¿Estuve
el viernes pasado en Palma de Mallorca?
Tengo
dudas, creo que el viernes pasado estuve en Palma de Mallorca, o puede ser que
el calor haya derretido definitivamente mis sesos.
Recuerdo
haber cogido un avión a las seis y media de la mañana, para llegar sin agobios
al aeropuerto habría tenido que levantarme sobre las cinco menos cuarto – en mi
caso no suele ser un problema -, dejo el café hecho y los bocadillos para el
colegio de los niños.
El
aeropuerto de Barcelona de madrugada es un hormiguero atestado de mochileros,
de guiris desorientados y de ejecutivos encorbatados con la cara desencajada
por el madrugón. Es difícil evitar ser catalogado en cualquiera de estos
grupos. Yo había recibido el mensaje de que el curso al que asistía era informal
y que, por lo tanto, no había que llevar corbata. Por lo tanto me quedé
encasillado en el grupo de despistados que deambulan por el aeropuerto al
amanecer.
Aparqué
el coche – tuve que hacer una foto de la plaza de aparcamiento para evitar
despistes -, caminé hacia la terminal de salidas y pasé el primero de los
controles, normalmente ese primer tramo lleva veinte minutos.
El ritual de vaciar los bolsillos,
quitar reloj y cinturón, dejar el ordenador en una bandeja independiente y
permitir que te manosee un guardia de seguridad obliga a llegar a la zona de
equipajes otros veinte minutos antes de la hora de embarque. En mi caso casi
siempre me toca, aleatoriamente, control corporal, no sé si tengo cara de
terrorista o todo lo contrario.
Cogí el periódico y fui directo a la
cola de embarque, ya estaban embarcando. Vueling suele relegarme siempre a las
últimas plazas del avión, con las incomodidades que conlleva. Me molesta sobremanera
la política que tienen de cobrar complementos por elegir asientos (cuanto añoro
los viejos vuelos de Iberia con asiento preasignado, zumo de tomate y
cacahuetes).
Milagrosamente el avión salió en hora,
tan en hora que a las siete de la mañana estábamos aterrizando. El vuelo es un
suspiro, se tarda más en las maniobras de pista.
Me encaminé hacia el autobús, rodeado
de adolescentes que acababan de terminar el instituto y viajaban a la isla para
arrasarla. Adolescentes sobreexcitados, enganchados al móvil, todo lo
fotografían y comparten por Facebook o Instagram. Me sentí viejo, muy viejo y,
lo que me resulta mucho más preocupante, me vieron viejo, muy viejo: Nada que
compartir en la red, nada que gritar, nada que arrasar. Yo repasaba mis
papeles.
Antes de las ocho de la mañana estaba
en el centro de la ciudad, me bajé un par de paradas antes de lo previsto para tener
margen para caminar un rato por la ciudad y sacudirme la melancolía de haber
compartido bus con las manadas de adolescentes en flor. Ahora que recuerdo, yo
también fui de viaje de fin de curso con 17 años a Palma de Mallorca (Arenal) y
con 18 a Ibiza. Entonces no se alquilaban apartamentos por Rb&B, íbamos a
hoteles de ínfima calidad.
Primera parada, obligada: Desayuno en
Can Joan d’Saigó, en una callecita frente al Corte Inglés. Mis amigos mallorquines
dicen que en el letrero de esa cafetería hay, por lo menos, cuatro faltas de
ortografía catalana. Allí tomé un café, dos ensaimadas (las mejores del mundo,
las sirven calientes), una coca de Quart y un vasito de agua. Leí el periódico
y me dejé llevar por el tiempo y los recuerdos. En Can Joan me sentí joven, la
medida de edad de los desayunantes del amanecer superaba los 70 años. Los
camareros de allí son de toda la vida, puede que sean vampiros ya que no les
noto envejecer y eso que llevo más de 30 años acudiendo a este salón de té de
imposibles terciopelos rojos a desayunar.
Hasta las diez no empezaba mi curso,
tenía margen para pasear, para terminar de prepararme mi exposición. Caminé
hacia el palacete donde está ahora Caixa Forum, la librería no estaba abierta,
pero sí el café. En pedí un té con limón y leí tranquilamente el periódico.
Poco antes de las diez empezaron a
llegar compañeros que se incorporaron a la mesa, empezamos una tertulia
agradable sobre barcos y travesías marítimas. No había prisa por empezar.
A eso de las diez y cuarto estábamos ya
en la mesa de trabajo. Papeles extendidos y discusiones profesionales. Pasado
el mediodía paramos a desayunar (hay costumbres sagradas). Nos esperaba un
pequeño buffet que, entre otras delicias, tenía unas mediasnoches rellenas de
sobrasada con miel. No exagero si digo que me comí cuatro.
Nos volvimos a sentar entorno a los
papeles de trabajo, quedaba poco tiempo y los compañeros empezaron a
desaparecer, tenían compromisos varios, los propios de un viernes pre-estival.
De entre todos los planes, el más sugerente era el de un amigo que tenía que
preparar una fiesta en la que un grupo musical tocaría canciones de Bonet de
San Pedro mientras él serviría cañas hasta agotar un barril de 30 litros de
cerveza, todo lo hacía en la terraza de su casa, frente al mar. Yo estaba
invitado.
Se acercaba la hora de aperitivo, me
esperaba un viejo amigo de la familia. Me escurrí como una anguila y evité
comprometerme a comer con él, pero no me pude salvar del aperitivo: Un par de
cañas, una tapa de ensaladilla rusa (majestuosa), pulpo asado y mejillones a la
marinera. Eran ya cerca de las tres, tocaba comer.
Muy de mañana había revisado mis notas
sobre Palma, quería comer frito mallorquín. Me frustró saber que Can Carles
había cerrado años atrás, también había cerrado la vieja bodega que había
detrás de la lonja (el tiempo pasa). Reservé en can Pages, está en una
callejuela que sale de la parte baja del Borne.
Mesas con manteles a cuadros y bullicio
de oficinistas con prisas, también algún extranjero. A la camarera le sorprendió
que no quisiera menú, pedí una ración de frito mallorquín y un vaso de vino. Ya
he escrito en otra ocasión sobre el frit, sus secretos y sus encantos ( http://undiletanteenlacocina.blogspot.com.es/2011/05/cap-xvii-la-mejor-cocinero-del-mundo.html).
Colgué la fotografía del plato de frito
en Instagram (no era tan viejuno como me hicieron creer los adolescentes por la
mañana), en pocos minutos conseguí cerca de una cincuentena de Likes. De postre
un trozo de sandía.
Fuera, en la calle, un sol abrasador.
Caminé de nuevo hacia Caixaforum para darle un vistazo a la librería, siempre
hay cosas interesantes allí, libros de arte, de viajes, de cocina.
Sobre las cuatro y media marché hacia
la parada de autobús. Pese a llevar todo el día comiendo, comiendo alimentos
recios, pero me sentía ligero.
Repetí en el aeropuerto de Palma el
protocolo de controles, cinturones y pequeñas humillaciones. Atravesé la zona
de tiendas, husmeé sin decidirme a comprar nada, no tenía la sensación de haber
estado en realidad de viaje.
Leí un rato mientras los pasajeros se
agolpaban en la cola, de nuevo Vueling, de nuevo sus pequeñas miserias. Tardé
más en llegar a mi asiento que en llegar a Barcelona. Apenas una cabezada de
unos minutos.
De regreso en casa, poco antes de las
ocho de la tarde, tenía dudas de si había estado en Palma, de hecho, he tardado
una semana en recopilar las pistas que me permiten pensar que sí, que el
viernes pasado, como en un sueño, estuve en Palma y pensé que tal vez debería
irme a vivir allí.
Tan añoroso quedé que este fin de
semana prepararé un guiso mallorquín, una lengua de ternera con alcaparras.
Para hacer la Llengua amb táperas se
necesita, claro está, una lengua de ternera hermosa y brillante, ha de ser una
lengua tersa, que no blandee.
Se tiene que cocer con un trozo de
hinojo, un puerro, una zanahoria, una hoja de laurel, unas bolitas de pimienta
negra y sal. En la olla a presión en una hora está hervida. Conviene colar el
caldo y reservar la lengua para que se enfríe (sigue dando impresión una vez
hervida).
En una cacerola grande se pone un
chorro generoso de aceite, fuego suave, y se pica una cebolla hermosa (en estos
guisos el aceite es generoso y la cebolla hermosa), un par de zanahorias en
daditos y una hoja de laurel. El fuego suave para que la verdura vaya
confitando. Cuando la cebolla esté trasparente se añaden un par de tomates
pelados y cortados, si hay tiempo se despepitan, si no hay tiempo se echa un
bote de tomate crudo pelado.
Se
remueve suavemente, se rectifica de sal y de pimienta. Yo suelo ponerle un
pellizquito de azúcar, por aquello de la acidez del tomate.
Hay que dejar que reduzca bien el agua
y que el sofrito brille. Cuando está luminoso y salta en pequeños borbotones se
añade una cucharadita de harina (para dar cuerpo), se remueve bien y luego se echa
un chorrito de vino blanco (puede que un poco de vermut blanco también le fuera
bien). Se sube el fuego unos minutos y luego se deja al mínimo. EN los recetarios
tradicionales el sofrito se pasa por un colador chino para que quede una salsa
ligada y densa.
La lengua está ya fría, hay que
pelarla, cortarla en filetes no muy gruesos, pasarla por harina y freírla levemente,
antes de añadirla al guiso. Se colocan amorosamente los filetes de lengua en el
guiso y se cubre con el caldo de la cocción. Fuego muy suave para que la carne
termine de guisarse (15 minutos). Se incorporan dos cucharadas soperas de
alcaparras y se deja cociendo todavía 5 minutos más, con la tapa puesta para
que no se seque mucho la salsa.
Estos platos ganan mucho si reposan
unas horas.
Y como complemento al plato un cuadro
de Hans Makart, un pintor austriaco del siglo XIX, una alegoría a la vida
lujuriosa. Es fabuloso que la lujuria se ligue a las sandías, hermosas y
bermellonas.
Y como complemento al complemento, Lana
del Rey y su cántico a la lust life (https://www.youtube.com/watch?v=eP4eqhWc7sI).
(¿Y si ya hubiera escrito y descrito esta receta? Puede que realmente me esté haciendo viejo).
Hola Dile, cómo sabes, me horroriza esta receta.
ResponderEliminarNo puedo ni mirar de lejos una lengua de esas, pero he disfrutado el resto del relato.
LSC
No me extraña que añorases la ISLA (con mayúsculas porque es maravillosa), fueron unos años que siempre recordaremos con el mismo cariño y a su gente. Que rica lengua has preparado, ni se los años que no la como, pero pelarla lleva su tiempo. Mis recuerdos a LSC. Jubi
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