Estoy en el aeropuerto de Luxemburgo, han
pasado las seis de la tarde, todavía quedan tres horas para que salga mi vuelo
de regreso a casa.
Es viernes, en Luxemburgo llueve. Cientos de
funcionarios de distintos países europeos van arriba y abajo del aeropuerto
deseando llegar a sus ciudades de origen. Luxemburgo es un país de paso, se
vive bien, tiene un altísimo nivel de vida, pero es tierra de paso. Seguramente
durante el fin de semana la ciudad será una ciudad fantasma y su larga avenida
con imponentes edificios públicos y privados será fantasmal.
He estado tres días en Tréveris, en un curso
de derecho comunitario, Tréveris es una pequeña ciudad de Alemania (como la de
la novela de Le Carré), escondida entre bosques. Allí hay una escuela de
derecho europeo. Durante dos días he estado sumergido en una burbuja de
presentaciones en power point y exposiciones en inglés. Había un ponente inglés
al que era imposible seguir, el resto de los ponentes manejaban un inglés de
supervivencia muy fácil de reconocer y de entender. Hemos hablado de Google, de
las grandes marcas transnacionales, de los riesgos de las falsificaciones, del
comercio electrónico y de las redes piratas. Clases de 40 minutos, muy
participativas. En todo momento la organización nos ofrecía galletitas y tazas
de té.
No hay grandes sorpresas gastronómicas por
estos lares. Los filetes empanados fritos en grandes cubetas de mantequilla,
los pasteles insípidos de verdura, con suerte un poco de trucha. Salchichas por
doquier, guisos de cerdo… El jueves a mediodía en el bufete que ponía la organización
había un estofado de corzo, demoledor si tenemos en cuenta que tras el estofado
quedaban todavía tres horas de debates.
Los modernos viajes por Europa responden
todos a un estándar parecido, sobre todo los viajes de trabajo. Gente que pasea
medio zombi buscando coberturas de wifi gratuito, peleándonos por un enchufe
libre en el que poner a cargar los teléfonos.
Las ciudades responden casi todas a un mismo
patrón, las mismas tiendas, las mismas cadenas de restaurantes, las mismas
ropas y complementos.
Yo he encontrado un rinconcillo detrás de la
zona comercial para poder trabajar y vigilar de reojo a los transeúntes. Con
alguno de ellos he compartido las jornadas de Triers, son abogados, profesores
o altos funcionarios internacionales que han perdido el glamour de hace algunas
horas, ya no son brillantes ponentes que nos iluminan con sus conocimientos, son
zombis que se han aflojado ya el nudo de la corbata, que discuten con sus
parejas sobre cuestiones cotidianas, que se hurgan a escondidas la nariz.
Nos saludamos con un ligero gesto elevando la
cara, sin confianza para iniciar una conversación. Hace un momento un abogado
inglés me ha pedido que le vigile la maleta mientras acude al servicio. Supongo
que esa ayuda nos permitirá entablar una conversación un poco más intensa durante
el tiempo de espera. Así practicaré mi inglés unas horas más, además con un inglés
de la City, dios quiera que no tengamos que hablar del brexit, que nos contentemos
con hablar de futbol.
La organización del congreso al que asistía
ofrecía una lanzadera desde la Universidad de Treveris hasta el aeropuerto de
Luxemburgo, yo, como soy un intrépido aventurero, preferí desplazarme por mis
medios: trenes y autobuses.
He estado tentado de darme un paseo por
Luxemburgo, pero llovía, era la hora de la salida de las oficinas y la ciudad,
completamente levantada por las obras, parecía una sitiada por la guerra. Los
carteles anunciaban una exposición de Fernand Leger, pero he tenido la mala
fortuna de que hasta mañana no la inauguran. La última vez que estuve en esta
ciudad tuve la oportunidad de descubrir a un escultor alemán del que he
olvidado el nombre.
En
Tréveris, frente a las aulas donde nos impartían las clases, había una
escultura de Chillida, hace ilusión ver arte amigo cuando sales de casa,
descubrir que a veces las cosas se valoran mejor fuera.
Ayer en la cena de despedida una jueza
francesa me estuvo preguntando por Dalí, quería visitar Figueras este verano
con la familia, le di algunas referencias gastronómicas por la zona.
Dicen los viajeros relamidos que todo viaje
supone un viaje interior, incluso este tipo de viajes de trabajo tiene
elementos de introspección, aunque corremos el riesgo de que al
introspeccionarnos no encontremos gran cosa de interés.
Yo aprovecho para leer, para escribir, para
echar de menos a la gente que quiero, no la echas de menos hasta que no te das
cuenta de que no la tienes al lado.
El gran reto de lo que queda de tarde es
elegir el bocadillo que me comeré cuando me entre apetito, decidir si me tomo
un par de cervezas que me amodorren y me permitan transitar por los corredores
del aeropuerto como un zombi más.
Mañana, con un poco de suerte, me acercaré al
mercado, tengo un poco de lío a primera hora de la mañana porque le he prometido
a un amigo que daría una charla sobre el sistema judicial español a un grupo de
abogados europeos que celebra su encuentro anual en Barcelona. Cuando termine
mi breve exposición me aflojaré el nudo de la corbata y me escaparé al mercado
a comprar gambas. Hace algunos años escribí sobre el carpaccio de gambas, la
entrada se llamaba cadáveres exquisitos.
Mañana seguramente haré un pastel de gambas,
con algunas trampas:
Compraré una docena de gambas rojas, gambas
grandes. Las pasaré un par de minutos por la sartén, que suden un poco.
Mientras enfrían sofreiré una cebolla grande
y dos zanahorias picadas. Pondré a hervir un par de huevos.
Creo que en la nevera tengo congelada una
cola de merluza, me irá también bien. He de acordarme esta noche, cuando llegue
a casa, de sacarla del congelador.
Cuando las gambas se hayan enfriado un poco
las pelaré, reservaré las colas jugosas de las gambas en un plato. Pondré las
cabezas y las cáscaras de las gambas en el thermomix, añadiré medio litro de
leche ideal, una pizca de sal, una pizca de pimienta blanca y un trozo
minúsculo jengibre.
Programaré el aparato 15 minutos, a máxima temperatura
y máxima capacidad para que los restos de las gambas se desintegren en la crema
de leche, queden completamente desleídos en el caldo, que tomará un color
rosado encantador.
Pasaré por la sartén la cola de merluza, lo
justo para que pueda desmigarse después.
En un bol pondré la leche ideal herida por
los restos de gambas, los trozos sin espina de la merluza, dos huevos duros
picados, la cebolla con la zanahoria sofrita y las colas de gamba enteras.
Añadiré 4 huevos que batiré bien antes de mezclarlos en el bol con el resto de
ingredientes.
Engrasaré un molde metálico alargado, de los
que se usan para hacer plumcake, encenderé el horno y pondré una bandeja alta
llena de agua para que el pastel cuaje al baño maría.
Prepararé una mahonesa muy densa. No quiero
cubrir el pastel, quiero que se vea rojo, que asomen las colas de las gambas, pero
una gran cucharada de mahonesa espesa al lado le dará contraste.
Si todo va bien, los colores del plato serán
como los de los cuadros de Fernand Leger, los que no he podido disfrutar esta
vez, aunque no descarto que en unas semanas me toque viajar de nuevo por estas
tierras, entonces el objetivo será disfrutar de Leger y del vino blanco del
Mossela.
Te entiendo muchísimo. En estos momentos estoy en Dublín y desesperada con la comida. Volveré gorda como una vaca y además con pesadez de estómago.
ResponderEliminarPaciencia en el aeropuerto.
LSC
Mientras leo tu entrada estoy oyendo las ideas del presi de vuestra Comunidad así que estoy tratando de centrarme en la escritura y esperando me siente bien el café. No envidio esos viajes relámpago que haces, menudo rollo y menuda paliza. El pastel de gambas tiene que estar de rechupete. Jubi
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