XII.- PIMIENTA DE
VOATSIPERIFERY
Andrés despertó en la UVI, era
difícil determinar la hora exacta. Le despertó el movimiento de los enfermeros,
el ir y venir entre boxes. Pese al jaleo, Andrés despertó con sensación de
placidez, sin duda inducida por calmantes, tranquilizantes, somníferos y sueros
varios.
Hacía frío, se sentía desnudo debajo
de la bata verde desechable. Un enfermero empezó las tareas de desconexión,
primero la sonda, un tirón seco que le colocó al borde del dolor intenso para
luego sentir un alivio que le llevó de nuevo a las puertas del sueño. Después
las vías ensambladas sobre el haz de la mano izquierda. Le dejaron únicamente una
pinza en el dedo índice, que le conectaba a una máquina que marcaba el ritmo del
corazón.
Andrés tenía hambre, sabía que
todavía pasarían horas antes de que pudiera ingerir algo sólido: una tortilla
francesa y algo de verdura hervida.
El enfermero le anunció que en
cuanto el doctor hiciera la ronda le subirían a planta. No muchos datos más,
sin posibilidad alguna de entablar diálogo.
Andrés entornó los ojos y se
concentró para intentar mitigar el apetito. Qué lejos quedaba la imagen de
Mariam rehogando unas verduras en una sartén amplia, a fuego vivo. Ponía dos
dientes de ajo pelados, los dejaba juguetear en abundante aceite hasta que
tomaban un poco de color, enseguida añadía unas judías verdes tersas y
redondas, recién cogidas, un puñado, justo lo que pudiera haber apresado de la
caja. Meneaba la muñeca para que la verdura saltada.
Bajaba un pelín el fuego y
pelaba y picaba en bastoncillos unas zanahorias, dos o tres, no muy viejas. Era
increíble la maña que se daba en preparar la zanahoria. Volvía otra vez a las
maniobras rápidas de muñeca para que las verduras apenas tocaran unos segundos
la superficie caliente de la sartén, empapándose en el aceite.
Había reservado unos tacos de
jamón serrano, no muy secos, poco más de un par de cucharadas soperas.
El jamón evitaba que hubiera de
echarle sal.
Un par de puñados de guisantes recién
desenvaniados, una cebolla morada picada en juliana, unas briznas de tomillo,
sal y bolitas de pimienta exótica. Un vasito de txacolí, nuevo meneo durante 3
o 4 minutos, no mucho más. La verdura debía quedar crujiente. Poco antes de
apagar el fuego estrellaba un par de huevos de corral, de yema naranja. Apenas
empezaban a cuajar retiraba la sartén de la lumbre, daba un par de golpes de
mano más y luego, ayudándose con un cucharón de madera, llevaba las raciones al
plato. Andrés acababa de subir con una barra de pan, recién hecha. Así había
quedado anclada su ideal de felicidad, anclada en un pasado remoto, que sólo de
tanto en cuanto se liberaba de la estrecha vigilancia de la memoria de Andrés.
El doctor Halil sacó a Andrés
de la duermevela y los recuerdos. Sonriente, sin afeitar. Sólo la bata blanca
alejaba al doctor de los sospechosos, la bata, la cara rasurada y la sonrisa.
Aunque puede que fuera un problema de perspectiva. Aquel argelino, marroquí,
tunecino o mauritano no le generaba inquietud alguna, más bien al contrario. Quien
sabe si aquella mirada intensa en otro contexto le convertiría en un peligro
más, bastaba conque se le alborotara un poco más el pelo, le creciera un poco
la barba y que la ropa estuviera un poco más ajada.
Seguramente tendría que asumir
que su tiempo se había agotado, que el otrora héroe legendario era ahora un
prejubilado obsesivo, un maniático.
El doctor Halil le dejo que todo
había quedado en un susto, en un ataque de ansiedad y una taquicardia, poco
más. Que había alguna arteria afectada que tendrían que revisar pasadas las
vacaciones, que no descartaban una nueva intervención, nada urgente.
EL traslado no era inmediato,
había que aguardar a que quedara alguna habitación libre. Le aseguraban apenas
tendría que estar 48 horas más en el hospital, en breve regresaría a casa.
Andrés estaba terminando de
eliminar calmantes, sedantes y somníferos, una situación ideal para entrar y
salir en la penumbra del sueño, perder la noción del tiempo y dejar que los
minutos transcurrieran como en una ensoñación. El frio persistía, no era muy
intenso, se concentraba en la punta de los dedos de los pies, que movía con
cierto nervio pensando que habían quedado al descubierto.
A los pies de la cama le
esperaba el paquete con el libro, un paquete sin abrir. No tenía ni las fuerzas,
ni la movilidad suficiente para poder incorporarse, estirar el brazo y coger el
bulto, mucho menos para desenvolverlo. Allí quedaba semioculto entre las
sábanas. Andrés tuvo miedo de que quedara olvidado en el traslado a la
habitación, que cayera al suelo o fuera recogido, furtivamente, por un
enfermero curioso.
Era un libro grueso, de por lo
menos trescientas páginas, de tapa dura, lo había visto en alguna ocasión en la
tienda del museo. Había optado por encargarlo on line, de segunda mano, sensiblemente
más barato que los ejemplares relucientes que hojeaba de vez en cuando en los
anaqueles de la tienda. Podría afirmar que, al cabo de unos meses, había
conseguido leerlo por completo, sin embargo, deseaba disponer de un ejemplar
que poder manosear con calma en casa, sin miedo a que una de las dependientes
le llamara la atención. Quien sabe si poder subrayarlo, toquetearlo hasta hacer
suyas todas y cada una de las páginas, cada imagen.
Al dar una de las cabezadas se
enredó en una imagen de ficción en la que las Meninas se habían convertido casi
en una escena de una película de dibujos animados, el propio Andrés se había
convertido en uno de los personajes.
Hubo un tiempo en el que
solíamos ser hombres, aunque ahora nos hayamos convertido en árboles.
Andrés hacía meses que se había
convertido en árbol, luchaba en vano. Atrás quedaba el ser mitológico, el
semidiós expulsado del paraíso, condenado a vagar. De aquel hombre apenas quedaba
su esqueleto, su piel cerúlea, sus músculos ya destensados, sus ojeras, la
barba cana e irregular. Los rastros de quien un día fue y ahora quedaba enraizado
en un mínimo parterre de una avenida soleada.
Andrés tenía la boca seca y le
resultaba difícil distinguir la realidad del sueño, discernir qué voces llegaban
del exterior y cuales eran creadas por la resaca de barbitúricos. Los médicos,
sobre todo en urgencias y en verano, no asumen riesgos frente a un posible
colapso. Con el paciente sedado es mucho más sencillo maniobrar.
Durante uno de los períodos de
vigilia sintió como era trasladado a planta. Le desconectaron de los últimos
aparatos, le pasaron a una camilla y le cubrieron con una manta más tupida para
que el trasiego hacia la habitación se produjera sin incidentes.
El enfermero le mostró el
aparatoso paquete, se lo escondió entre las sábanas, en contacto directo con la
mano desnuda.
En la habitación le esperaba
impaciente la inspectora Mencheta. Parecía llevar allí todo el día. Mientras
los enfermeros maniobraban con Andrés para colocarle en la cama, Mencheta empezó
a hablar: «Ya me han dicho que todo ha
quedado en un susto. Menos mal. Me sentía culpable. Pensaba que mis palabras,
duras, habían desencadenado de nuevo a la bestia. Quizás fui demasiado severa».
Tan seca tenía la boca Andrés
que le fue imposible articular una sola palabra. Hizo un gesto a Mencheta para
que le pasara un vaso de agua. A duras penas pudo incorporarse, le temblaba el
pulso y sintió vergüenza de que le vieran casi desnudo, indefenso, dolorido, aturdido.
« No hay mayor dolor que recordar la felicidad en tiempos de
miseria». Fue lo único que pudo articular Andrés.
«Veo que sigue leyendo y citando a Dante». Sonrió, por fin, Mencheta.
«Hay invasiones de las que cuesta liberarse».
«Anglada me llamó nervioso esta mañana. Nervioso porque no había
acudido al Museo y porque nuestros hombres estaban especialmente inquietos y
activos. Anglada aseguraba que nunca les había visto juntos y, sin embargo, esa
mañana los cinco habían estado unos minutos frente a la puerta de Murillo poco
antes del mediodía. Poco más le puedo contar».
Andrés quedó en silencio, mirando
fijamente a Mencheta, que parecía compungida. En un instante ella recompuso su
figura, volvió de nuevo a la pose rígida y distante de una inspectora del
servicio de información. Caminó hacia la puerta y se despidió escuetamente.
«Después de verle me quedo más tranquila. No se preocupe por
nada. Para eso estamos nosotros».
Pimienta de Voatsiperifery (Piper
Borbonense). Originaria de Madagascar.
Su nombre viene del idioma malgache
en el que Voa significa fruta y tsiperifery se refiere a los sarmientos de los
que nace la pimienta (viñas de pimienta).
Notas de madera, aromas
florales y frescor de cítricos. Es una pimienta ligera.
Recolectada sobre lianas de 30
metros de altura, florece en el dosel arbóreo. Crece en estado salvaje en el
bosque primario al sudeste de la isla de Madagascar.
Adecuada para verduras
crujientes, salsas emulsionadas, aves de corral asadas, setas salteadas y
postres de chocolate fundido.
Tienes a tus seguidores descansando de las vacaciones, el cuadro me ha divertido mucho, han modernizado mucho el mobiliario. Jubi
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