XV.- PIMIENTA VERDE TORREFACTA
Di nova pena mi conven far versi (Otros versos traerán nuevos
dolores).
Andrés guardaba pocos libros en
su casa. En realidad, no eran libros, eran contenedores de recuerdos.
Nunca fue un gran lector,
aunque hubo un tiempo en el que pretendió serlo y buscó refugio en grandes
lectoras, Mariam y Graciela lo eran y contagiaban a Andrés la curiosidad de los
libros. Andrés conservaba algunos libros regalados, libros que atesoraban
cartas, reproches, entradas de cine, fotografías. Andrés los releía para
reencontrase con aquellos recuerdos, para pensar en todo lo que pudo ser y, de
repente, se fastidió.
Con el paso de los años Andrés
se había contentado sólo con completar la biblioteca con algunos libros de arte,
catálogos y ensayos, como el que había recibido hacía algunos días de Brown.
Colocó la biografía de Velázquez junto a la Divina Comedia y cayó en la
tentación de abrir aquella edición bilingüe en la que nada quedaba al azar.
En el canto vigésimo del
infierno, dedicado a la deslealtad, allí se escondía la carta que le mandó Miriam,
llena de reproches.
Io era già disposto tutto quanto
a riguardar ne lo scoperto fondo,
che si bagnava d’angoscioso pianto;
e vidi gente per lo vallon tondo
venir, tacendo e lagrimando, al passo
che fanno le letane in questo mondo.
Tras enfrentarse a los
terroristas en San Sebastián, Andrés fue llevado a un hospital. No había sido herido,
pero había quedado angustiado, aterido de miedo. Recordaba que le visitaron los
compañeros, sobre todo los jefes, incluso el ministro, que se empeñó en acudir al
hospital y retratarse con Andrés, a quien daba la mano con gesto forzado.
Aquella imagen abrió periódicos y telediarios. Andrés convertido en un héroe,
en alguien notorio.
Pocas horas después de prestar
su imagen recibió el libro y con él la carta. Se lo trajo una enfermera,
envuelto en papel de regalo. Había recibido flores, bombones, telegramas … no
le dejaban recibir llamadas. Abrió el paquete maquinalmente y allí estaba la
edición bilingüe de la Divina Comedia, un volumen grueso, muy manoseado. Miriam
se lo había mostrado con orgullo en muchas ocasiones, el orgullo de una edición
de coleccionista, con grabados de un pintor mallorquín. Dentro, en el canto vigésimo
del infierno, una carta breve, llena de reproches, de acusaciones de traición y
un ruego, que no intentara bajo ningún concepto acercarse a ella o a la
librería. Había terminado la farsa.
Días después Graciela viajó a
verle, había intentado comunicarse con él por teléfono al sorprenderle la imagen
en televisión. A Graciela le costó obtener los salvoconductos que le permitían
acceder a la habitación. Andrés no había facilitado ningún dato personal, mucho
menos que pudiera tener una novia en Madrid.
Tras mucho insistir, consiguió
colarse en la habitación, pensando que a Andrés se le iluminaría la cara.
Andrés seguía aturdido, bajo
efecto de los ansiolíticos. Abrumado por las circunstancias. Junto a la cama el
libro de la Divina Comedia, aparatoso, llamativo. Graciela, sorprendida por la
frialdad de Andrés, se recostó en el sofá, después de comprobar que él apenas
era capaz de cogerle la mano con tensión. Postrada en el sofá, cansada de mirar
revistas viejas, de manosear recortes de prensa, todos heroicos, cayó en sus
manos el libro de Dante y, con él, la carta de Miriam. Y con la carta se
despejaron alguna de las incógnitas. En cada insulto y en cada reproche de
Miriam ella se vio traicionada. No pudo contener las lágrimas, tras ellas la
rabia. Por fin se levantó, le miró a los ojos y le dio un bofetón tremendo,
ruidoso, que le sacó del letargo.
Marchó antes de que la
enfermera acudiera alarmada por el estruendo del tortazo. Andrés ocultó como
pudo su cara entre las sábanas y le dijo a la enfermera que un libro había caído
al suelo. No era del todo falso ya que la Divina Comedia había salido despedida
por los aires.
Andrés recibió medallas y
agasajos, posó en fotografías con todos los mandos de su cuerpo, tuvo la
oportunidad de hablar con el Rey, con el Presidente del Gobierno. Fue llevado
en volandas al funeral de su compañero asesinado y allí volver a ser centro de
los focos.
Llegaron las promesas de
destinos en Madrid, de puestos de responsabilidad. Se fue forjando la leyenda,
construida sobre las ruinas de haber visto morir absurdamente a un compañero,
de haber sentido el pánico en la boca, de haber desenmascarado sus trampas y
mentiras. Se acomodó a aquella situación, recibió el alta del hospital y marchó
unos días a las islas canarias, cortesía del Ministro. Después regresó a Madrid
y allí pasó por varias oficinas antes de ser destinado a la escuela de
policías. Instalado en la heroicidad pensó que Miriam o Graciela volverían a su
lado, se darían cuenta de la suerte que habían tenido al haberse enamorado de
un héroe.
El tiempo pasó, y con el tiempo
disfrutó de nuevos abrazos y carantoñas que le entretuvieron, que le
engatusaron como cantos de sirena. Todo le venía dado, incluso amoríos que
duraban unos meses y que luego se diluían cuando descubrían que tras la coraza
del héroe no había sino un muchacho inconsistente y fatuo que había salvado la
vida casi por casualidad.
Andrés, años después, leyó de
nuevo la carta y la dejó, ritualmente, en la página del canto XX del infierno.
Se recostó sobre el sofá y dado que no tenía muchas ganas de hacer balance de
sus desdichados amoríos, de sus viejas mentiras, prefirió embarcarse en
elucubraciones menos dolorosas, como la de intentar descubrir qué sabía Mendieta
de aquel grupo de argelinos que durante semanas habían estado vigilando, alborotados,
el entorno del Museo del Prado.
Andrés ya no era el policía
ejemplar, el héroe al que todos acudían en la oficina para hacerse una foto o
para arrancarle una anécdota, un recuerdo. Andrés era ahora un prejubilado
achacoso al que le habían caído encima veinte años de golpe, un estorbo
pegajoso en las tardes de la canícula de agosto en Madrid.
Los hados ya no se fiaban de
él, no le hacían grandes revelaciones. De hecho esa misma mañana Anglada le
había eludido cuando le vio llegar a la esplanada principal del museo. Incluso
Anglada sabía más que él.
Fue directo a la sala de las
Meninas, pensando que el cuadro tal vez le diera alguna revelación, algún haz
de luz a tanto misterio, a tanto secreto.
Recordaba haber leído que
Velázquez se había interesado por la astrología y que los personajes centrales
del cuadro formaban, si se trazaban líneas desde el corazón de cada uno de ellos,
la corona boreal, corona en la que la Infanta Margarita ocupaba el centro,
Margarita, la perla de la corona.
Tal vez los cinco argelinos que
habían merodeado alrededor del museo formaban una corona, habían tejido una red
misteriosa que Andrés no podría desentrañar.
Tras dejar la Divina Comedia en
el estante, revoloteó por internet, buscando interpretaciones cabalistas sobre
las Meninas y Velázquez. Fue de una lectura absurda a otra hasta que llegó la
hora de la cena.
Benita le había dejado en la
cocina un frasco con una crema de zanahoria y puerro que había inventado para
intentar animar el paladar y las rutinas de Andrés.
Pelaba y cortaba en rodajas dos
puerros, tres zanahorias, una cebolla y dos patatas nuevas. Las colocaba sobre una
bandeja metálica de paredes altas. Salaba las verduras y espolvoreaba pimienta
verde. Benita cogía a hurtadillas pequeñas cantidades de las pimientas que
Andrés atesoraba en la cocina.
Sobre las verduras
salpimentadas Benita colocaba tres o cuatro muslos de pollo, la piel hacia
arriba. Salaba la carne ligeramente y la dejaba en el horno, a 180º durante 50
minutos, puede que un poco más, en función del tamaño de las piezas.
Cuando el pollo estaba asado
retiraba las piezas de carne y removía con un cucharón de madera las verduras,
ya guisadas y nadando en la grasa del pollo. Añadía un poco más de pimienta,
una cucharadita de comino molido y otra de cúrcuma. Ponía las verduras en el
vaso del batidor y empezaba a hacer la crema, que iba trabando con ayuda de la
grasa del guiso, una grasa sabrosa, con regusto a pollo asado.
Andrés cenaría aquella noche la
crema y, el día siguiente, podría comerse un par de muslos de pollo, algo
resecos ya.
Pimienta verde torrefacta
(Piper nigrum). Originaria de la India.
Notas asadas y dulces, aroma a
pimiento morrón tostado.
Recolectadas antes de estar
maduras, se torrefactan los granos a mano.
Adecuada para guisar a la
plancha setas, rebozuelos, gírgolas, purés, pescados a la parrilla o carpaccio
de buey.
Has desmenuzado Las Meninas dándonos todos los detalles y has preparado un rico puré, aquí parece que el nuevo cocinero está poniendo interés y comemos más decentemente. Estoy con la tele y veo han matado a un sacerdote en El Salvador, voy a ver si leo más noticias. Jubi
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