XIII.- PIMIENTA DE TIMIZ
Catorce de agosto, segunda
noche en el hospital, ya en planta. Todavía estaba sometido a somníferos y
ansiolíticos. La noche fue plácida gracias al combinado de fármacos. La entrada
de los enfermeros casi al amanecer no pudo sacar a Andrés del sopor, los
escuchaba de fondo, pero apenas podía apretar ligeramente la mano. Entraba una
luz intensa, había subido la persiana y el sol de agosto era severo e intenso,
no perdonaba.
Escuchó como el enfermero comprobaba
las constantes vitales, todas bajo control. Esa mañana recibiría por primera
vez alimento sólido, no era, ni mucho menos, un festín. Andrés sabía el poco
juego que daba el sucedáneo de café y la leche desnatada que casi parecía agua.
Un biscote de pan integral y mermelada de melocotón sin azúcar. Con un poco de
suerte recibiría una pieza de fruta, quien sabe si una manzana insulsa o un plátano
todavía verde y leñoso.
Sin ánimo para abrir los ojos
se acercó los dedos a la nariz, sabía que a nada olerían. Se frotó ligeramente
los dedos cerca de las fosas nasales y aspiró con la esperanza de recoger,
aunque fuera levemente, el olor a las pimientas que guardaba en casa. Colocaba
unas bayas de pimienta sobre la palma de las manos, frotaba con intensidad y
dejaba que el olor intenso a la pimienta impregnara su piel, retuviera durante
unos minutos el aroma picajoso de las semillas que llevaba rápidamente a la
nariz para recordarle viejos sabores, viejas historias casi imposibles de revivir.
Andrés estaba de nuevo en el
hospital, apenas hacía seis meses que había salido de allí después de haber
estado ingresado varias semanas hasta que se recuperó y le instalaron las primeras
válvulas. Entonces fue un infarto severo, ahora era sólo un susto.
Recordaba con precisión los
días anteriores al infarto, días de rutina, previos a las navidades. Andrés
acababa de preparar unas terrinas de paté a la pimienta, había utilizado una
pimienta blanca, convencional, unas semillas de pimienta negra y la pimienta de
Timiz, unas semillas largas y rugosas, muy olorosas, que evocaban el olor al
tabaco de pipa.
Quería preparar el paté para
navidades, no sabía muy bien con quien lo podría compartir, en el peor de los
casos le regalaría unos moldes a Benita.
Había comprado higaditos de pollo
en la pollería, medio quilo, vísceras brillantes, sin restos de sangre ni de
hiel. Era importante que no quedara resto alguno de hiel verdosa que amargara
el platillo. Pasó por agua fresca los hígados, luego los dejo reposando una
hora en un bol con agua helada hasta comprobar que había desaparecido cualquier
resto sanguinolento.
Escurrió bien los hígados, los
colocó sobre un paño seco para que absorbieran bien la humedad. Luego los
devolvió al recipiente, añadió una pizca de sal y un chorro generoso de oporto,
hasta comprobar que quedaban completamente cubiertos. Tapó los hígados con un
plato y dejó la mezcla en la encimera de la cocina, en una esquina fría apenas
intimidada por la luz.
Dejó que los hígados maceraran
durante un día entero y la tarde posterior, previa al infarto, se dispuso a
preparar el paté. Sacó una cacerola amplia, escurrió bien los hígados y añadió
diez o doce bolillas de pimienta blanca, otras tantas de pimienta negra y ocho
pequeños rizomas de pimienta de timiz, saló con mesura y cubrió la cazuela con
agua fría. Encendió el fuego suave.
Mientras el agua se atemperaba cortó
unas tiras gruesas de panceta (150 gramos) y otra cantidad similar de lacón gallego.
Una vez rompió el agua a hervir calculó unos 10 minutos.
Mientras terminaba de cocerse
la carne, deshizo en una sartén un par de cucharadas soperas de mantequilla, cuando
la mantequilla empezó a chisporrotear añadió una cebolleta picada muy fina,
bajó el fuego y dejó que la cebolleta perdiera el color y quedara casi
transparente.
Escurrió con cuidado la carne y
la incorporó, con las semillas de pimienta incluidas, al sofrito. Dejo que sudara
bien, que los hígados y las carnes se deshicieran casi en hebras. Rectificó de
sal, una pizca de pimienta blanca en polvo y añadió un chorro de oporto, equivalente
a un vaso. Subió el fuego y dejó que evaporara el alcohol. Los azulejos de la
cocina se empañaron y la estancia quedó inundada de un olor dulzón y
alcohólico.
Retiró la sartén del fuego, ya
sentía cierto sofoco, dificultades al respirar y pinchazos en el brazo. Había
sido un día complicado de trabajo y tal vez había bebido más de la cuenta,
incluidas un par de copas de licor mientras cocinaba.
Dejó reposando durante unos
minutos el sofrito, luego volcó todo en el vaso de la batidora y trituró bien hasta
que quedó una masa informe y densa de color grisáceo. Abrió un Brik de nata
para cocinar que clarificó un poco la mezcla.
Vertió la pasta de carne, hígados,
cebolla y nata en un molde alargado de metal, un molde que previamente había untado
con mantequilla. Cubrió la superficie con una mezcla de semillas de las
pimientas que había usado, dejó que se enfriara antes de envolverlo con
plástico transparente. Dejó el molde sobre el mármol de la cocina, en una
esquina protegida y marchó a la cama.
Se acostó cansado, confuso.
Sufrió el ataque de madrugada, Benita, la bendita Benita, le salvó de morir
como un perro abandonado en la cama. Llegó a primera hora de la mañana y se lo encontró
inconsciente, tirado en el suelo del cuarto de baño.
De aquel momento sólo recordaba
Andrés una nebulosa de idas y venidas, de voces y aspavientos. El paté quedó
abandonado sobre la encimera de la cocina y, semanas después, cuando regresó a
casa, se encontró el molde abandonado, con el paté ya florecido, cubierto de
una capa de moho verdoso. Al destaparlo recibió un vahído intenso a oporto,
hiel y pimientas. El mismo vahído que ahora echaba de menos, las mismas
pimientas que ahora se contentaba con frotarlas entre los dedos para que
prendiera el olor.
Aquel infarto puso al
descubierto una lesión congénita de corazón y un problema heredado de mala
metabolización de las grasas, había sido un milagro el que hubiera sobrevivido
a aquel infarto. Quedaba ya condenado de por vida a una dieta libre de grasas,
ajena al café, al alcohol, a los esfuerzos desmesurados.
Meses después, de nuevo en el
hospital, recordaba aquellos días y añoraba el tiempo pasado.
Seguía sólo, seguía tendido en
la cama de un hospital, aguardando a que el doctor Halil le regañara y le diera
el alta para volver a las rutinas. Aguardó en vano a que viniera Benita a
visitarle, seguro que andaba atareada fregoteando la escalera. Aguardó en vano
a que viniera de nuevo a verle Mendieta y sus citas de la Divina Comedia, extraídas
de antiguas clases en la academia de policía.
Hizo acopio de fuerzas y se
incorporó de la cama, caminó cansinamente hacia la ventana para descubrir las
vistas desde la habitación. Estaba en una séptima planta, abajo en la calle transeúntes
despistados buscan sombras que les protegieran el intenso calor del mediodía.
En unas horas recibiría una severa regañina del doctor, que le recordaría su
condición de enfermo crónico.
El doctor demoró su visita,
llegó a última hora de la tarde, sorprendentemente afable, locuaz, simpático. Andrés
sospechó que Halil había hablado con Benita, puede que incluso con Mendieta.
Andrés había dedicado la tarde
a la lectura y, cuando ya casi pensaba que habría de pasar una noche más hospitalizado,
llegó el doctor con el alta bajo el brazo. Charlaron durante unos minutos, Halil
estaba sorprendido de que bajo aquel aspecto cansado, fofo y ojeroso residiera
un antiguo héroe de la policía, un héroe de los años gloriosos en el País
Vasco, un hombre obsesionado por Velázquez y las Meninas.
El doctor no había visto nunca
las Meninas, de hecho, no había visitado nunca el Prado, aunque estuviera a
pocos minutos del hospital. Andrés se ofreció a hacerle de cicerone por el
museo, a sabiendas de que nunca aceptaría su propuesta.
El libro de Brown quedó sobre
la cama. El doctor lo hojeó, deteniéndose sobre todo en las imágenes. Le pidió
a Andrés que le contara alguna historia especial sobre las Meninas. Había
muchas leyendas y anécdotas entorno al cuadro.
Andrés recordó el incendio de
1734, la víspera de navidad. El Alcázar Real ardió en llamas, los reyes no
estaban en palacio. El fuego se inició en las estancias de uno de los pintores
de la corte, un incendio rodeado de misterio, de sospechas. El incidente no era
ajeno al deseo del rey de cambiar de palacio, construir unas nuevas
dependencias que imitaran al palacio de Versalles.
El incendio no se pudo
controlar, empezó pasada la media noche, mientras se celebraba la misa del
gallo, duró más de cuatro días. Entre las llamas se perdieron cerca de medio
millar de cuadros, entre ellos varios Velázquez. Las Meninas se salvaron milagrosamente,
fueron lanzadas a la calle desde una de las ventanas del palacio y el cuadro
quedó dañado, restos de hollín en la base y un orificio en la mejilla de la
infanta. Probablemente entonces las Meninas no eran, ni mucho menos, las
Meninas, sino un cuadro más de entre los centenares que se almacenaban en
palacio.
Halil escuchaba atento, parecía
no tener prisa. Finalizado el relato, se dirigió a Andres para repetirle que no
se preocupara, que era habitual que los infartados vivieran alguna crisis de
ansiedad. Le recetó unos ansiolíticos suaves si se notaba angustiado, le animó
a que siguiera con sus paseos pero que evitara fatigas y obsesiones.
Una vez el doctor abandonó la
estancia, Andrés se quitó la ridícula bata verde, se vistió con parsimonia,
guardó en una bolsa sus escasas pertenencias y marchó hacia las oficinas del
hospital para terminar de cumplimentar los trámites del alta.
No le daba tiempo a pasar por
el museo, con suerte llegaría a su casa antes de que anocheciera. Seguro que Benita
había dejado preparadas unas verduras hervidas.
Era la víspera de la verbena de
la Paloma, de camino a casa se cruzó con algún paisano disfrazado de chulapo,
camino del baile.
Caminó despacio hacia su piso, disfrutando
del anochecer luminoso y rojizo de Madrid. Las Meninas entre llamas no debían
ser muy ajenas a la versión que hizo Picasso del cuadro.
Pimienta Timiz.- (Piper capense). Originaria de Etiopía.
Notas especiadas, aromas a
hierbas asadas y a tabaco.
Es una baya endémica en
Etiopía. Cosechada en los altiplanos salvajes de Etiopía, a 2000 metros de
altitud.
Esta pimienta recoge y seca la
tribu de los tukuts. El secado se realiza sobre las techumbres de las casas,
normalmente cerca de las salidas de las chimeneas para acelerar el proceso de
secado.
Adecuada para tarrinas de
hígado de ave, queso fresco y langosta con cítricos. También para carnes
blancas.
Perdona mi imaginación, pero el cuadro me ha recordado a tu mesa de estudios de hace un montón de años. Yo
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