10. DIDIER MON AMOUR.
Tal y como había prometido, a
las once de la mañana estaba en el aeropuerto, pendiente de la llegada de
Jessica. Aproveché el tiempo de espera para intentar construir un relato
verosímil de lo sucedido en su ausencia, ocultando la aparición del testamento,
omitiendo mis visitas clandestinas al domicilio de Montes y advirtiéndole de
los futuros compromisos judiciales. Mi relación con Jessica había sido breve
pero intensa, lo suficientemente intensa como para saber que era una mujer imprevisible.
Se hizo esperar, llegué
incluso a pensar que en el último momento se había arrepentido de su promesa;
estuve cerca de media hora viendo salir jubilados con el inconfundible paquete
de ensaimadas que delataba su aeropuerto de origen, cuando ya parecía que no
quedaba nadie por salir apareció ella embutida en un ajustadísimo traje de
chaqueta de piel color blanco roto, la melena al viento, posiblemente más clara
de lo que estaba antes de partir, parecía que hubiera sacado el traje de un
imposible pase de modelos de principios de los años ochenta del siglo pasado,
una especie de Barbarella que solo se movía con soltura cuando se colocaba en
los extremos.
Me fijé en que había
adelgazado y que se había deshecho del cojín con el que había fingido un precipitado
embarazo, eso me tranquilizó, parecía haber pasado página; puede que hubiera
pasado tantas páginas como para haberse olvidado de Montes, de mí y de sus
ansias de heredar.
Siendo sorprendente su
estampa, mucho más lo era la compañía, salía colgada del brazo un hombre mucho
mayor que ella, un tipo de piel bronceada, amplia sonrisa de dientes
blanqueados, pelo canoso y revueltos como los de un adolescente probablemente
latente en el cuerpo de un hombre con pinta de haber vivido mucho y bien. El sujeto
llevaba un traje de corte clásico, en color crema, camisa abierta hasta el
tercer botón, por supuesto sin corbata, el pecho bien poblado de pelo entrecano
sobre el que destacaba una gruesa cadena de oro. Sacaba varias cabezas a
Jessica, que, a su lado, parecía una niña recién salida de la escuela. El modo
en el que salían abrazado ponía de manifiesto que la suya no parecía ser una
relación casual.
Al verme Jess se sonrió,
luego sonrió a su acompañante y, sin soltarle, me dio dos sonoros besos en las
mejillas. «Didier, este es Marcelo, Marcelino, mi abogado en Barcelona, un
encanto, seguro que os lleváis bien». Didier me saludó cortésmente en un
español macarrónico, de un macarronismo que sólo son capaces de conseguir los
franceses. Se llamaba Didier Fecault.
Jess me preguntó si llevaba
coche, le dije que no, que iríamos en taxi; me dijo que tenían reserva en el
hotel Vela, junto al mar, que si no me importaba acompañarles hasta allí. Por
el camino me comentó que le había salido trabajo en Palma de Mallorca como
relaciones públicas de un importante hotel de la ciudad, un hotel que había
comprado un millonario ruso que estaba convencido de que Palma sería la nueva
Montecarlo; allí había conocido a Didier, un empresario luxemburgués que se
había tomado unos días de descanso; el hotel se estaba especializando en
tratamientos anti-estrés, pensados sobre todo para ejecutivos y «gente de alto
standing», aquella palabra en boca de Jessica tenía unos contornos un tanto
turbios.
Didier no hacía otra cosa que
sonreír y apretar fuertemente a Jess contra su torso semidesnudo. Él se había
brindado a acompañarla a Barcelona para cerrar definitivamente el asunto
Montes, recoger cuatro cosas, despedirse de los últimos amigos y regresar
rápidamente a la isla a organizar su nueva vida. Didier estaba buscando una
villa en Mallorca, compra, no alquiler, sus negocios le permitían pasar largas
temporadas en la isla, donde necesitaba un lugar en el que poder recibir a sus
amigos y clientes, Didier le había propuesto a Jess convertirla en su asistente
personal, asistente, no asistenta.
Montes, Barcelona y yo mismo
nos habíamos convertido en prescindibles. Le dije que teníamos que charlar con
cierta tranquilidad sobre su situación legal, que no podíamos despachar el
asunto en el coche. Me contestó que llegaban muy cansados, que la noche
anterior habían tenido compromisos importantes y que viajaban prácticamente sin
dormir, me aseguró que si le esperaba en el hall del hotel en cuanto colocaran
el equipaje me dedicaría unos minutos.
Después de atravesar toda la
avenida del puerto antiguo, cuando parecía imposible que quedara carretera
asfaltada, llegamos a la entrada del hotel Vela, un hotel imponente que parecía
construido sobre el mar. Como era previsible, me tocó pagar el taxi con todos sus
recargos. Salieron hacia la recepción sin tener en cuenta que el equipaje
estaba en el maletero, pagué la carrera, pedí un recibo por si en algún momento
podía justificar gastos, y fui arrastrando las dos maletas y los chaquetones de
la pareja. Por el hotel sólo pululaban rusos, orientales y algún
norteamericano, mi presencia era absolutamente exótica, con mi traje oscuro y
mi corbata discreta.
Didier hizo una seña a un
mozo para que recuperara sus maletas y le indicó el número de habitación. Jess
me aseguró que en cinco minutos estaría conmigo, que marchara hacia la
cafetería, hacia allí fui y los cinco minutos se convirtieron en más de dos
horas, tiempo suficiente para tomar un café, deambular nervioso por el hall y
desear que se hubieran quedado en la isla, que me hubieran dejado plantado en
el aeropuerto, hubiera sido menos embarazoso y mucho más barato porque cada
café con pastas, acompañado de un botellín de agua mineral costaba la friolera
de quince euros.
Jess bajó a la cafetería
acompañada por Didier, seguían adheridos el uno al otro, tenían pinta de haber
retozado, descansado y aseado juntos, se les veía resplandecientes, tan
resplandecientes como suelen parecer quienes acaban de tener un encontronazo
carnal. Además tenían apetito, un apetito voraz, propio también de quienes han
dedicado parte de la mañana al fornicio.
Jess me dijo que le hacía
ilusión que Didier conociera la cocina de Higini, el amigo de Montes, me
comentó que acababan de hacer una reserva para tres personas, se sentía gentil,
me aseguró que durante la comida podría ponerla al día de los asuntos legales.
Didier no dejaba de hablar por el teléfono móvil, el suyo era un francés
rasposo, con un punto autoritario, explosivo, no sabía quién estaba al otro
lado de la línea, pero tenía claro que no quería encontrarme en el lugar de
quien estaba recibiendo tan severa reprimenda.
Como no podía ser de otro
modo, me tocó pagar el taxi de subida hacia el restaurante, mientras Jess hacía
arrumacos a su nuevo acompañante, a quien llamaba «mon amour», Jess había
dejado de ser Jess de Montes y pasaba a ser Jess de Fecault.
Higini nos esperaba a la
puerta del local, probablemente Jess le había mandado un mensaje anunciando la
inminente llegada, puede que quisiera impresionar a Didier. Higini, ignorándome,
se deshizo en halagos hacia sus nuevos clientes, recordó lo mucho que añoraba a
Montes y lo importante que había sido para la cocina de la ciudad; Didier
asentía sin dejar de sonreír.
Jessica no nos dejó consultar
la carta, pidió los platos preferidos de Montes, incluido el vino, los vinos
por ser más precisos, aunque abrimos boca con un champagne francés que contó
con la aprobación del mismísimo Didier. Tras unos aperitivos sencillos a base
de jamón, esqueixada y buñuelos de bacalao, unas almejas a la marinera y unos
camarones, llegó el primero de los platos de cuchara, unos garbanzos con callos
y espardeñas – cigrons, capipota i espardenyes en palabras de Higini -, una
combinación imposible entre legumbres, casquería y bivalvos marinos.
El cocinero se incorporó a la
mesa, se sirvió una copa de champagne y se brindó a explicarnos cómo hacer
aquel plato.
La casquería la componían
fundamentalmente tripas de ternera, cabeza y patas de ternera guisadas y
deshuesadas como si fueran unos callos. Había que sofreír un diente de ajo
laminado, una cebolla picada, medio pimiento rojo, una pizca de guindilla, una
ramita de apio, laurel, cuatro tomates pelados y despepitados, sal y pimienta;
fuego muy suave, hasta confitar la verdura, cuando estuviera confitada se añadía
un quilo de cap i pota hervida, cortada en dados no muy grandes, se subía una
pizca el fuego y se añadían 250 cc de vino blanco que fuera bueno, un punto
ácido si era posible. Cuando hubiera evaporado el alcohol se cubría con agua y se dejaba hervir una
hora. Pasada la hora se retiraba la cazuela del fuego y se pasaba la carne a un
molde para que reposara hasta cuajar.
Del día anterior tenía unos
garbanzos hervidos en verdura – Higini reconoció que los mejores garbanzos eran
los de Pedrosillano, aunque eso supusiera traicionar la tradición catalana -.
Una vez cocidos se retiraba toda la verdura y se dejaban los garbanzos en el
caldo.
Para presentar el plato se
pasaban por la sartén muy caliente media docena de espardeñas, apenas un minuto
sobre la plancha, no más. Se calentaba el guiso de garbanzos y cuando
estuvieran calientes se incorporaban las espardeñas, unos dados de la cap i
pota, que con el calor del guiso de garbanzos iban perdiendo la consistencia
gelatinosa hasta mezclarse con el caldo. Si se quería resaltar la cap i pota y
las espardeñas los garbanzos podían convertirse en puré con un chorreón de nata
y aceite de oliva para montarlos como si fuera una especie de crema. El plato
llegaba a la mesa adornado por unas hojas de perejil, aunque Higini aseguraba
que un poco de rúcula salvaje tampoco combinaba mal. Recordaba haber comido ese
plato con unos garbanzos fritos como en tempura, adornando una pequeña corona
de puré de legumbres sobre la que se colocaban tres espardeñas y unas tiras de
cap i pota, todo adornado con pétalos de flores. Una mezcla al filo de lo
imposible.
Durante la comida Jess no
paró de hablar, fue explicándole a trancas y barrancas cada uno de los platos a
su acompañante. Didier no dejó de beber, el alcohol parecía no tener ningún
efecto sobre su organismo, mezclaba palabras sueltas en francés y castellano,
algunas risotadas y arrumacos galantes a su pareja.
Llegaron los cafés y con
ellos unas copas de armañac, Higini volvió a incorporarse a la tertulia,
dispuesto a dar cuenta de los licores.
Yo tuve que aprovechar un
momento en el que Didier hubo de salir al exterior a atender una llamaba para
informar a Jéssica que al día siguiente a las 10 de la mañana tenía que
presentarse en el juzgado de instrucción, tenían que tomarle declaración, le
advertí que la exmujer de Montes había presentado una denuncia por allanamiento
de morada, sustracción de documentos, coacciones, amenazas y estafa, esa
denuncia obligaba a Jess a acudir asistida por abogado. Me puse digno, creyendo
que ella prescindiría de mis servicios y pediría el asesoramiento de cualquiera
de los cientos de abogados que sin duda rodeaban a Didier y a sus negocios.
Jessica me rogó que no le comentara nada a Didier, que no le diera muchos
detalles sobre las gestiones que tenían que hacer al día siguiente en el
juzgado, de hecho le dijo que los trámites que debían realizar eran los
referidos a la renuncia de la herencia, porque Jess estaba decidida a renunciar
a su herencia para que Didier tuviera claro su voluntad de desvincularse de
Montes y de todo lo que había significado en su vida. Así de generosa era
Jessica, hube de advertirla que si no preparábamos bien la declaración corría
el riesgo de verse imputada por delitos graves y que no me extrañaba que
incluso la familia de Montes le llegara a imputar la muerte del afamado
gastrónomo. «Imposible», sentenció. Didier volvía a incorporarse a la mesa, en
un breve a parte Jessica me dijo que esa misma tarde me llamaría para preparar
con tranquilidad su declaración, donde lo negaría todo, además me pidió que
pasara a recogerla sobre las nueve de la mañana por el hotel, así tendría
tiempo de desplazarse con tranquilidad a los juzgados.
Tras los cafés y las copas,
Didier se fumó un tremendo puro saltándose todas las normas y prohibiciones
sobre tabaco en espacios públicos, llegó el momento de pagar. Didier desplegó
varias tarjetas de crédito, todas ellas desconocidas o no reconocidas por las
terminales del restaurante. Didier protestaba como un oso furioso, ahora sí se
notaban los efectos del alcohol en su rostro y en su habla; para aplacar a la
bestia Jess propuso a Higini que le aceptara una especie de pagaré que firmaría
allí mismo sobre una hoja en blanco y que se comprometía a convertir en dinero
a lo largo de ese mismo día. Higini, que sin duda había pasado por trapacerías
similares en vida de Montes, se mantenía firme, incluso amenazó con llamar a la
policía.
Al final, cómo no podía ser
de otra manera, me tocó a mí hacer frente a la factura, tremenda factura
marcada por una relación de vinos, champagnes y licores, que, por sí solos
llegaban a los setecientos euros. Jess me entregó el pagaré que había
redactado, un pagaré que incluía una generosa propina que también tuve que
afrontar para conseguir que Higini se tranquilizara.
Jess y Didier marcharon hacia
la parada de taxis, abrazados como dos adolescentes enamorados, los ojos de
Didier lanzaban destellos alternativos de ira y de lujuria, aunque puede que en
el viaje camino del hotel cayera dormido, sobre los brazos de su amante, salvo
que dispusiera de recursos químicos artificiales para remontar el vuelo.
Yo conocía ya la ruta de
vuelta hacia mi casa, el largo paseo que me permitiera resituarme y buscar la
manera de sacudirme de la maldición de Jess. Había acumulado razones suficientes
como para dejar a Jess en la estacada pero había dos obstáculos que me impedían
abandonarla, el primero, que la mayor parte de los delitos que le imputaban en
realidad los había cometido yo, por lo tanto, me interesaba tenerla cerca,
tenerla controlada para evitar así que pudieran salpicarme las acusaciones; el
segundo obstáculo era la curiosidad por descubrir quien había sido el asesino
de Montes y qué papel juagaba Jess en todo aquel tinglado. Además me convenía
buscar el modo de recuperar el dinero que había ido adelantando, taxis
incluidos.
Probablemente el amado Didier
terminaría comprando alguna acuarela de Leonard Wren, era uno de los caprichos
de su dama.
Creo que puedo ser de las pocas personas que me gustaba todo lo de la casquería y me encantaba cuando tenía pocos años ir a comprar los hígados, sesos y demás productos que en ellas vendían. En la calle Carranza al lado de la glorieta de Bilbao, había una que daba gusto entrar, con una limpieza y personal con batas y gorros blancos donde acompañaba a la chica que trabajaba en casa a comprar esos productos que principalmente era yo quien los comía pues el resto de la familia no comprendía mis gustos y los guisaban casi exclusivamente para mí, aun hoy cuando paso por allí recuerdo esa tienda, así que hoy me has traspasado a mi infancia. El abogado de tu novelilla es un "pringao" y "la Jess" una buena pieza La pintura de Wren muy bonita y en profundidad y colorido. Jubi
ResponderEliminarÉste cap y pota ha de ser espectacular! El relato muy bueno, sobre todo para un lector tardío que ha podido leer toda la narración casi de una tirada, sin aguardar esperas. Los nombres de los personajes me recuerdan a conocidos, que ya sé que son pura coincidencia. Gracias por éste buen momento! Abrazos. RM
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