IX.- PIMIENTA BLANCA.
Mi eoreh. Así llamaba Graciela a
Andrés cuando ingresó en la academia de policía. Serás mi eoreh, se reía mientras paseaban por el Retiro. Iban a
estudiar juntos filología, sin embargo, meses antes de terminar el bachillerato
Andrés, compungido, le dijo que estudiaría Derecho y que haría las pruebas para
ingresar en la academia de policía.
Graciela no se enfadó, nunca se
enfadaba, sabía que Andrés estaba sometido a la presión familiar, su padre no había
podido llegar a inspector, se retiró después de hacer muchos años de calle y
aprobó las oposiciones a vigilante del Museo del Prado con el regusto triste de
no haber pasado las pruebas de ascenso. Andrés era de otra madera, mucho más
ambicioso, se sacaría la carrera y ese mismo año pasaría las pruebas de ingreso
para la academia de Ávila, entraría directamente como subinspector, un escalón
por encima del último de los grados que consiguió su padre.
Estudiar para policía a finales
de los años setenta era una heroicidad en todos los sentidos, todavía quedaban
viejos resabios en el cuerpo, los uniformes grises, el alma grisácea también,
con dificultades para comprender que los tiempos estaban cambiando.
Las promociones jóvenes se recibían
con recelo, los títulos universitarios daban pavor a algunos mandos y los más
brillantes eran destinados, casi como un castigo, al Norte. Un Norte que
escribían con mayúsculas, porque allí se pasaba miedo, horror, allí se forjaban
en realidad los policías, de allí salían transformados, marcados por el recelo.
Graciela paseaba con Andrés por
el Retiro, se cogían de la mano, escuchaba sus planes y se reía. Graciela tenía
una gran capacidad para reír y escuchar. Ella estudiaba filología clásica, leía
en griego y en latín, quería ser profesora de instituto para contar a los
alumnos las aventuras de los héroes clásicos, las pugnas entre los dioses del
Olimpo, la influencia de la fatalidad. Graciela decía que Andrés se comportaba
como un héroe griego, marcado por el fatum, sometido a su destino. Ella le
esperaría tejiendo un jersey de lana, una bufanda, e incluso un gorro si la
estancia en el Norte se prolongaba.
Andrés le prometió que bajaría
del Norte todos los fines de semana, que se dejaría tomar medidas para que el
jersey no se desbocara y con sus visitas espantaría los moscones que seguro se
instalaban por los alrededores de Graciela. Cuando regresara del Norte,
convertido ya en un Eoreh se casarían
y llenarían el Retiro de chiquillos que no tendrían la necesidad de ser policías,
que podrían ser navegantes o aventureros sin más.
Andrés no tardó en quebrar sus
compromisos, a las pocas semanas de haber sido destinado en San Sebastián dejó
de viajar a Madrid, fue encadenando excusas, cada vez más endebles, y a medida
que se dejó enredar por las redes y relatos de Mariam, fue postergando a
Graciela, a quien mantenía ilusionada con un leve hilo de promesas inconcretas
que desgranaba en largas cartas escritas en noches de insomnio.
Andrés sabía que ser un Eoreh
obligaba a sacrificios, pensaba que cuando llegara a ser un Eroeh todo sería
perdonado, todo sería comprendido y tolerado, al fin y al cabo, los Seroeh eran
de una madera especial.
Años después, muchos años después,
pese a que Andrés había conocido todos los sacrificios y sinsabores de la
heroicidad, cuando se había acostumbrado a vivir solo, enfermo, angustiado por
los calores de un agosto madrileño seco, denso, insomne, volvía a aparecer la
oportunidad de destacar, de volver a ser un héroe y quien sabe si redimirse por
fin. Nadie tejía ya jerseys de lana, nadie hilvanaba relatos a su oído. Se
tenia que contentar con Benita y su perorata inconexa, un canto de sirena vieja
del que era posible desenredarse.
Andrés tenía que vigilar a sus
cinco sospechosos, los que jugaban a las cinco esquinas, apenas tenía fuelle,
perdía rápido su rastro cuando intentaba seguirles por entre las callejuelas
del barrio del Prado, las que salían del Paseo y daban a parar a Sol o a
Lavapiés. Los sospechosos entraban en las estaciones de metro y enseguida se
confundían con el resto del paisaje, un paisaje marcado por turistas acalorados
y atribulados transeúntes de un Madrid multirracial, mestizo.
Andrés contaba con la ayuda de
Anglada, que hacía labores de vigilancia de proximidad a cambio de bombardear a
Andrés con todo tipo de preguntas absurdas sobre los viejos tiempos en el
Norte. Los episodios sórdidos convertidos en leyenda.
Para no alarmar a Anglada,
Andrés le dijo que aquella era una red de carteristas muy sofisticada, no
quería asustarle con amenazas de terrorismo global, era mejor que pensara que
aquellos sujetos que jugaban a las esquinas y permutaban su posición eran
ladronzuelos que esquilmaban a turistas despistados aprovechando los tumultos
en el metro, las bajadas de autobús y las colas para sacar las entradas.
Andrés había identificado cuatro
esquinas y cinco jugadores, ese tablero le hacía dudar, tal vez uno de ellos
libraba cada cinco días. Su sorpresa fue encontrase el 10 de agosto a Idriss
Maluf en el interior del museo del Prado, no muy lejos de la entrada principal
al nuevo edificio. Allí era mucho más fácil el seguimiento, había aire
acondicionado y la multitud de visitantes dificultaba los desplazamientos.
Idriss hacía un recorrido
similar al de otros visitantes, seguía el plano, pasaba de una sala a otra
deteniéndose unos instantes en cuadros principales, sin mucha convicción.
Mantenía el teléfono en la mano y no dejaba de teclear. Tras un recorrido
rutinario por las salas principales, Idriss retomó de nuevo sus pasos para
reiterar aquellas estancias que daban al paseo del Prado, las de grandes
ventanales desde los que podía verse el tránsito, el agobio de calor exterior
al filo del mediodía. Idriss hizo unas fotos que Andrés consideró extrañas ya
que no fotografiaba cuadros sino los ventanales y la visión exterior.
Andrés dejaba una distancia
prudencial, se ocultaba entre los grupos que se arremolinaban entorno a los
guías. Siguió a Idriss en su largo recorrido, casi una hora, y dudó si seguirle
cuando iba a salir al exterior. El calor fuera era insoportable, Andrés
prefirió quedarse en el recinto y regresar a los puntos en los que su
perseguido había hecho fotografías. Antes de llegar al momento heroico Andrés
sabía que tocaba mucha rutina, la heroicidad era un destello momentáneo que
surgía por casualidad, el tiempo anterior a ese relámpago era monótono y
deslucido.
Cumplidas sus tareas acudió la
planta segunda buscando el regazo de las Meninas. En el cuadro el único héroe
era Velázquez, se había pintado altivo, distante, señorial, el resto de
personajes eran verso menor, un complemento a su presencia. Él con su paleta en
mano, dispuesto a empapar el pincel en densa pintura, actuaba como gran hacedor
de la escena, el único capaz de convertir ese instante cotidiano en un retrato
histórico. Sorprendía ver como Velázquez se había atrevido a diluir la
presencia de los reyes, de Felipe IV, llamado el Grande, el Rey del Planeta.
Felipe Domingo Víctor de la Cruz, heredero del mayor de los imperios, un hombre
frívolo, marcado por el ascendente de su padre, que murió antes de tiempo,
obligando a Felipe a asumir tareas reales con apenas 16 años. Marcado también
por el peso de su abuelo y de su bisabuelo, verdaderos héroes. Felipe IV se
conformó con ser un culto cortesano de delegó casi todas las responsabilidades
en el temido y temible conde duque de Olivares.
Velázquez había desdibujado al
rey, su mecenas, y lo había convertido en un esbozo, una licencia que sólo se permitía
a los genios.
Andrés se quedó frente al
cuadro, concentrado en la figura del rey. Aquellas pausas le servían para
ordenar las ideas, para fijar prioridades.
Salió del museo y se fue a
buscar a Anglada. Pidió autorización al inspector Corrales, superior del
muchacho y responsable de la oficina móvil, para llevarse al chico a tomar el aperitivo.
Corrales asintió con un gesto aburrido, nada ocurría en las inmediaciones del
museo, nada que no fueran riadas de turistas buscando refugio del sol, abanicándose
con programas de mano, bebiendo permanentemente el agua que ofrecían los
vendedores ambulantes, agua a precio de oro que los turistas pagaban sin
rechistar haciendo acopio de botellines.
Baztán se llevó a Anglada hacia
las callejas que daban a parar al Paseo. Calles oscuras, marcadas por un
intenso olor a orines y basura recogida a destiempo. Recordaba un destartalado
bar gallego donde ponían vino de ribeiro y mejillones, no le extrañó comprobar
que ahora lo regentaban unos ecuatorianos que habían mantenido la decoración y
la mugre de los manteles de plástico a cuadros y las fotografías viejas de las
rías.
Se acercó a la barra y pidió
unos mejillones, no cualquier mejillón, sino justo los que exponían en la
barra. Estaban limpios, relucientes. Baztán impostó la voz, para dar sensación
de autoridad, y le dijo al camarero que los preparara dando los siguientes
pasos.
Primero debía poner una sartén
grande sobre fuego vivo, engrasarla mínimamente con un chorrito de aceite, el
justo para darle brillo al metal, nada más. La sartén debía calentarse al
máximo, hasta que casi quedara al rojo vivo.
Mientras la sartén llegaba a la
incandescencia Andrés le pidió al camarero que secara todos y cada uno de los
mejillones que componían la ración con un paño limpio, no debía quedar resto
alguno de humedad.
Había que colocar con rapidez
los mejillones en la sartén, colocarlos sin que se solaparan, sin amontonarse,
con espacio suficiente para no obstaculizar la apertura. Antes de que empezaran
a abrir los mejillones era necesario espolvorear sal generosamente y pimienta
blanca. Andrés dio gracias al cielo al comprobar que en el bar había un
molinillo de pimienta. Reclamó que se moliera en abundancia sobre los
mejillones hasta dejar una fina capa blanca, como de polvo, sobre las conchas fulgurantemente
negras. En un par de minutos los mejillones empezaron a abrirse, a supurar una
agüilla que de inmediato se convertía en vapor.
Baztán dio una orden seca para
que retiraran la sartén del fuego y volcaran sobre una fuente de metal los mitílidos.
Así se toman los mejillones, le
dijo a Anglada, que no se había atrevido a rechistar durante la operación. El
mejillón no necesita agua para abrirse, es más, su se cuecen en líquido el sabor
del mejillón, proteína pura, pasa al caldo y se convierte en una carne insípida
y chiclosa. Anglada asentía serio y cohibido. Se sirvieron vino y empezaron a
comer, abrasándose las yemas de los dedos. Andrés se había transfigurado en
Eoreh y Anglada era el primero de los oficiales de su tripulación. Agotaron las
reservas de mejillones del local, apuraron hasta tres botellas de ribeiro antes
de abandonar el bar.
Pimienta blanca (Piper Nigrum). La pimienta blanca, como
casi todas las pimientas, son de origen indio, de la región Malabar, conocida
como la costa de la pimienta.
La pimienta blanca es, en
realidad, la pimienta negra sin cáscara. Se espera a que madure la baya y se
recoge para someterla a un proceso de maceración con agua, a partir del cual
pierde la piel y queda el grano blanco. Se la utiliza en la bechamel y en las
masas de pasta para que no queden rastros de color y su sabor es más suave que
la negra.
Hacía días que no nos entretenías con tus relatos y los mejillones tienen que estar de lujo, aquí como los "hijos o nietos" de esos. Jubi
ResponderEliminarAyer tomé yo unos a la plancha, ricos ricos en "Can Lluis" Restaurante que me encantó y no conocía, eran pequeñitos :)
ResponderEliminarEl relato genial, como siempre, a ver si publicas ya el recopilatorio!!
Que pena que se acaben tan pronto. Seguiremos esperando el siguiente.
ResponderEliminarNo se lo que más me intriga, si el próximo descubrimiento sobre los personajes de Velázquez, el misterio que encierran las cuatro esquinas, el pasado de nuestro protagonista o el úĺtimo invento culinario.
Un saludo.