XI.- LA BAYA DE LA PASIÓN.-
La noche fue densa,
fantasmagórica. Andrés fue ensartando pesadillas oscuras en las que el dolor se
mezclaba con la angustia, le resultaba difícil saber si la opresión que sentía
en el pecho era real o era un elemento más de los sueños que encadenaba.
No se atrevía a abrir los ojos,
a comprobar si el reloj avanzaba realmente hacia el amanecer. En los escasos
momentos de calma intentaba escrutar los sonidos exteriores para intentar adivinar
si llegaba ya el nuevo día. El ruido de una moto de reparto, las voces de los
basureros, el sonido del ascensor al activarse, los pasos sobre los escalones
viejos y crujientes de la escalera. Cualquier detalle le permitía aferrarse durante
unos instantes a la realidad, evitaba que regresara a las tinieblas de una
duermevela que creía que era la antesala de la muerte.
No tenía fuerzas para levantarse
de la cama y cualquier movimiento, por leve que fuera, le colocaba al límite de
la extenuación. Instintivamente abría y cerraba las palmas de las manos
intentando activar la circulación de la sangre, intentando conjurar la
opresión.
Las horas que pasó abatido
entre las sábanas se le hicieron siglos y cuando, por fin, escuchó las pisadas
y el balbuceo de Benita por la escalera suspiró. Gracias a Benita no moriría
como un perro abandonado.
El monólogo exterior de Benita por
una vez le sonó a gloria, disfrutó de cada segundo previo a escuchar la llave
entrando en la cerradura, el giro firme que activaba el mecanismo que abría el
cerrojo. La perorata sin fin de Benita, parecida a un rezo, a una salmodia que conjuraba
cualquier riesgo.
Benita estaba acostumbrada a no
encontrar a Andrés. Fue a la cocina, encendió la radio y empezó a conversar con
ella, a replicar a los locutores que adelantaban las noticias del día, el 12 de
agosto. Abrió el grifo, dejó correr el agua durante unos minutos, tomó un vaso
de la repisa de mármol y sólo dejó de hablar los segundos en los que bebió
agua, luego continuó con su conversación imaginada o imaginaria.
Andrés no tenía fuerzas para
gritar, de hecho, acopió las fuerzas que le quedaban para esperar a que entrara
en el dormitorio y evitarla el susto.
«Por favor, Benita, llama a una ambulancia», susurró sin abrir los ojos, evitando así ver el aspaviento que
aquella mujer dio al ver un cuerpo sudoroso entre sábanas revueltas. Benita empezó
a conversar nerviosamente con Andrés, un nuevo monólogo que mezclaba la
reprimenda, el pavor, la compasión, las prisas y detalles cotidianos sobre la
necesidad de comprar toallas nuevas para el lavabo.
Tomó a Andrés unos segundos de
la mano, para comprobar que seguía respirando, y marchó hacia el salón, en
busca del teléfono de urgencias. La situación era grave, en palabras de Benita la
gravedad se convirtió en tragedia.
Andrés escuchaba las palabras y
movimientos nerviosos de su salvadora, notó que volvía a entrar en la
habitación, que musitaba palabras de ánimo, de resistencia. No le quedaban fuerzas
ni para abrir los ojos, apenas una leve tensión en las manos al sentirse
tocadas. Se embarcó en nuevo sueño viscoso al que se quedó pegado mientras
Benita abría ventanas y le colocaba paños de agua fría sobre la frente.
Le fue imposible calibrar el
tiempo transcurrido hasta que llegó la ambulancia. Escuchó el trajín de sirenas
y el trote de los enfermeros subiendo la camilla al piso. Andrés iba y venía de
la consciencia a la inconsciencia, escuchaba preguntas que no podía responder,
notaba como le manipulaban hasta colocarle en la camilla apenas cubierto por
una sábana verde y áspera que agradeció, por lo menos aquella sábana no estaba
curada.
El goteo que le conectaron al
brazo le dio una curiosa sensación de frescor. La mascarilla de oxigeno le insuflaba
aire nuevo, un poco picante, como si aspirara sobre bolas de pimienta.
El hospital no quedaba lejos de
casa y el viaje resultó luminoso, ruidoso, un rescate del abismo. Incluso con
los ojos cerrados sentía los destellos de claridad, las ráfagas de luz.
El día transcurrió entre
retazos de realidad, instantes en los que podía deshacerse de la red de
sedantes. Por fin recargó fuerzas suficientes como para abrir de nuevo los
ojos. Estaba casi desnudo, sobre una camilla, con goteos en ambos, brazos,
sondado y con la nariz entubada.
Un enfermero le sonrió. «Menudo susto nos ha dado. En un momento bajará
el doctor Halil para contarle lo que le ha pasado».
Andrés quiso hablar, pero tenía
la garganta y la boca seca, sólo pudo emitir un ladrido. El enfermero le tomó
de la mano y se llevó el dedo índice a la boca para advertirle que era mejor
permanecer en silencio.
Andrés cerró de nuevo los ojos,
embarcado y embargado por una placidez casi olvidada. Ya sabía, por
experiencias anteriores, que el tiempo en el hospital transcurría a un ritmo
extraño, imposible de mensurar.
Los tranquilizantes hacían su
efecto, los analgésicos habían conjurado el dolor. Se sentía limpio, ligero,
protegido. Ordenaba ideas y pensamientos que le habían bombardeado durante la
noche anterior.
Pensó que por primera vez en muchos
días no contemplaría las Meninas, se había acostumbrado jornada tras jornada en
pasar unos minutos frente a ellas y frente a ellas encontraba el equilibrio,
las puertas de salida de casi todas las encrucijadas. Ahora, en la UVI del
hospital, le resultaba extraño verse privado de la presencia del cuadro. Con
los ojos cerrados intentaba reconstruir el cuadro, ubicar los personajes y
espacios hasta recomponerlo en su memoria. Era complicado, de entre todas las
imágenes solo la de Velázquez aparecía nítida, mirando fijamente a Andrés. La
mirada firme del pintor, desafiando las leyes de la lógica, desentrañando las
claves del cuadro. Velázquez, el gentilhombre que de cuando en cuando daba unas
pinceladas.
La cabeza de Velázquez, gracias
al juego de perspectivas, estaba por encima de la cabeza del resto de
personajes, muy por encima del busto de los reyes, incluso por encima del
cuerpo de José Nieto, el otro contrapunto real del cuadro al convertirse en el
principal referente de luz.
Velázquez se pinta con un porte
altivo, no aparece como un amanuense al servicio real, como un elemento más de
la corte. El hombro izquierdo ligeramente avanzado, el derecho casi oculto al
fondo. La cabeza suavemente ladeada. Mira con gesto serio.
La corte le había negado a
Velázquez la posibilidad de acceder a la hidalguía, el pintor no se contentaba
con ser pintor real, el principal pintor real, quería alcanzar el reconocimiento
y gloria de quienes gestionaban el día a día del imperio. Velázquez les
conocía, les había retratado y constataba ser mucho más inteligente y honrado
que el resto de duques, conde duques, marqueses e hidalgos que rodeaban al rey
y no dejaban de intoxicarle a él y al reino con grandezas que ya se diluían.
Velázquez no había recibido la Cruz
de Santiago cuando pintó las Meninas, de hecho, no se la concedieron en “las
Españas”, sino en el Vaticano. Cuenta la historia que la Cruz fue pintada tras
la muerte de Velázquez, por orden del rey, que así reconocía la figura, genio y
anhelos del pintor.
Una voz sacó a Andrés de sus
meditaciones pictóricas. Una voz con un leve acento extraño.
Andrés abrió de nuevo los ojos
y frente a él tenía al doctor Halil. Sonriente, todo dientes, piel broncínea,
ojos pequeños, pelo revuelto, apenas domeñado bajo un gorrito de tela verde.
«Andrés Baztán.» Voz firme pero
cordial. «No tiene por qué preocuparse. No
ha sufrido un infarto, ha sido sólo un ataque de ansiedad. No tiene por qué preocuparse,
es normal que personas que han tenido un infarto sufran crisis de ansiedad, sobre
todo si han hecho esfuerzos no adecuados… Le hemos revisado de arriba abajo, no
hay rastro de crisis cardiaca alguna, hay alguna arteria con problemas y no
descartamos que en un par de meses haya que poner alguna válvula más. Pasará la
noche en la UVI, monitorizado por si la crisis se repite, mañana a planta y en
un par de días de nuevo a casa. Recuerde, buenos hábitos y reposo». Halil
le dio una palmada en el hombro y marchó sin entablar diálogo alguno con el
paciente. Cuando Andrés quiso darse cuenta, Halil estaba hablando ya con otro
paciente en un box contiguo.
Tras el doctor pasó el
enfermero, que repitió poco más o menos lo que le había dicho el médico, aunque
fue más preciso en cuanto al tiempo que le quedaba a Andrés en la UVI: Se
mantendría completamente entubado y sondado, sin posibilidad de tomar alimento
sólido o líquido. A lo largo de esa tarde recibiría una sola visita. Dormiría
en la unidad y, tras el correspondiente control médico, pasaría a planta. El
enfermero además hizo referencia a una serie de trámites burocráticos
pendientes, trámites que deberían cumplimentarse antes del alta.
Poco después llegó Benita, los
ingresados en la UVI tenían derecho a una visita al día. Era increíble escuchar
la perorata de aquella mujer incluso en el área de cuidados intensivo. No
hablaba con nadie, ni frente a nadie. Hacía referencia a Andrés y al susto que
le había dado aquella mañana. Los enfermeros se apartaban a su paso, giraban la
cabeza, era imposible domeñarla.
Llevaba un paquete en la mano, Benita
anunciaba a voces que se trataba de un encargo hecho por Andrés que acababa de
llegar por correo, los escritos completos sobre Velázquez escritos por Jonathan
Brown. Estaba radicalmente prohibido introducir comida o libros en la UVI. Allí
estaba Benita para desafiar a la ley de la gravedad. Dejó el paquete sin abrir sobre
las sábanas en las que reposaba Andrés. Atropelladamente le preguntó por la
salud, convencida de que había sufrido un nuevo infarto.
Al despedirse se aproximó para
darle un beso, apenas un leve contacto de mejillas. Andrés estaba completamente
entubado e indefenso, sin posibilidades de decir nada.
Benita olía a hervido de
pescado, capaz era de haber dejado preparada la comida en casa de Andrés. Era
una mujer sujeta a rutinas y nadie podía sacarla de ellas.
Andrés recordó los pasteles de
pescado que le preparaba Mariam, qué habría sido de aquellos pasteles, qué
habría sido de Mariam, cuanto la echaba de menos.
Andrés seguía preparando
aquellos pasteles, aunque cambiara los pescados cantábricos (Mariam solía
hacerlos de cabracho), por pescados mas modestos, incluso congelados. El último
que había preparado, años atrás era de salmón.
Había que pasar por la plancha
dos lomos de salmón sin espinas, pasarlos levemente, sin dejar que se cocinaran
del todo. Los retiraba del fuego y los dejaba reposar.
Mientras enfriaban los lomos
picaba un puerro, una zanahoria hermosa y un tallo de Apio.
Se rehoga suavemente durante
unos minutos, no hace falta utilizar mucho aceite. Se añade sal y una pimienta
sabrosa. También acepta un poco de hinojo marino o de eneldo, unas briznas.
Cuando las verduras estaban
medio atontadas se añaden dos latas pequeñas de atún en aceite, se escurre un
poco el aceite para que no se anegue el guiso. Se mezcla todo bien.
Los lomos de salón estarán ya
atemperados, se desmigan sobre el sofrito, retirando las pieles y alguna espina
despistada. Se remueve bien hasta que queda una masa compacta. Se apaga el fuego
y se deja reposar.
En un bol a parte se baten 4
huevos como 300 cc de leche (en función de la cremosidad que se busque puede
ser nata, leche ideal o incluso leche desnatada). Una vez bien batido se mezcla
con el sofrito, se rectifica el punto de sal y pimienta.
En un molde grande (de los de
medio litro), previamente engrasado, se vuelva el sofrito con los huevos y la
nata.
Hay que cuajar el pastel al
baño maría (25 minutos a 150 grados). Para ver el punto del pastel conviene pinchar
el pastel con la punta de un cuchillo, comprobar que no sale blanquecina.
El pastel se saca del fuego, se
deja reposar un poco y se sirve con una mayonesa suave o con una salsa tártara
casera.
La baya de la pasión (Ruta Chalepensis). Originaria de Etiopía.
Notas de fruta de la pasión,
aromas a frutos rojos. Cultivada en Etiopía como planta hortícola o medicinal.
Se localiza concretamente en jardines circulares del país Basketo (a unos 2000
metros de altitud).
Adecuada para asar pescado
blanco, verduras a la plancha, salsa de mantequilla blanca y tarta de peras caramelizadas.
Estoy pensando si me pondrán ahora un pastel de pescado con el que me has hecho caer la baba. Jubi
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