El pasado mes de julio viajamos a Lyon para cenar en el
restaurante de Paul Bocuse, el Albergue del Puente de Collonges. Me ha costado
mucho animarme a escribir sobre la experiencia por un lado por respeto, no hay
en el mundo un cocinero que haya cumplido cincuenta años en la cumbre, por otro
lado con miedo de caer en lugares o referencias comunes.
No soy crítico culinario ni quiero convertirme en crítico
culinario, al final la vista a este restaurante o a cualquier otro no deja de
ser una visión o percepción subjetiva en la que juegan la situación de los
comensales, la actitud con la que se acude a la mesa. Habrá quien diga que
Bocuse dejó de ser Bocuse hace muchos años, pienso que cuando uno cumple
noventa años – setenta y cinco tras los fogones – uno puede convertirse en
quien le dé la gana, incluso puede decidir dejar de ser Bocuse.
Yo viajé emocionado a Lyon, cené emocionado y la emoción
sigue, aunque al final fuera reproducir un menú seguramente diseñado hace 20
años. Seguramente sucede lo mismo con una obra de teatro clásico, cuando
alguien quiere ver el Mercader de Venecia o el Sueño de una Noche de Verano
espera que se declame bien el verso y que el director no se empeñe en dejar su
impronta de genialidad haciendo que Shakespeare sea ininteligible. Por eso
cuando uno acude a Bocuse intenta disfrutar de la versión más académica del
maestro, no a alguien que bajo el escudo de Bocuse intente hacer algo distinto.
Toda experiencia tiene su pequeña peripecia y el viaje a
Lyón la tuvo. La cena en Bocuse fue un regalo de unos amigos, un bono para cenar
en Bocuse que debía consumirse en el plazo de un año, los meses avanzaban y no
había manera de encontrar, apuramos hasta casi la caducidad del bono – algo imperdonable
– por lo que al final encajamos el viaje a las puertas de vacaciones del
verano, en plena ola de calor.
Nuestros amigos en el último momento cancelaron el viaje
por unas piedras en el riñón, al final todo el esfuerzo de coordinación se fue
al garete.
El aeropuerto del Lyón es sorprendentemente grande, no
deja de ser una de las principales ciudades de Francia, un aeropuerto en obras
que terminó por ser incómodo ya que mientras adaptan las instalaciones los
corredores y salas de espera son laberintos de aluminio y uralita, lo más
inhóspito para un día de calor.
Reservamos para cenar un sábado a primera hora de la
noche, primera hora francesa, es decir, a eso de las siete de la tarde;
salíamos de Barcelona esa mañana con el único objetivo de visitar Bocuse, no
había otras necesidades o prioridades. Llegamos a media mañana y buscamos un transporte
público que nos llevara al centro de la ciudad, los franceses no lo ponen
fácil, primero había que coger un autobús que te dejaba en un polígono
industrial donde había que esperar a la llegada de un tranvía.
Media hora de espera al autobús a pleno sol del mediodía
y otra media hora más de espera al tranvía pueden alterar los ánimos de la
persona más paciente, pese a todo aguantamos el tirón con dignidad aunque el
tiempo avanzaba y no llegamos al centro de Lyón hasta pasadas las tres y media
de la tarde, hambrientos como hienas.
La ciudad estaba casi desierta, era un ejercicio de
temeridad cruzar las calles a pleno sol, todo cerrado. Hasta ese momento habíamos
aguantado el tipo soñando que un coqueto bistró en el que pudiéramos tomarnos
una ensalada y una jarra de cerveza. En el centro no había nada abierto, ni
coqueto ni descocado. Todo cerrado, nos aventuramos a entrar en un restaurante
en el que se veía algo de bullicio y nos echaron con cajas destempladas porque
era una fiesta particular.
Los minutos seguían pasando y, finalmente, en un centro
comercial buscamos donde caernos muertos bajo un anhelado aire acondicionado.
Buscar una experiencia gastronómica decente en un centro comercial es casi
imposible, después de varias opciones que podían atentar contra nuestro
estómago y dejarlo de punta durante todo el fin de semana, llegamos a la
conclusión de que lo menos malo era un Mac Donald siempre y cuando nos
tomáramos una ensalada sin mucho condimento, evitábamos hamburguesas, sándwiches
con salsas acidulantes y otras mixturas.
Así que a eso de las cuatro de la tarde nos sentamos en
un Mac Donald entre adolescentes que venían como pasaba la tarde, nosotros con
nuestro equipaje de mano y a las puertas de Bocuse.
Ensalada rápida, agua con gas y huida rápida hasta el
hotel en taxi para poder atemperar cuerpo y espíritu de cara al atardecer.
El hotel, lejos del centro, era uno de los que
recomendaba la propia web del restaurante, un hotel pequeño, nuevo, en un
barrio periférico, luminoso y silencioso cerca de uno de los ríos. Desde la calle
del hotel se adivinaban las arboledas que conducían al recodo de la carretera
en la que se situaba el restaurante.
El hotel lo regentaban unos chicos jóvenes, no muy
animosos, nos avisaron que a eso de la media tarde abandonaban la recepción y
que cualquier movimiento en el hotel debíamos hacerlo por nuestra cuenta,
valiéndonos de la tarjeta magnética. Les dijimos que teníamos reserva en Bocuse
y que necesitaríamos un taxi a última hora de la tarde, nos comentaron que
había un servicio a precio cerrado gestionado por el restaurante que nos
saldría más a cuenta que un taxi.
Nos desplomamos sobre la cama del hotel, la digestión de
una ensalada, incluso siendo del Mac Donald, no es una tarea complicada. Dejamos
la habitación en completa obscuridad y dormimos como benditos.
Costó un poco arrancar pero al filo de las siete de la
tarde estábamos en perfecto estado de revista, con la ilusión y el estómago
intacto. A la puerta del hotel nos esperaba un audi de alta gama, color negro,
cristales tintados y un conductor ataviado con un traje impecable, parecía que
iba a ser él quien disfrutaría de la reserva de Bocuse y no yo que no me había
afeitado y lleva una chaquetilla de verano con más arrugas que un acordeón.
La parafernalia del conductor justificaba el coste del
transporte, nos llevó como flotando sobre la carretera, atravesando un bosque
que seguía la línea del rio. En pocos minutos bajando una pequeña ensenada
aparecía el restaurante, una bombonera de color rojo que seguía manteniendo el
encanto de los viejos restaurantes de carretera franceses, los restaurantes de
carretera españoles no tienen ese glamour y se contentan con seguir ofreciendo
cintas de cassette con los éxitos de El Fari o de los Chunguitos.
Al conductor nos dijo que nos recogería dos horas y media
más tarde pero que si había alguna demora podríamos localizarle en un número de
móvil. La tarjeta que deslizó entre los dedos era propia de un embajador.
En la puerta nos aguardaba un portero vestido con un
trajecillo rojo, como de botones de hotel art decó, nos animó a fotografiarnos
bajo el soportal del restaurante, bajo el flamante cartel que anunciaba la casa
de Paul Bocuse. Aquella introducción no auguraba nada bueno y, si persistían en
el interés porque nos sacáramos fotos tal vez debíamos advertirles que habíamos
venido a comer.
Nos condujeron por pasillos que daban a salones decorados
como si fuera el palacete de los Guermantes, suelos de maderas nobles, paredes
con fotos de Bocuse en distintos momentos de su vida, sin abusar de
celébrities, y con algunos cuadros de paisajes de la zona. Mesas sólidas,
impecables, elegantemente vestidas, separadas unas de las otras con distancia suficiente
como para que no molestaran las conversaciones de los comensales vecinos. Gente
de todo pelaje, desde aquellos que sin duda cenaban todos los sábados en Bocuse
como de quienes acudían como un peregrinaje. A nuestro lado una mesa con un
matrimonio hindú con una hija adolescente, más preocupada porque le trajeran
hielo para la cocacola que por la comida.
Bocuse ofrece distintos menús cerrados y una carta que no
hace sino reproducir los platos de los menús. Nada de degustación, ni de propuestas
largas y estrechas, el esquema era de toda la vida: un entrante, un primero, un
plato de fuerza, quesos y postres, así como algunos entretenimientos para el
café. La carta de vino escueta también, apenas una cuarentena de referencias y
la posibilidad de aceptar las recomendaciones del somelier – el vino se factura
a parte del menú y en Francia eso puede convertirse en una decisión de altísimo
riesgo.
Fuimos a lo sencillo una botella de champagne, Taittinger,
y yo una copa de burdeos suelta para acompañar los quesos.
Yo elegí de primero una crema de marisco con una quenelle
de pescado, de segundo una lubina en hojaldre con una salsa suave que no lleva a
ser tártara. Los guisos hechos sobre una base de mantequilla, parece mentira
que en su día Bocuse fuera el principal adaptador de la cocina clásica francesa
a gustos más ligeros, ahora Bocuse se había convertido en clásico y sus guisos
demasiado contundentes para el gusto moderno. Sin embargo sabor, textura,
producto y salsas exquisitas, de imposible mejora, cada bocado obligaba a una
reflexión sobre lo que la comida y el comer suponen para un diletante. Recetas
reproducidas durante miles de ocasiones, en miles de almuerzos o de cena,
varias generaciones habían quedado cautivadas por la delicadeza de los platos y
quien acudía a Bocuse no aceptaría otros platos que no fueran aquellos que en
su día disfrutaron sus padres y sus abuelos. La fiabilidad de la cocina bien
hecha y de un servicio ahormado con la disciplina y el rigor de los servicios
de hace treinta o cuarenta años.
El carro de quesos era un delirio, el de postres mucho
más. Resultaba imposible tomar una decisión y el camarero sonreía ante nuestras
dudas, estaba dispuesto a dejarnos probarlo todo.
Los quesos obligaron a una segunda copa de burdeos y tras
el último de los postres nos ofrecieron una vuelta por las cocinas, impolutas,
llenas de baterías centenarias, seguramente no se cocinaba en ellas. La
restauración no deja de ser un negocio, lo que no impide que a veces se
consigan emociones y Bocuse sigue emocionando aunque sea ya un nonagenario
completamente ajeno a su empresa. Sin embargo nada más bajar del avión y entrar
en el aeropuerto de Lyon una gran fotografía del maestro anuncia que la región
del Ródano- Alpes es su territorio, son sus dominios.
No era tarde cuando salimos del restaurante, allí estaba
el flamante conductor, impecable, con las puertas del coche abierta, como si
fuéramos los principales comensales del local aquella noche. Por unos segundos me
sentí como un burgesón satisfecho dispuesto a comerse el mundo, le pedí al
chofer que nos llevara al centro de la ciudad a un local en el que pudiéramos
tomar una copa, ¿una discoteca?, nos preguntó, algo más tranquilo, le respondí.
Nos llevó a una terraza céntrica, medio vacía, antes de que bajáramos del coche
se aseguró de que el encargado del local le garantizara la comisión. EL
conductor nos cobró dos euros más de lo que nos había cobrado por el trayecto
de ida, las copas ni eran especialmente baratas, ni el local especialmente
elegante pero nosotros estábamos encantados de estar y ver Lyon, de disfrutar por
fin de algo de fresco.
Regresamos al hotel dando un largo paseo a lo largo del
rio hasta llegar al hotel pasadas las doce de la noche, satisfechos y con ganas
de haber explorado la ciudad. El influjo de Bocuse nos impidió fijarnos otras
prioridades más allá de prepararnos y disfrutar de la mesa, para otra ocasión
queda su museo de bellas artes y el rincón dedicado a los pintores
contemporáneos, entre ellos Bacon y una ibérica alegoría a las corridas de
toros.
A la mañana siguiente paseo, desayuno ligero y regreso al
aeropuerto, menos de 24 horas en la ciudad.
Cualquiera de los platos que probados, cualquiera de las
bandejas que vimos pasar atesoraban el talento y destreza de decenas de años en
los fogones, quizá por lo sencillo y especial de entre todo lo probado me
quedaría con las quenelles de pescado que acompañaban a la crema de marisco.
Las quenelles son una especie de croquetas hechas con
nata y claras batidas que, en vez de freírse, se escaldan en agua hirviendo para
que dar como ligeras nubes de masa con sabor a pescado.
La pasta de la quenelle se hace con 200 gtramos de pescado
crudo, 100 de leche con una pizca de harina – como la masa de la bechamel -,
100 de mantequilla, 3 cucharadas de nata cruda, un huevo entero, dos claras más,
una pizca de sal y otra de pimienta.
La receta se inicia como una bechamel hecha con la
mantequilla, la harina, la leche y el pescado desmigado. Sal y pimienta. Se
cocina a fuego muy suave para que espese.
En el tramo final de la bechamel se incorpora la yema de
huevo. Se baten a punto de nieve las tres claras y cuando la masa esté a
temperatura ambiente se mezcla con las claras batidas.
Con ayuda de dos cucharas se forman las quenelles,
pequeños bloques de masa. Se trabaja con cuidado, mojando primero las cucharas
en aceite para que no se peguen.
Se escalfan en agua hirviendo, agua abundante salada con generosidad.
Se van haciendo las quenelles una a una sumergiéndolas en agua hirviendo y
esperando a que rompa a hervir. Se escurren con cuidado y se depositan en el
plato para servir como acompañamiento.
Poco más que contar de la experiencia de Bocuse, sólo el
deseo de regresar con los amigos que finalmente no pudieron viajar, agradeciéndoles
a oportunidad de peregrinar hasta Lyon.
Estupenda experiencia una cena en Paul Bocuse, esos regalos no los hace mucha gente, se lo comentaré a mis amistades por si alguno "pica", claro que sabiendo vuestros gustos gastronómicos es lo mejor que han podido hacer y aunque el viaje fuese tan rápido mereció la pena. Jubi
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