que entre mujeres nos entendemos bien. Nosotras sabemos lo complicada
que es la vida para las triunfadoras».
Íbamos mal, por el camino de
las complicidades nos despeñaríamos irremisiblemente.
«Jéssica, recuerda que vas en
calidad de imputada, que te acusan de delitos muy graves, que el más mínimo
error o licencia con la jueza o con la fiscal te lleva directamente a la carcel».
En la ciudad judicial
coincidimos en el control de entrada con el abogado Mateu, que me saludó
cordialmente, llevaría la acusación particular en el caso, intentó dar dos
besos a Jéssica y ella, aleccionada en los lances de la vida, le marcó todos
los tiempos de la cobra retirando primero la cara y negándole después incluso
la mano. La cara abogado Mateu quedó helada con el mohín de un beso no dado y
la mano fofa flotando en el vacío. Intentó sonreír pero solo pudo esbozar una
mueca de rabia. «Comprenderá querido Mateu que mi cliente evite cualquier gesto
de afinidad con quien se ha de ocupar de acusarla», le susurré al oído. De
haber tenido algo de instinto le hubiera tenido que dar un mordisco en la
oreja, como aquel boxeador rabioso que fue estrella global a finales de los
ochenta.
Íbamos a tomar juntos el
ascensor pero yo le propuse a mi cliente tomar un café en el atrio de los
juzgados, era necesario darle las últimas indicaciones antes de entrar en la
sala. Tuve que hacer algunos codos para alcanzar la barra y pedir dos solos, le
recordé a Jéssica que evitara cualquier coquetería, que de nada valían sus
encantos en el juzgado.
Llegamos a la planta del
juzgado justo en el instante en el que La Fourcade asomaba la cabeza por el
corredor, sin solución de continuidad pasamos a su despacho. Recordé que no
había que estrechar la mano ni a la jueza ni a la fiscal, aunque saludé con un
breve y conciso «buenos días, señorías».
La secretaria judicial leyó
los derechos a Jessica, lo hizo de modo mecánico, rutinario, como si fuera la
lista de la compra; Jéss aseguró haberlos comprendido y firmó sin leer lo que
aparecía en la plantilla. La jueza tenía abierto el expediente sobre la mesa,
distintas muescas con papeles de colores destacaba las partes principales de las
diligencias. Junto al ordenador había una pequeña reproducción de un cuadro de
Leonard Wren, un remanso de paz antes de la batalla.
La jueza no se anduvo con
rodeos, la primera pregunta fue directa: «Señora Palomeque, concréteme desde
cuando mantenía usted relaciones íntimas con el señor Montes».
La señora Palomeque
puntualizó que era señorita y empezó a contar que ya en el primer encuentro
mantuvieron relaciones íntimas, Montes era muy fogoso. Jess se acomodó en el
butacón dispuesta a entrar en detalles pero la jueza fue contundente al
advertirle que no necesitaba mayores detalles, sólo la fecha y la estabilidad
de la relación.
La Fourcade hizo una batería
de preguntas sobre las circunstancias que rodearon a la pareja los días
anteriores a la muerte y, concretamente, el viaje a Madrid. Jess pretendía
hacer uso de su teléfono móvil para poder enseñar las fotografías, tanto las
que acreditaban la relación como las que justificaban su fin de semana en
Madrid; yo había visto alguna de esas fotos y consideraba que eran un poco
subidas de tono como para incorporarlas al sumario, por suerte la jueza rechazó
con dureza cualquier intento de convertir el teléfono móvil en un elemento de
prueba de la instrucción.
Jess dudó en algunos pasajes
del interrogatorio e inevitablemente aleteó las pestañas más de la cuenta, puso
morritos al finalizar algunas fases e intentaba buscarme de reojo, supongo que
buscando mi aprobación. «Señor Ruiz de Manyanet, deje de influir con la mirada
en la declaración de la imputada», la reprobación fue tan efectiva que sentí
que me arrancaban las corneas de cuajo en aquel instante.
Jess dejó claro que Rafael de
Montes era su prometido, que tenían previsto casarse en breve y que incluso
habían planeado tener hijos juntos, hizo referencia a un testamento
desaparecido y lo sincero de su amor. La Fourcade no daba un solo signo de
humanidad, tomaba notas y pasaba hojas del sumario.
Cuando yo creía que el
interrogatorio llegaba al tramo final, cuando la jueza se había hartado de
indagar sobre las veces que la señora Palomeque había accedido al domicilio del
Sr. Montes tras su fallecimiento, tras haber requerido un inventario de los objetos
que había recogido en el domicilio; después de que yo hubiera formulado las
correspondientes protestas por el tono de algunas preguntas dirigiendo la
mirada hacia las manos de la jueza para evitar ponerme más nervioso de lo que
me ponía ya de suyo la magistrada; cuando pensaba que llegábamos a la batería
final surgió por sorpresa una pregunta imprevista:
«Señora Palomeque, dígame
desde cuando conoce al ciudadano luxemburgués Didier Fecault». Protesté con
toda mi energía. La jueza me indicó que la acusación particular había aportado
pocas horas antes de la declaración un informe de detectives que vinculaba a la
señora Palomeque con el súbdito luxemburgués Didier Fecault, empresario
vinculado a intereses rusos en distintos países europeos, imputado en varias
causas sobre blanqueo de capitales y crimen organizado.
Yo quedé lívido, Jess sonrió
y pidió que no mezclaran a Didier en su historia de Montes, aseguró no conocer
nada del Sr. Fecault, más allá de su extrema amabilidad y cortesía, un hombre
encantador que la estaba ayudando a superar el mal trago de su «viudedad». Si
Montes había sido asesinado por un sicario albano-kosovar la conexión con
Didier mon amour cerraba muchos círculos.
Advertí a la jueza que
impugnaría la incorporación del informe al sumario de modo sorpresiva y me
reservé incluso la posibilidad de acudir al tribunal constitucional si no
quedaban sin efecto las preguntas acerca del Sr. Fecault.
Llegaba el turno de preguntas
del Sr. Mateu, fue mucho menos incisivo de lo que había sido la jueza, se
contentó con preguntar a cerca de la relación con Montes mantenía con su
familia originaria y algunas cuestiones sobre la situación financiera del Sr.
Montes. No dejaba de mirarme y sonreír, devolviéndome los golpes del beso y
apretón de manos frustrado. Mateu fue mostrando documentos en los que se
acreditaba que la señora Palomeque tenía firma en todas las cuentas y empresas
del Sr. Montes, por lo que consideraba no sólo que la señora Palomeque tenía
conocimiento de la situación patrimonial del Sr. Montes, sino que era la
causante directa de aquel desastre económico.
Mis protestas por las
preguntas insidiosas cayeron en saco roto, la jueza La Fourcade en cada una de
las protestas solicitaba que se constara en acta y justo en la única pregunta
en la que no realicé observaciones la jueza, con cierta sorna me preguntó:
«Señor Ruiz de Manyanet, ésta pregunta le parece correcta ?, no quisiera
generar en su cliente una situación de indefensión procesal».
Llegué desarmado a mi
interrogatorio, como abogado de la imputada tenía el privilegio de poder
realizar las preguntas en último lugar. Jéssica lucía radiante, ajena por
completo al precipicio al que la estaban llevando.
Tomé aire, tenía la boca seca
y bebí un trago de un botellín que la secretaria judicial había puesto a
disposición de la señora Palomeque, la embocadura de la botella tenía restos de
carmín y al sentirlos en el paladar, con un discreto regusto a cera de fresas,
me relajé.
Llevábamos casi tres horas de
interrogatorios. Advertí que en aquella circunstancia «intentaría ser breve». La ventaja de haber estudiado durante aquellos
largos 180 minutos a la jueza La Fourcade me permitió imitar aspectos
sustanciales de su técnica de interrogatorio.
«Señorita Palomeque,
indíqueme a qué hora se enteró usted del fallecimiento de su prometido», fue
precisa al puntualizar que habían pasado las 9’30 de la mañana. Le pregunté que
quien le había comunicado el fallecimiento, me indicó que Desideria, la criada
de toda la vida de Montes. Le pregunté que a qué hora solía llegar Desideria al
domicilio del Sr. Palomeque, me aseguró que todos los días llegaba a las 7’30
horas de la mañana, que era una mujer muy puntual. Le pregunté si le constaba
que el día del fallecimiento Desideria hubiera retrasado su llegada al
domicilio, me dijo que no le constaba. Le pregunté si habitualmente accedían al
domicilio del Sr. Montes otros miembros de la familia, me contestó que
Rafaelito Montes, el hijo del fallecido, solía acudir todos los días y que le
constaba que la primera mujer del Sr. Montes tenía conocimiento detallado del
devenir de la casa ya que Desideria hablaba habitualmente con ella. Le indiqué
a la jueza La Fourcade que tal vez sería necesario interrogar a Desideria y
realizar alguna diligencia que permitiera conocer las llamadas que se habían
hecho desde el teléfono móvil de Desideria la mañana en la que apareció el
cadáver. Jéssica con formas diligentes cantó a la secretaria judicial los
números del móvil de la criada. Jess me guiñó un ojo, o por lo menos eso me
pareció, el abogado Mateu solicitó a la jueza un nuevo turno para preguntar,
propuesta que fue denegada de modo fulminante. La jueza dejó que
permaneciéramos en tenso silencio durante unos minutos, me miró por encima de
los cristales de las gafas, por lo que pude comprobar el brillo fulgurante y
coqueto de sus ojos. «Señor Ruiz de Manyanet, espero que antes de 24 horas haya
redactado el escrito motivado solicitando nuevas diligencias. De momento no
adoptaré ninguna medida cautelar respecto de la señora Palomeque, pero ruego
que si abandona Barcelona comunique al juzgado su dirección a efectos de
notificaciones, he estado a punto de ponerla en busca y captura porque no había
manera de localizarla. En secretaria les facilitarán una copia de la
declaración así como de los nuevos documentos incorporados a la causa». Se
levantó de la silla sin mayores contemplaciones y nos dejó en la sala con la
palabra de despedida en la boca. La jueza La Fourcade era implacable incluso en
sus modales.
Yo estaba extenuado, Jéssica
parecía recién salida de la ducha. Mientras bajábamos por el ascensor pensaba
que Jess aceptaría comer conmigo en algún sitio elegante de la zona alta de
Barcelona, pero cuando llegamos a la salida mi fascinación se diluyó, allí
estaba Didier con un deslumbrante coche deportivo aparcado en la zona reservada
a autoridades, departiendo sonriente con los encargados de seguridad de la
ciudad judicial, desde la distancia hizo un gesto a Jéssica para que se
acercará al coche, mientras se alejaba Jess me hizo el gesto con la mano de que
me telefonearía, Didier cerraba la mano y alzaba el dedo pulgar en señal de agradecimiento
por mis servicios.
Mi economía no resistía un
nuevo taxi a fondo de perdido, me dirigí a la parada de autobús, satisfecho del
trabajo realizado, si acertaba con las combinaciones llegaría a mi casa en poco
más de una hora, tiempo más que suficiente para poner en orden algunas ideas y
terminar de perfilar la estrategia de defensa, siempre y cuando la hermosa y
alocada Jess no desapareciera definitivamente.
No habían dado las cuatro de
la tarde cuando llegué a la Santina, cocina sin fin. Estaba hambriento y
cualquier propuesta me parecía bien. Covadonga anunció que le quedaba un resto
de fideos a la cazuela, pedí una copa de vino tinto y hojeé el diario, el
pequeño Montes intentaba sobrevivir emulando las crónicas gastronómicas de su
padre, pero el espacio en el período para el pequeño cada vez era más reducido
y marginal.
No tardaron en llegar los
fideos. Como Covadonga sabía que andaba enfrascado en cuitas culinarias me fue
cantando la receta mientras barría el comedor.
Necesitaría medio kilo de
fideos con cierto grosor, a la cocinera le gustaban unos que tenían una pequeña
oquedad en el centro, los llamaba fideos perla. Además 500 gramos de costilla de
cerdo cortada en tacos, 125 gramos de conejo también cortado y 200 gramos de
pollo – muslo y contra muslo cortados en 5 pedazos -; 100 gramos de panceta,
125 gramos de butifarra cruda, dos dientes de ajo, un pimiento verde, una
cebolla, un tomate maduro, un litro de caldo de carne, aceite de oliva y sal.
Además Covadonga incluía una picada secreta con dos carquiñolis, sal, pimienta,
laurel en polvo y perejil.
En una sartén muy grande –
una paella precisó – se debía poner un chorrito de aceite de oliva, cuando
empezaba a chisporrotear se añadían troceados la costilla, el conejo y el
pollo, ligeramente salpimentados. Cuando la piel del pollo se empezara a dorar
se incorporaba la panceta cortada en dados pequeños. Se baja un poco el fuego y
se remueve bien para que las carnes dejen todas sus grasas. Se pica una cebolla
en trozos pequeñitos, los dos dientes de ajo pelados y picados, se sigue
removiendo. Cuando la cebolla empiece a transparentarse se pela y raya el tomate
sobre la paella, se rectifica de sal y de pimienta y se incorporan los fideos.
Si el sofrito ha eliminado el agua y solo queda la grasa los fideos debían
dorarse en esa grasa hasta tomar un color parecido al de una madera noble. Se
remueve todo bien durante unos minutos, se añade la picada secreta, que se
mezclaba con el sofrito y, finalmente el litro de caldo. En 20 minutos los
fideos estarían cocidos, la carne melosa y una pizca de caldo espeso que
terminaba de ligar el plato. Poco antes de servir se espolvorea un poco de
pimienta blanca y perejil picado. La receta acepta también algunas legumbres,
siempre que no eclipsen ni la carne ni los fideos: unos garbanzos, un puñado de
judías blancas, unos guisantes e incluso unas setas.
Tomé el café en la barra con
un golpe de coñac, la mezcla ideal para conseguir una siesta placentera.
Nos has tenido un poco abandonados a tus seguidores, espero que antes de vacaciones termines el relato y no nos dejes a medias. Muy apetecible los fideos a la cazuela, voy a ver como hago llegar la receta a la cocinera y aunque los ingredientes varíen un poco, pero por lo menos hacerles tomar conciencia de que hay que variar de menús, parece que se van dando cuenta que hace calor y han cambiado bastante con diversidad de ensaladas. Voy a darme mi paseo mañanero pues es la hora más apetecible. Jubi
ResponderEliminarMe ha parecido una eternidad este tiempo sin capítulos. Tengo muchas ganas de saber como va a acabar este embrollo que se complica por momentos. Está muy interesante. Me gusta mucho.
ResponderEliminarMari Carmen