X.- PIMIENTA LARGA ROJA.-
Once de agosto. El calor no
daba tregua, sobre todo en el centro de la ciudad. Andrés acusaba los esfuerzos
de los últimos días, sin embargo, había recuperado el impulso vital que pensaba
ya enterrado.
Se hubiera quedado aquella mañana
en cama, dejando discurrir las horas, pero las indicaciones del médico eran
estrictas, bajo ningún concepto debía olvidar el paseo. No mayor esfuerzo.
Además, estaba Anglada, joven,
inquieto, diligente. Le estaba esperando. Nada más divisar a Andrés caminando
quedamente, atravesando la plaza, se precipitó hacia él. Las palabras a borbotones,
apenas se le entendía. Había conseguido la identificación de todos los
implicados, sus datos anotados en una libreta de cantos gastados. Era difícil
seguirle.
Algunas ideas claras. Todos
ellos eran más jóvenes que Maluf, habían nacido todos ya en España. Anglada
dibujaba tenues lazos de parentesco entre ellos y con Maluf. Tenían primos comunes
y cierta proximidad geográfica, todos vivían en el mismo barrio y, de uno u
otro modo, estaban vinculados al mundo del transporte, como taxistas o como
conductores de autobuses.
Andrés permanecía en silencio,
agobiado por el impulso vital de Anglada, que le mantenía en pie, en el centro
de la esplanada, expuesto al cruel sol de la mañana.
Andrés musitó “In girum imus nocte et consumimur igni”,
el palíndromo del diablo, el verso atribuido a Virgilio que se leía igual de
izquierda a derecha que de derecha a izquierda.
Con aquella frase consiguió
callar a Anglada, que dio un paso atrás y tomó distancia, tal vez pensando que
el calor y la fatiga habían enloquecido a Baztán.
“Damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego". Aquellas palabras de Baztán todavía generaban mayor inquietud
a Anglada. Era la traducción del verso.
Andrés hizo un gesto al
muchacho, indicándole que necesitaba refugiarse del calor, entrar en la
comisaría móvil y dejar que el aire acondicionado le devolviera el equilibrio
y, quien sabe, si la razón.
Aquellos versos se los había
enseñado Graciela, que solía recitar en latín, una lengua dulce en sus labios.
Andrés escuchaba al principio sin entender, fascinado por la musicalidad. Quien
diría que con los años eran aquellas frases y enseñanzas las que le generaban
más nostalgia, mucha más que las escasas fotos que tenían juntos, fotos
desteñidas y anticuadas que le daban cierto rubor.
“No te asustes, Anglada, es un verso atribuido a Virgilio, un
pequeño enigma, un juego de palabras. Hay quien afirma que es una adivinanza
que se refiere a las polillas, o a las antorchas que iluminaban las noches
romanas. Un acertijo en el que las palabras se ponen al servicio del palíndromo”. Anglada sonrió.
“Llevamos noches dando vueltas, nos consume al calor. Toca tomar alguna
decisión y quien sabe si decir en algo lo que ambos rumiamos”. Dejó un
instante de silencio, un recurso teatral que había consolidado de sus años de
mando en la comisaría, los silencios amedrentaban mucho más a los novatos que
el ruido de las palabras.
“Tú y yo pensamos, tememos casi, que este grupo de personas que merodea
por el museo, por la plaza, sean terroristas. A mi me quita el sueño y espero
que a ti también, no creo que seas un insensato”. De nuevo el silencio.
“Ni tú ni yo podemos gestionar un riesgo así. Toca hablar con la
superioridad, esperar instrucciones”. Andrés tenía
el contacto con el responsable del área de información, quienes normalmente
coordinaban el operativo terrorista, ellos tenían línea directa con el Secretario
de Estado, estaban permanentemente reunidos, gestionado información.
Para dar confianza a Anglada
hizo la llamada en su presencia. Moreno, el comisario responsable del área de
información, había sido compañero en Ávila de Andrés. Estaba de veraneo en la
costa de Almería, era previsible. Tras un intercambio cordial sobre el tiempo
pasado y la salud, Andrés le informó someramente de sus pesquisas, sin grandes
detalles. Moreno le remitió de inmediato a uno de sus colaboradores, que de
inmediato se pondría a su disposición. Baztán tendría que aguardar su llamada
sin hacer más “labor de campo”, que
evitaran aproximarse a ellos. Baztán pensó que tal vez Maluf era un agente de
contravigilancia. Sabía los extraños métodos de la brigada de información.
Andrés pidió a Anglada que se
ocupara de tareas rutinarias, fundamentalmente las referidas a evitar que los
turistas fueran timados o les sustrajeran sus carteras.
Andrés caminó hacia el museo,
sabía que la llamada podría demorarse horas.
Se abrió paso entre holeadas de
turistas y se quedó otra vez frente a las Meninas. Al abrigo del calor quedó absorto
frente al cuadro.
«¿Comisario Baztán?», una voz
femenina le sacó del limbo. «Soy la inspectora
Mencheta, vengo de parte del Comisario Moreno». Andrés se dio la vuelta y
descubrió a una chiquilla que podría ser su hija.
«Quedamos con Moreno en que recibiría una llamada». Sonó como un reproche.
«Estaba por la zona y pensé que era más operativo acercarme
directamente… Si le molesto podemos vernos en otro momento». Bajo la apariencia de un cuerpo menudo, Mencheta respondía con
seguridad.
«No, al contrario, cuanto antes le ponga en antecedentes mejor. Creo
que se trata de una situación extraña».
«El comisario Moreno me ha dicho que han iniciado el seguimiento
de un grupo con comportamiento reiterativo y extraño».
«Podríamos definirlo así, se trata de un grupo de ciudadanos norteafricanos
que tienen un operativo de vigilancia en torno al museo y la plaza». Mencheta le interrumpió, «un
compañero está ahora conversando con Anglada, supongo que tendrán ya las
filiaciones y se habrán comunicado ya a la central».
«¿Cómo me ha localizado?».
«Nuestro trabajo es poderle localizar a usted o a cualquier
persona en cualquier momento». Iba de farol,
pero, ante el gesto serio de Baztán, cambió de estrategia. «El comisario Moreno me dijo que era fácil encontrarle en el Prado, en
la sala de las Meninas».
«Con la convalecencia me he convertido en un tipo previsible».
«Casi todos somos previsibles».
«Puede ser… Aproveche la frescura de la sala, sobre todo durante
este instante en el que los turistas parecen haber desfallecido.. Es un cuadro
fascinante, cuenta tantas cosas, de una manera tan aparentemente simple y, a la
vez, misteriosa… Fíjese en el retrato de los reyes… Solo a un artista se le
ocurriría pintar a los monarcas, a sus mecenas, con el rostro semivelado… En la
corte podría pensar que aquel cuadro era una falta de respeto por no colocar a
los reyes en la posición principal… Y, sin embargo, el cuadro fue uno de los
favoritos del rey… Fíjese en la reina, Mariana de Austria, tenía 22 años cuando
pintaron el cuadro, se casó cuando todavía no había cumplido los 14 años. Con 31
años tuvo que asumir el gobierno del país porque, a la muerte de su marido, su
hijo Carlos era menor de edad. Obsesionada por la religión, durante la regencia
fue su confesor la persona más influyente del reino. En los distintos retratos
que le pintaron durante su vida no abandonó nunca la cara de pánico. Alguno de
esos retratos está en este mismo museo…»
«Ojalá tuviéramos tiempo de pasear por estas salas… Pero ahora
necesito que me indique en qué parte del museo vio usted a los sospechosos.
Mientras caminamos hacia allí váyame contando todos los detalles que recuerde
de las personas a las que ha seguido estos días».
Andrés se desplazaba con
fatiga, aquella chica podría ser su hija si se hubiera casado con Graciela o
con Mariam, cualquiera de ellas hubiera sido una madre excelente. Andrés fue
ralentizando sus pasos para disfrutar del paseo. Mencheta iba asimilando la
información, tanto los datos objetivos como las especulaciones que fue lanzando
el comisario Baztán. Mencheta no abrió la boca durante el paseo, no contestó a
ninguna de las cuestiones que dejó abiertas Andrés.
«Damos vueltas en la noche y el fuego nos consume». Fue la única frase que salió de la boca de Mencheta cuando llegaron
al ventanal desde el que uno de los sospechosos vigilaba el exterior. Mencheta
hizo un gesto a Andrés para que no avanzaran mucho más, temía que el vigilado
se apercibiera de su presencia. Quedaron en el umbral de la sala, en silencio
hasta que Mencheta se puso de puntillas para susurrar a Andrés una confidencia:
«Fui alumna suya en la academia, siempre
me fascinó aquella frase y la leyenda que nos contó que rodeaba a su
significado. Nunca pensé que podría repetir esas palabras en su presencia.
Usted ha sido un policía ejemplar para muchos inspectores de mi generación».
A Baztán le preocupó que
Mencheta no abandonara el tiempo pasado, que, de alguna manera, le hubiera
enterrado.
Se dirigieron hacia la salida.
Mencheta se demoró unos pasos para enviar un mensaje por el teléfono móvil.
Se despidieron con cierta
cordialidad, Andrés le acarició ligeramente el antebrazo, un gesto a medias
entre un beso cortés y un apretón de manos. Antes de marchar Mencheta le
recordó: «Ante todo debo advertirle que
ha de cesar cualquier tarea de seguimiento, control o vigilancia. Está en juego
la seguridad del Estado».
Mencheta desapareció y dejó
desolado a Andrés, que buscó un banco para reposar y rehacerse de una realidad
aplastante. Había dejado de ser policía.
No pudo precisar el tiempo que
permaneció adormecido en el museo. Sólo el apetito le dio fuerzas para salir de
nuevo a la calle. En casa le esperaban unas acelgas hervidas y una pieza de
merluza descongelada que tendría que hacerse a la plancha.
De camino a su apartamento se
detuvo durante unos instantes frente al hotel Ritz, en una pequeña hornacina de
cristal anunciaban la carta del restaurante. El calor asfixiante no le impidió
soñar con un risotto de setas y pichón anunciado como plato principal.
Recordó que para el risotto era
conveniente usar un arroz específico, Carnaroli o arborio. Hay que lavarlo
bien, dejarlo unos minutos bajo el chorro frio del grifo para que pierda el
almidón. Solía lavarlo hasta tres veces y luego lo escurría con un colador comprobando
que el agua dejaba de caer blanquecina.
Mientras el arroz terminaba de
escurrir Andrés picaba cebolla en briznas finas y ponía en un cazo un par de litros
de caldo de pollo que debía calentarse suavemente. En ese mismo caldo unas
horas antes había rehidratado unas setas, unas colmenillas apenas una docena de
ellas. Aromatizaban el caldo, que dejaba un inconfundible olor a turba.
Había que deshacer 250 gramos
de mantequilla en una cacerola amplia. Pronunciar la sola palabra mantequilla
obstruía las arterias de Andrés. La mantequilla ha de desleírse lentamente, a
fuego muy suave, sin chisporrotear.
Cuando esté licuada se añade el
arroz, una taza de café por comensal. Hay que rehogarlo en la mantequilla,
removiendo con una cuchara de madera. Añadir una pizca de sal y una pimienta
aromática e intensa, a pimienta larga roja de Camboya era ideal.
Con el fuego muy bajo se va
añadiendo el caldo templado, removiendo poco a poco con el cucharón para que el
arroz absorba el caldo. No hay medida exacta, no hay proporción, solo la paciencia
de ir incorporando el caldo y contemplar como los granos se van empapando
lentamente. El punto del risotto exige que quede cremoso, pero con el núcleo de
cada grano duro, como un punto de perla.
EL guiso va tomando la densidad
untosa soñada, se apaga el fuego y se pican las colmenillas para terminar de
mezclarse en el arroz. No hay que dejar de remover el arroz, las setas humedecen
un poco más el guiso. Se espolvorean 150 gramos de queso idiazabal rayado. Se
termina de remover para que las hebras del queso de diluyan en la crema. Es el
momento de probar el punto de sal y de pimienta, si es necesario rectificar se
rectifica, intentando que el sabor ahumado del queso no solape la intensidad de
las setas.
Se tapa con un paño mientras se
calienta a fuego muy vivo una sartén en la que se dora una pechuga de pichón.
La sartén con una gota de aceite, primero la parte de la carne, luego la de la
piel, un par de minutos, no más, para que la pechuga quede sangrante.
Da tiempo a dorar la pechuga de
pichón mientras el arroz reposa unos minutos. El plato se engrandece si durante
unos minutos se asienta el arroz, apenas 4 ó 5 minutos.
A Andrés le costó llegar a
casa, tuvo que hacer varias paradas, sintió que el corazón se le salía por la
garganta. No descartó tener que llamar al médico por la tarde.
Llegó por fin a su apartamento,
se derrumbó sobre el sofá, sin apetito. La evocación del risotto le había
saciado el hambre. El salón en penumbra. Andrés se dejó llevar por el sopor,
pensó que la siesta le ayudaría y se dejó llevar, pensando que tal vez no
despertara. Recordó cómo empezaba sus clases en la academia de Ávila, cómo
escrutaba a los inspectores recién aprobados y les advertía que no se dejaran
consumir por el fuego, que no dieran vueltas sin sentido al anochecer.
Pimienta Larga Roja (Piper Longum). Originaria de Camboya.
Notas a miel y cacao amargo,
exóticos aromas ahumados. Se cultiva en tierras volcánicas, al norte del Monte
Bokor, en explotaciones familiares. Su nombre en Jemer es “Dai Plai”, que
significa “brazo corto”. Se cosecha en extrema madurez y luego se hierve.
Adecuada para platos de
pollo con miel, carne de caza, postres con cacao y guisos con vino tinto.
Tu entrada de hoy es como un regalo de Reyes, aquí vienen por la tarde, pero con tiempo para que podamos ver en la tele la que haya preparado "la alcaldesa". Que este nuevo año sea políticamente tranquilo para todos. Jubi
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