XIV.- PIMIENTA MALABAR NEGRA.
La virgen de agosto, ferragosto pleno. Andrés
esperó a que llegara Benita, enfrascada, como siempre, en un monólogo
interminable. Andrés se había levantado pronto, se había duchado, afeitado y,
en la medida de sus posibilidades, había elegido su vestimenta más nueva, un
pantalón azul marino chino y una camisa azul claro. Quería transmitir buen
aspecto, tranquilizar a su hada madrina.
Había preparado un café
descafeinado y sobre la mesa había dispuesto unas tostadas de pan integral y
mermelada sin azúcar. Todo un festín.
Benita traía un tupper con
pescado hervido y verdura. Subía sólo para comprobar que todo fuera bien y que
Andrés no desfalleciera de hambre. Rechazó el café y en poco segundos se la
escuchaba charlotear escalera abajo, enfrascada en su eterna discusión.
Andrés se hizo la cama, fregó
los cuatro cacharros usados para el desayuno, comprobó que persianas y ventanas
quedaban cerradas y marchó hacia a la calle. Había hecho propósito de enmienda,
olvidaría cualquier referencia al hombre del respingo y a sus circunstancias.
Evitaría cualquier contacto con ellos, ni tan siquiera visual, pero le
resultaba imposible prescindir del museo y, sobre todo, prescindir de Velázquez
y de las Meninas.
Con paso quedo llegó a la
escalinata de los Jerónimos, ya a pleno sol. Grupos de turistas se arremolinaban
entorno a la entrada principal. Junto a la puerta de Cristina Iglesias le
aguardaban inquietos Anglada y Mendieta, él de uniforme, ella con un fresco
vestido floreado. Le recibieron aliviados. Anglada le lanzó la mano y se
atrevió a darle un ligero golpe sobre el hombro, un abrazo frustrado. Mendieta
le dio un tímido beso en la mejilla, le tranquilizó el buen aspecto,
completamente ajeno al rostro demacrado que vio en el hospital. Llevaba una
bolsita de papel y dentro una caja de trufas de polispan, para preservarlas del
calor, «trufas sin azúcar», le dijo, «aderezadas con una pizca de pimienta
Malabar, toda una delicatessen. Me ha costado dios y ayuda encontrarlas».
Andrés sonrió, abrió torpemente
la caja y les ofreció un dulce. El calor hizo que las virutas de chocolate
empezaran de inmediato a brillar. Tomaron las trufas rápidamente, dos cada uno.
La caja quedó vacía, pero Andrés decidió conservarla en la bolsa. Hacía años
que no recibía un regalo.
Andrés quería entrar al museo,
el calor empezaba a ser insufrible y tenía necesidad de reencontrarse con las
Meninas, volver a la normalidad. Mendieta le cogió del brazo y, tras unas
palabras amables, cambió por un tono solemne. «Necesitamos su ayuda, Baztán. Hemos perdido todo contacto con Idris y
con el resto de la banda. Ayer dejaron de venir. Habíamos intervenido los
teléfonos móviles y desde hace 30 horas han dejado de comunicarse. Empezamos a
estar nerviosos y necesitamos que nos ayude a encontrar un detalle, un hilo que
nos permita recuperarles.»
Baztán respondió con
vaguedades, no sabía más que lo que había comunicado, apeló a su condición de
convaleciente mientras se aproximaba poco a poco a la entrada, buscando el
cobijo del interior refrigerado.
Mendieta rogaba que hiciera
memoria, que recordara el más mínimo detalle que les permitiera retomar el hilo
de sus pesquisas.
Andrés franqueó la puerta
principal enseñando su carnet de amigo del museo. Anglada y Mendieta mostraron
su placa. Entraron sin problema. Andrés inició el recorrido que había hecho la
mañana que coincidió con Idriss en el museo, pasó del edificio nuevo al de
Villanueva y se encaminó hacia las salas de Goya, allí había mirado a los ojos
al hombre del respingo y durante unos segundos compartieron miedos, angustias y
suspicacias.
Mendieta aseguraba que el museo
y sus inmediaciones estaban tomados, discretamente, por un ejercito de policías
de paisano, policías con los que Mendieta intercambiaba ligeros cruces de
miradas entre un mar de turistas que deambulaban como bueyes en reata.
Goya había vivido y pintado
subyugado por el espíritu y talento de Velázquez. Con poco menos de 150 años de
diferencia, ambos fueron pintores reales, ambos gozaron de la confianza de la
familia real y ambos vivieron momentos de gloria en vida, ambos obsesionados
por la luz. Goya reprodujo, sin mucho éxito, las Meninas en un grabado, la
plancha desapareció y sólo quedan cuatro aguafuertes originales.
En la Familia de Carlos IV Goya
utilizó alguno de los recursos escénicos de las Meninas, no pudo darle la
profundidad de campo del original, pero compensó esas carencias con un
ejercicio psicológico ejemplar, los retratos de Goya destilaban una mala leche
sólo tolerada a los genios.
La mirada de Velázquez en las
Meninas es altiva, pero plácida. La de Goya en la familia de Carlos IV es
desafiante, agresiva.
Andrés en sus buenos tiempos
asumió modos más cercanos a los de Goya, era y se tenía por un héroe, un héroe
amargado, pero héroe, al fin y al cabo. Lo había sacrificado casi todo por la
heroicidad. Eso le permitía mirar al mundo desde una atalaya aburrida y
distante, pero atalaya en todo caso.
Baztán marcó a Mendieta el
ventanal en el que vio apoyado a Idriss, desde allí se veía la entrada del
Jardín Botánico, la esquina de la calle Ruiz de Alarcón con la plaza de
Murillo. Mendieta se quedó contemplando el exterior durante unos instantes y,
de repente, se le iluminó la mirada. Seguramente había dado con parte de la
clave de todos los enigmas o, por lo menos, un hilo del que tirar. Mendieta se
despidió a trompicones y marchó lanzada hacia la salida más cercana. Anglada
intentaba seguirla, no acertó a despedirse y dejó a Andrés en la sala 38, en el
ala dedicada a Goya. Contempló primero
la Familia de Carlos IV y después las Meninas. Deambuló por el museo hasta que
el hambre le atenazó, intentó con todas sus fuerzas abstraerse, pero fue
inevitable que vigilara los ventanales del exterior, buscando a Mendieta e
intentando desentrañar aquel cúmulo de misterios.
Salió del museo en el momento
de más calor del día, se dirigió a paso lento hacia su casa no sin antes pasar
en una tienda de ultramarinos para comprar un brick de nata líquida y una
tableta de chocolate amargo, con un porcentaje de chocolate del 70%.
Había mantenido en boca o,
cuando menos, en mente, el recuerdo de las trufas con las que había sido
recibido.
No era complicado preparar unas
trufas. Puso en un cacillo metálico el brick de nata, 250 gramos, a fuego suave
dejó que fuera tomando calor, que burbujeara sin violencia. Partió en pequeñas
onzas la tableta de chocolate, 250 gramos también. Le puso una cucharada de
mantequilla a la nata y dejó que fuera cogiendo temperatura.
Añadió las piezas de chocolate
y, con una cuchara de madera, fue removiendo amorosamente para que el chocolate
se deshiciera y se integrara en la nata. Era un líquido oscuro y brillante, una
crema que borboteaba ligeramente. Era fundamental que no se arrebatara la
mezcla, que no se pegara en el fondo del cazo.
Buscó en el armario de la
cocina hasta dar con el bote de la sal, la dejó a mano pero retuvo la tentación
inicial de incorporarla a la mezcla. Buscó después entre los botes de
pimientas, recordaba haber comprado hacía unas semanas unas pizcas de pimienta
Malabar. Cogió unas bayas y, ayudándose con un rallador, convirtió en polvo los
pequeños granos, sin dejar de mezclar.
Comprobó que la masa no tenía
grumos, que era densa, brillante y uniforme.
Sacó una bandeja de cristal, la
cubrió con film de cocina y volcó poco a poco la mezcla de nata y chocolate en
la bandeja. Dejó que reposara durante unos segundos y luego espolvoreó unos
cristales de sal que quedaron atrapados en el chocolate.
Cuando la masa se atemperó la
dejó en la nevera. Cubrió la masa con una ligera capa de mantequilla para
evitar que el chocolate blanqueara al contactar con el frio.
La pasta tenía que reposar
durante varias horas, tiempo suficiente para que Andrés durmiera una larga
siesta, impulsada por los ansiolíticos que le habían recetado para gestionar
los días posteriores al alta.
Para provocar el sueño empezó a
leer el libro de Brown, tenía la secreta esperanza de soñar con los perros de
Velázquez y con los de Goya. Perros que contemplaban el mundo y la vida con
cierta resignación.
La siesta fue más larga de lo
habitual, no perturbada por ningún ruido, por nada.
Andrés fue hacia la cocina a
comprobar la textura de la pasta. Estaba dura y brillante. Sacó la bandeja
sobre la encimera y sacó dos cucharillas de postre de un cajón. Raspó
ligeramente la superficie de la pasta formando un rizo lustroso de chocolate,
un canutillo oscuro con forma de ola rompiéndose. Fue depositando los rizomas
sobre una bandeja metálica, en vez de trufas hizo pequeños bucles de chocolate.
Puso la bandeja metálica de nuevo en la nevera, el calor era insoportable y el
chocolate se deshacía casi de inmediato.
Al día siguiente compraría un
poco de cacao en polvo y de sal de Maldón para cubrir los rizomas.
Sabía que no podría tomarse
esas golosinas, a lo sumo podría tomar una o dos al día, había preparado una
cincuentena larga de ligeros bocaditos de chocolate, un capricho que duraría
meses en su casa.
A espaldas de las verbenas y
los jolgorios de agosto, encendió la televisión y dejó que llegara la noche y
quien sabe si el sueño.
Pimienta Malabar Negra (Piper nigrum). Originaria de la India. La
costa Malabar fue durante siglos la costa de la pimienta. La pimienta llegó a
ser moneda de cambio durante la edad media.
La pimienta Malabar tiene notas
florales, afrutadas, dulces y torrefactas. Presenta una larga persistencia.
Nace en tierras volcánicas,
junto al mar. Recolectada en estado de madurez óptima en la costa Malabar.
Adecuada para preparaciones
dulces y saladas, vieiras, calabazas y verduras a la plancha.
Esas trufas tienen que estar buenas, aquí ahora el cocinero nos hace unos postres unas veces con gelatinas y otras con bizcochos, pero sólo están pasables. Veo que estás cambiando las familias reales. Jubi
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