VIII.- PIMIENTA DE MADAGASCAR.
La pregunta de Anglada
entreabrió una caja de los vientos que Andrés intentaba tener cerrada,
herméticamente cerrada. Le inquietaban los recursos, había conseguido
mitigarlos a base de disciplina y trabajo, mucho trabajo. Estando de baja las
cosas eran más complicadas, el aburrimiento, la monotonía, debilitaban todos
los cortafuegos.
Aquella noche durmió
intranquilo, no recordaba con nitidez haber soñado algo concreto, la medicación
actuaba como un mazazo que le sumía en un sueño normalmente profundo e
impersonal, sin embargo, se levantó con la impresión de haber pasado una mala
noche.
Con el paso de los años había
construido un relato que diera cuerpo al episodio del tiroteo, un relato en el
que Andrés recordaba la mirada fría del terrorista antes de dispararle. Poco
tenía que ver aquel relato con la realidad de un momento de pánico en el que
unos chicos nerviosos, empezaron a disparar sin criterio, disparar al bulto,
entre gritos y aspavientos. Andrés vio caer a su compañero, un disparo en el
cuello, un reguero de sangre incontrolable. Andrés cerró los ojos, apretó los
dientes y disparó con el instinto de un animal acosado. No hubo tiempo para la
épica, fue sólo terror, terror producto de una imprudencia previa ya que los
protocolos advertían del riesgo de realizar una parada imprevista para
identificar a unos desconocidos que habían detenido su coche en el arcén. Los
protocolos advertían que no debía salir un policía solo, que las advertencias
debían hacerse siempre sin bajarse del vehículo, previa comprobación de las
matrículas y previa comunicación a jefatura. Aquella mañana los protocolos
saltaron por los aires, el compañero de Andrés bajó del vehículo pensando que
aquellos chicos que habían detenido el coche en el arcén necesitaban ayuda para
cambiar una rueda, de aquella imprudencia surgió el caos, rápidos disparos de
los chicos antes de que el compañero pudiera ni tan siquiera desenfundar la
pistola, Andrés sin capacidad de reaccionar, sin tiempo de advertir a su
compañero. Bajó del coche disparando, con la imagen del compañero desangrándose
irremisiblemente. Gritos, sólo gritos, rabia y pánico, no pudo contener el
vómito. Le hubiera gustado disponer del temple para haber mirado previamente a
los ojos a quien tenía que matar, no por épica, sino por rabia, por mero
instinto de supervivencia.
No soñó con el tiroteo, hacía
tiempo que no soñaba. Se levantó sudoroso, con la boca seca, el calor de
aquella madrugada de agosto era insoportable, como lo había sido el día antes,
como lo sería el día después.
Andrés encendió el ordenador,
se había dejado unos archivos pendientes de leer el día anterior, breves ensayos
y reflexiones sobre las Meninas que había ido capturando por la red.
“En el momento en que colocan al espectador en el campo de su visión,
los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro, le asignan un
lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman su especie luminosa y
visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible de la tela vuelta. Ve
que su invisibilidad se vuelve visible para el pintor y es traspuesta a una
imagen definitivamente invisible para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se
hace a la vez inevitable aún por un lado marginal”.
Era una cita de un comentario
de un psicólogo francés a las Meninas. Andrés no entendió gran cosa. Todavía no
había amanecido, leía casi por inercia, sin embargo, aquella frase le apresó.
Decidió que aquella mañana cuando fuera al museo buscando refugio para mitigar
la hola de calor, se detendría ante las Meninas para observar únicamente la
mirada de Velázquez, para quedar cautivado por aquel imán, para descubrir cómo
ladeaba ligeramente el cuello hacia la derecha, cómo el labio también caía con
suavidad hacia el mismo lado, cómo la mirada eludía el lienzo y se dirigía
directamente al espectador, cautivándole, diciéndole que el cuadro tenía
sentido en la medida en la que era mirado, en la medida en la que el visitante formaba
parte de la escena, se integraba como un personaje más, como el punto de vista
principal que daba sentido a toda la obra.
Andrés entornó ligeramente los
ojos, el sueño quería apresarle otra vez, sin apagar el ordenador se retiró de
la silla y buscó acomodo en el sofá, encendió la televisión y, con la voz a un
volumen mínimo, se distrajo viendo un concierto de jazz. Era muy pronto,
todavía no habían empezado los noticiarios de la mañana. Poco a poco le fue
invadiendo el sueño, dio una cabezada que no supo determinar si fue larga o
corta. Cuando abrió de nuevo los ojos el día clareaba. Tenía toda la mañana,
toda la tarde, toda la noche por delante sin mucho que hacer, sólo huir de si
mismo.
Fue a la cocina a preparar el
café descafeinado, un agua sucia que tomaba con tostadas integrales, bajas en
sal. Se duchó y a las ocho estaba ya en la calle. La disciplina era vital para
evitar caer en la melancolía.
Nada más empezar el día y ya se
sentía fatigado, el insomnio y el calor ayudaban poco. El teléfono móvil empezó
a vibrar, miró sobresaltado la pantalla, no era habitual que recibiera mensajes
o llamadas, ni siquiera las habituales de la publicidad.
Poveda le había mandado un wasap,
reiteraba que su cuñado trabajaba en la central de la policía local y que
aguardaba la llamada o la visita de Andrés. Poveda adjuntaba el número de móvil
de su cuñado.
Andrés agradeció a Poveda el
recordatorio y se dispuso a llamar al número de contacto. Había decidido
aparcar su obsesión por el hombre del respingo, aquella mañana le arrastraban
otras angustias.
La amabilidad del cuñado de
Poveda le abrumó, fue vano cualquier intento de eludir la visita. Andrés
encaminó sus pasos hacia la central de la policía local, no le suponía un cambio
importante de ruta. Tomaría un descafeinado, buscaría una conversación neutra
llega de lugares comunes, estrecharía la mano a su interlocutor y marcharía en
cuanto pudiera al museo, buscando el aire acondicionado y la serenidad de los
cuadros. El objetivo principal del día era conseguir cerrar de nuevo la caja de
Pandora.
El cuñado de Poveda había
tomado ya café, no hubo manera de sacarle de su despacho. Desde una gran pantalla
de ordenador se podía contemplar casi cualquier esquina de Madrid, sobre todo
las del centro.
Andrés puso en antecedentes a
su interlocutor, le comentó los encuentros casuales con el hombre del respingo,
le detalló lo que pensaba que era una rutina que llevaba a aquel sujeto a
moverse alrededor de los cuatro vientos de la Plaza de Neptuno. El cuñado de
Poveda introdujo unas coordenadas sobre el teclado del ordenador y en la
pantalla emergió la esplanada del museo del Prado y el banco donde se produjo
el primer encuentro. La imagen no era nítida, pero se podía identificar a
Idriss Maluf, sentado en el banco, en posición de alerta, sin apoyarse sobre el
respaldo, con el móvil en la mano.
Andrés preguntó si era posible
ver grabaciones de otros días, comprobar desde que fecha Maluf había iniciado
su rutina. Tomaron referencia el 1 de julio y comprobaron que cada cinco días
Maluf acudía a ese banco y permanecía expectante durante poco más de una hora, móvil
en mano, dedos inquietos. Andrés pidió, si era posible, remontarse a primeros
de junio, en unos instantes aparecieron de nuevo las imágenes, avanzaron en el
calendario y hasta la última semana de junio no apareció Maluf por primera vez.
Siempre con una camisa blanca remangada a la altura del codo, siempre alerta.
Revisaron las grabaciones de
varios días hasta llegar a aquella misma mañana, la del 9 de agosto. Andrés
llegó a la convicción de que Maluf, el hombre del respingo, seguramente sería
el controlador de los horarios de alguna empresa de autobuses encargada del
traslado de turistas, sólo así se entendía su presencia casi diaria en la zona
y sus costumbres.
Revisando las imágenes de los
días diversos Andrés comprobó que las mañanas que Maluf no ocupaba el banco
frente al museo solía ocuparlo otra persona, un chico más joven que cada cinco
días llegaba al banco más o menos a la misma hora, permanecía más o menos el
tiempo y mantenía una actitud de espera similar. Aquella incidencia hizo que
Andrés le pidiera al cuñado de Poveda revisar de nuevo las imágenes de los días
sucesivos y así Andrés pudo comprobar que no era uno sino cinco los personajes
que integraban aquel misterio, cinco personas que mecánicamente se sucedían el banco
a lo largo de los días, a media mañana, cinco rutinas coincidentes.
Andrés preguntó si era posible
revisar las imágenes de otra de las cantonadas de la plaza, la que había junto
al hotel Palace, donde había visto también a Maluf. Constató que las cinco
personas coincidían, que establecían turnos de espera o vigilancia siempre a la
misma hora, el mismo tiempo. Andrés se había centrado en Maluf, pero lo cierto
es que eran cinco las personas a vigilar. Todas ellas de una edad pareja, puede
que el del respingo fuera el mayor, los demás parecían mucho más jóvenes,
aunque las imágenes no permitían una identificación certera.
Andrés no entró en muchos
detalles, tomó unas notas y estrechó cordialmente la mano al cuñado de Poveda,
a quien prometió volver a visitar nuevamente para que le aceptara un desayuno.
Miró el reloj, había estado
cerca de tres horas frente al ordenador, tenía la vista cansada, la espalda
entumecida y la cabeza espesa. Recordó que por aquella zona había un restaurante
que había frecuentado, una vieja casa de comidas de toda la vida. Habían pasado
más de cinco años desde la última visita. Tenía hambre y, sobre todo, tenía la
necesidad de abandonar la sensación de ser una persona enferma, agotada. En
casa le esperaba una pechuga a la plancha y las consabidas verduras hervidas.
Decidió que era momento de darse un pequeño homenaje, de hacer un quiebro que
le permitiera salir de la espiral obsesiva de los últimos días, de las últimas
horas. Quién sabe si uno o dos vasos de vino podría ayudarle a recuperarse.
El restaurante no había
cerrado, con ello se disipó su primer temor, tampoco había cambiado su aspecto,
seguían las mismas mesas de madera con los manteles a cuadro, las servilletas
de papel y las frías sillas de formica. No había muchas mesas ocupadas, todavía
era pronto, se sentó sin caer en la cuenta de que el restaurante no lo
regentaba ya el matrimonio de Jaén que recordaba, sino una ruidosa familia
turca.
Le dio vergüenza levantarse y
abandonar el local, ya se había aposentado, la temperatura en el interior era
fresca y una chica solícita le había entregado una carta llena de referencias
ignotas, de platos que difícilmente podía descifrar. No se atrevió a pedir la
copa de vino, se conformó con una cerveza de barril, una caña.
Entre las distintas propuestas
situó una ensalada aliñada con una salsa de ajo, eneldo y yogurt. De segundo
plato pidió calamar, unos extranjeros lo estaban tomando en la mesa de al lado.
Era un calamar grande, relleno de una pasta blanca que no pudo identificar.
La ensalada no tenía grandes
sofisticaciones, unas hojas de lechuga fresca, cebolleta picada, aceitunas
negras, pepino y la salsa de yogurt, servida a parte para que el comensal
pudiera dosificarla.
El calamar estaba relleno de una
pasta de queso, cebolla, aceitunas y eneldo fresco, un plato muy sabroso y
original. Andrés se pidió otra cerveza para acompañar el segundo plato que
tenía un punto entre agrio (el queso) y picante (unas bolitas de pimienta con
un pequeño rabito). Andrés le pidió a la camarera la receta de aquel plato, la
chica le miró extrañada y marchó en silencio hacia la cocina, al poco tiempo
salió la cocinera, una señora entrada en años y en quilos que debía ser la madre
de la chica. Después de deshacerse en halagos y en agradecimientos por acudir
al local, después de hacerle una y cien veces preguntas sobre si le había
gustado de verdad la comida, después de cien reverencias, le indicó cómo había
que preparar los calamares rellenos.
El calamar era congelado, originario
del océano índico. La señora advirtió que aunque la pieza era congelada
aseguraba que era de la máxima calidad, un calamar grande, carnoso, que venía
sin limpiar. Ella lo limpiaba cuidadosamente en la cocina, reservando los tentáculos.
Lo lavaba bien al chorro del grifo y después lo secaba mimosamente con un paño
seco.
Había que pasar el calamar por
la plancha, planta que debía estar muy caliente, ligeramente engrasada para que
no se pegara el calamar. Vueltas rápidas, para que el calamar se dorara un
poquito y ganara tersura.
Se retiraba rápidamente el
calamar de la plancha y se reservaba en una bandeja. Ya en el fuego tenía una
sartén con un poco de aceite, de oliva advirtió, pensando que al tratarse de un
restaurante turno los comensales podrían tener dudas sobre el origen del
aceite. Sin dejar que el aceite tomara mucha temperatura, se sofreía una
cebolla pequeña, dulce, muy picada, se dejaba rehogar unos minutos, hasta que
quedara transparente. Con el fuego bajo se añadían los tentáculos del calamar,
también las aletas, picadas muy finas. Salaba ligeramente el sofrito y añadía
unas bayas de pimienta de Madagascar, la cocinera aprovechó para indicar que
ella era de Turquía pero su marido era malgache, se había conocido en Alemania
y llevaban ya en Madrid diez años viviendo, aquel era su segundo restaurante.
El marido se había empeñado en usar pimienta de Madagascar para aquel plato.
Entre risotadas la señora advirtió que la pimienta española era muy mala, seca
y vulgar.
Cuando la patas de calamar se
habían ya guisadas se desleían en el sofrito 200 gramos de queso feta, queso
griego, un punto agrio. Con ayuda de un chorrito de vino blanco dulce se terminaba
de deshacer el queso, convirtiendo todo en una masa blanquecina, casi una crema
densa. Ella picaba cinco o seis aceitunas negras que mezclaba con la pasta para
darle una nota de color. Lo suyo era utilizar aceitunas de Kalamata, pero como
eran muy caras, las habían sustituido por unas aceitunas aragonesas que
aguantaban muy bien el tipo.
Una vez se había deshecho el
queso del todo, formando una masa informe con la cebolla, las briznas de
calamar y las aceitunas, se espolvoreaba una pizca de eneldo fresco, se acababa
de mezclar y, una vez, atemperado, se rellenaba el cuerpo del calamar.
En la misma sartén en la que se
había preparado el sofrito, sin limpiar, se le daba un nuevo golpe de calor al
calamar, a fuego vivo. Un chorro mínimo de vino permitía terminar de trabar la
salsa, el calamar sudaba un poco, lo justo para que el queso acabara de
supurar. La salsa aceptaba bien una pizca más de eneldo o de perejil.
El plato no temía mucha más
complicación.
Andrés terminó de comer,
agradeció la explicación, apuró la cerveza y aceptó ser convidado a un café que
esperaba fuera realmente descafeinado. Pidió una tarjeta del local y tomó aire
antes de enfrentarse a la canícula del mediodía en la ciudad. En la mente una
sola idea, la de llegar cuanto antes a casa y dormir una siesta larga que le
ayudara a poner un poco de orden en la cabeza.
Pimienta negra de
Madagascar o Pimienta Voatsiperifery (Piper
nigrum L.). Esta pimienta nace en lianas que llegan a alcanzar hasta
treinta metros de altura en plena selva tropical, lo que dificulta su
recolección. La planta es originaria de Madagascar y se cosecha en los meses de
julio y agosto, hay que recogerla a mano. Es una pimienta picante, con notas a
madera, a frutas tropicales y cítricos, combina bien con el chocolate, también
con platos que tengan cierta untosidad.
Estoy leyendo tu relato mientras oigo el concierto, hoy tocan arias de zarzuela y es un lujo poder compaginar las dos cosas, pero me falta el poder saborear ese rico calamar. Jubi
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