XVI.-
BAYA DE SANSHO
La
noche del 16 al 17 de agosto fue, probablemente, la más calurosa del año.
Andrés apenas pudo dormir, el calor seco se le agarraba a la garganta y
convertía sus pulmones en alquitrán, los ansiolíticos y los somníferos no
podían diluir la situación de agobio.
No
había amanecido todavía cuando se levantó. Abrió todas las ventanas del piso
buscando una corriente que no terminaba de arrancar, incluso de madrugada el
exterior irradiaba fuego.
Encendió
una pequeña luz en la cocina, sobre la encimera, un foco mínimo que evitara el
incremento de la temperatura. Abrió la nevera y se bebió de un solo trago casi
un litro de agua, en breve empezaría a sudar y quien sabe si con el sudor
podría reducir la sensación de opresión en el pecho. El muestrario de medicinas
aguardaba pacientemente sobre la mesa, hasta las seis de la mañana no debía
tomar ninguna de las pastillas, ni las obligatorias, ni las recomendadas, ni
las convenientes, ni las apetecibles, todas tenían que esperar a que empezara a
clarear. Andrés sabía dosificar las dosis y combinar los efectos de unas y
otras, incluso los que eran menos placebos.
Sacó de
la nevera un paquete de pechugas de pollo fileteadas, envueltas con primor.
Benita las compraba en el mercado, pequeñas cantidades, para que no se
revinieran. Buscó una bandeja de cristal ancha, desdobló los pliegues del papel
plastificado que protegía la carne y fue extendiendo una a una las pechugas,
sin dejar espacio entre ellas. Los filetes eran finos, casi transparentes, como
le gustaban a él; el pollo de color amarillo intenso, casi naranja. El pollo
dejaba un rastro viscoso entre los dedos. Tuvo que lavarse las manos
concienzudamente hasta que desapareció la sensación gelatinosa, y hubo de
secarse las manos con mayor cuidado incluso para que no quedara rastro de
humedad. Puede que la edad, la soledad y la enfermedad le hubieran hecho
todavía más maniático.
Abrió
la portezuela de uno de los armarios y, en penumbra, tanteó hasta dar con el
recipiente de la sal. La mínima luz sobre la encimera apenas daba para iluminar
la superficie de la bandeja, haciendo brillar los filetes de pollo.
Espolvoreó
una pizca de sal, no mucha porque era uno de los ingredientes prohibidos por
los médicos. Se sacudió bien las manos. Devolvió la sal a su sitio y sacó
varios botes de cristal, no eran muy grandes, cada uno de ellos guardaba un
tipo de pimienta. En la etiqueta, escrita a mano, aparecía el nombre de un tipo
de pimienta. Guardaba cerca de una veintena de recipientes, en cada uno de
ellos apenas cabían 50 o 60 gramos de especias.
Fue
destapando y olisqueando, se detenía unos segundos para que la nariz se le
despejara. Incluso depositaba algunas bayas sobre la palma de la mano, las
frotaba bien para que despidieran todo su aroma y aspiraba lentamente, abriendo
las aletas de la nariz y dejando que los minúsculos fragmentos de pimienta le
llevaran a las puertas del estornudo.
Le
costó decidirse, tras algunas dudas eligió unas bayas de Sansho, las deshizo
entre los dedos y cubrió ligeramente los filetes, briznas de color pardo que
encajaban junto a los cristales de sal.
Llevó
cuidadosamente los botes de pimienta de nuevo al armario. Abrió la nevera y
cogió un limón de piel brillante. Sacó un rallador de uno de los cajones y fue
rallando minúsculas escamas de piel de limón sobre el pollo. Enseguida un
intenso olor a cítrico invadió la cocina. Se olisqueó las manos, el limón le
daba cierta sensación de frescor.
Escurrió
el rallador bajo un chorro de agua, lo secó con cuidado, usaba una servilleta
de papel ya que los paños se deshilachaban. Dejó el utensilio en el cajón y el
limón en la nevera. Sacó una botellita
de soja, con la precisión de un químico depositó unas gotas de salsa de soja
sobre los filetes, las gotas enseguida se extendieron y arrastraron suavemente
las briznas de limón y de pimienta, los cristales de sal empezaban a diluirse.
Andrés contemplaba absorto el arranque de la maceración, la luz de la pequeña
bombilla convertía la cocina en un laboratorio.
Sumergido
en aquel absurdo ritual, abrió de nuevo la puerta de la nevera para depositar
la botella de soja y sacar un brick de leche, desnatada por supuesto.
Desenroscó el tapón y comprobó que la leche no se hubiera cortado. Se dispuso a
empapar las pechugas con un mínimo reguero de líquido que corría entre las
comisuras de los filetes; Andrés evitaba que empapara directamente la carne
para mantener así los manchurrones de soja, limón, sal y pimienta. La leche no
llegó a cubrir las pechugas, que parecían flotar sobre un océano blanco.
Llevó
la leche de regreso a la nevera y rebuscó en los cajones hasta dar un rollo de
film transparente. Pegó uno de los extremos del film contra la pared de la
bandeja y fue estirando parsimoniosamente el rollo para mantener la tensión del
plástico, no debía tocar la superficie de las pechugas. Adhirió el plástico
sobre el otro extremo de la bandeja, mantuvo el rollo en tensión con la mano
izquierda mientras que con la derecha abrió un cajón en el que, a tientas,
rebuscó hasta dar con un cuchillo de filo fino. Dio un corte rápido, decidido y
superficial sobre el rollo de plástico y terminó de sellar la bandeja.
Definitivamente
Andrés se había convertido en un tipo maniático, extremadamente maniático.
Guardó
el cuchillo y el rollo de plástico, se frotó las manos sudorosas y cogió la
bandeja como si fuera un relicario para llevarla a la nevera. Apagó la
lucecilla sobre la encimera y, al abrir la puerta de la nevera, quedó su
silueta iluminada como en una pintura tenebrista.
Las
pechugas quedarían durante horas en la nevera, macerando lentamente, obrando el
milagro de conseguir que el insípido pollo supiera a algo.
Había
visto en muchas ocasiones a Mariam seguir el ritual de macerar las pechugas, le
aseguraba que la leche hacía que quedaran más jugosas. Al cabo de unas horas
las secaba sobre un paño limpio, las pasaba por harina primero, después por
huevo y por pan rallado antes de freírlas a fuego vivo para que el rebozo
quedara crujiente. Andrés tendría que contentarse con pasarlas por huevo y pan
para dejar que se hicieran al horno, los fritos estaban terminantemente
prohibidos en su nuevo estado.
Agotado
regresó a la cama para intentar enganchar algo de sueño o, cuando menos,
esperar a que la mañana empezara a clarear.
Dio una
cabezada larga, tan larga que le sorprendió el ruido del llavín de Benita
abriendo la puerta de la casa. Saltó de la cama para cerrar la puerta del
dormitorio, pasó al baño y abrió el grifo de la ducha, Benita sabía que si
había ruido en el baño debía limitar su tránsito a la cocina.
Benita
preparó un café descafeinado, mezclado con leche desnatada y sacarina, un tazón
de pena negra, aunque el café descafeinado por no menos conseguía inundar la
casa de cierto aroma a normalidad sintética, pero normalidad, al fin y al cabo.
Andrés
había sido cazado por Benita, eso suponía quedar sometido durante minutos
eternos a su perorata unilateral, a la concatenación de preguntas que no
aguardaban respuesta, a la retahíla de breves quejas y lamentos sobre el calor,
el ruido, el comportamiento de los vecinos, el precio de las cosas, la dureza
de la ciudad, las molestias de los turistas, los reproches a su marido, los
planes frutados, las recomendaciones que sabía que Andrés nunca llegaría a
cumplir, las instrucciones de uso sobre comidas y cenas, las indicaciones sobre
la compra pendiente… Benita hilaba las frases sin respirar, como si el aire le
entrara por los poros de la piel.
Andrés
no tenía salvación, salió de su cuarto vestido y aseado, sobre la mesa de la
cocina le aguardaba Benita sentada, frente a un tazón de café con leche, junto
a unas tostadas de pan integral cubiertas de mermelada baja en calorías. No
había escapatoria. Andrés le dio un brevísimo beso en la mejilla antes de
sentarse a desayunar y a tomar la medicación correspondiente, la obligada, la
recomendada y la apetecible.
Le
costó desenredarse de la tela de araña, casi una hora le llevó librarse de
aquel monólogo exterior denso, Benita le miraba siempre a los ojos, de ese modo
quedaba atrapado. Hasta que ella no se levantó para llevar las tazas al fregadero,
él no se liberó. En cuanto Benita se dio media vuelta para fregar, Andrés salió
huyendo hacia la puerta y ya desde el rellano se despidió. Benita había
reanudado su monserga, ajena a cualquier estímulo exterior.
A
medida que bajaba las escaleras hacia la calle Andrés fue recuperando la
consciencia de la realidad, como si hubiera regresado de un viaje interestelar.
Caminó ligero, las medicinas iban desplegando sus efectos reparadores.
A
medida que se iba aproximando a la esplanada del museo del Prado se fue dando
cuenta de la situación de excepción, varias furgonetas de policía vigilaban los
accesos principales al museo, se habían desplegado numerosos agentes con
chalecos antibalas y fusil en mano. Los transeúntes eran escrutados con
absoluto cuidado. Comprobó que el Paseo del Prado estaba cortado a la
circulación. Los turistas podían deambular sin impedimento, pero estaba
restringido el paso de vehículos, ni siquiera los autobuses. Se asomó al Paseo
y comprobó que cuatro furgonetas blindaban el paso desde la glorieta de Atocha
hasta la plaza de Cibeles. Agentes municipales desviaban el tráfico entre
protestas.
Los
turistas bajaban como podían de los autocares y subían en peregrinación hacia
el museo. El Paseo y las calles colindantes estaban tomadas por policía. Andrés
temió que hubieran cerrado el Museo del Prado. Había leído algunos artículos
sobre las peripecias de los cuadros del Museo durante la guerra civil, los
problemas de transporte que habían dado las Meninas.
El
Museo estuvo cerrado desde el 30 de agosto de 1936 hasta el 9 de septiembre de 1939,
en algún momento se temió que el Museo pudiera ser bombardeado o que la masa
incontrolada, fuera del color que fuera, saqueara la pinacoteca.
Los
cuadros fueron embalados y sacados del Museo de noche, a lo largo de varios
días tras el cierre, los primeros depósitos fueron en la propia ciudad, en la
iglesia de San Francisco el Grande y el Convento de las Descalzas; pronto se
vio que aquellos tampoco eran lugares seguros y en varios camiones salieron
rumbo a Valencia. En algún tramo las Meninas y otros cuadros de gran tamaño tuvieron
que transportarse en volandas porque había riesgo de que los bastidores golpearan
los dinteles de los puentes.
Los
cuadros, protegidos por la República, viajaron de Valencia a Girona, a medida
que los rebeldes iban tomando las distintas ciudades, el convoy de camiones iba
alejando las obras de las zonas de riesgo. Se escondieron en el castillo de Peralada
y en una mina de talco cercana a la frontera con Francia, mientras los
responsables buscaban una ubicación definitiva mientras durara la guerra.
Finalmente fueron depositados en Ginebra, bajo la protección de la Sociedad de
las Naciones, con el compromiso de traerlos de regreso a España una vez acabara
la contienda.
El
cierre y la salida de los cuadros del Museo fue utilizado por Franco como
instrumento de propaganda, convirtiéndose en una cuestión internacional que
polarizó a la opinión pública.
Al
terminar la Guerra Civil los cuadros regresaron a España entre grandes medidas
de seguridad y grandes temores ya que la Segunda Guerra Mundial había
estallado. Antes de su regreso a España los cuadros fueron exhibidos en
Ginebra, después se trajeron a España y fueron recibidos entre multitudes enfervorizadas
que aguardaban la descarga de las obras en la Estación del Norte. Días antes
del regreso de los cuadros Inglaterra y Suiza reconocieron la legitimidad del
golpe de estado y el gobierno del General Franco.
Andrés
había visto reportajes, incluso obras de teatro sobre la guerra y el Museo. Pese
a sus temores, lo cierto es que el Prado permaneció abierto aquel 17 de agosto,
entre controles policiales extremos.
Andrés
hizo su recorrido habitual, buscó la paz y el frescor de algunos rincones poco
transitados y, cuando recuperó el resuello, fue hacia la Sala de las Meninas
para disfrutarlas, como cada mañana.
Al salir, cerca ya del mediodía, el ambiente se había relajado, aunque seguía habiendo mucha presencia policial y las calles cercanas al Museo seguían cerradas. Entre la nube de turistas alborotados y policías vigilantes le pareció reconocer a Anglada, de uniforme, y a Mendieta, de paisano; se acercó a ellos, preocupado por el despliegue. Mendieta fue concisa y cordial. Habían detenido hacía poco más de una hora a Idriss Maluf y a todo su grupo; por lo que le contaron habían alquilado tres microbuses los días anteriores, habían cargado pequeños grupos de turistas en hoteles de la Gran Vía y se dirigían hacia la zona del Museo. Pocos más detalles se podían dar. Mendieta estaba tan contenta que, incluso, dio dos besos en las mejillas a Andres y le dijo que en breve recibiría una llamada de la superioridad, que querían darle personalmente las gracias por los desvelos y pesquisas de las últimas semanas.
Anglada escuchaba en silencio, aunque estaba henchido como un pavo real con su cola desplegada, seguramente él también había recibido felicitaciones.
Sonó el teléfono móvil de Mendieta, que se retiró unos metros para conversar. Anglada abrazó a Andrés y le dijo al oído: «Hemos hecho algo grande, muy grande. Esto podía haber acabado en tragedia».
Andrés
se mantuvo en silencio, le costó despegarse de Anglada. Hizo un gesto para despedirse
de Mendieta y empezó a caminar rumbo a su casa. El calor a aquellas horas era
insoportable, la medicación iba perdiendo sus efectos y el agobio cada vez era
mayor.
A duras
penas pudo llegar a su casa. Antes de comer tuvo que reposar unos minutos,
derrengado, sobre el sillón. Benita había dejado unas pencas de acelga hervidas
y Andrés sólo tenía que sacar las pechugas de la nevera, escurrirlas un poco y
pasarlas por la plancha. Apenas comió, le convenía más el descanso.
Marchó
al salón y al arrullo de la televisión se dejó envolver por el sueño. La casa
en penumbra, la televisión con un hilo de volumen y en la boca el regusto de la
heroicidad. Se durmió rápida y profundamente, había pasado mala noche y
necesitaba una siesta larga y densa.
Se
despertó poco antes de las seis de la tarde. La boca pastosa, aturdido todavía
por el sueño, la mirada borrosa. En televisión pasaban imágenes tensas, saltos
sincopados de un sitio a otro; Andrés vio imágenes de heridos tirados en el
suelo, rastros de sangre sobre la calzada, pensó que era un telediario que reseñaba
algún atentado en alguna ciudad lejana. Subió el volumen y comprobó, con horror,
que las imágenes eran en directo, desde Barcelona, desde donde contaban que un
grupo terrorista había atentado en las Ramblas contra las personas que
transitaban aquella tarde por allí, contaban que se trataba de un grupo
islámico radical, que habían utilizado una furgoneta para arrollar a los transeúntes.
No podían precisar el número de muertos, pero hablaban de decenas de heridos.
El
horror hizo que Andrés incluso tiritara de frio. Fue hacia la cocina a beber
agua y regresó de nuevo al salón y a la televisión saltando de una cadena a
otra.
Perdió
la noción del tiempo y el anochecer le sorprendió frente a la pantalla. Las
imágenes se repetían una y otra vez, apenas había novedades, sólo dolor y
sangre en espiral.
Le
costó apagar la televisión, eran difícil que su atención se desimantara. En
otro tiempo, en otra circunstancia, Andrés hubiera recuperado las trazas del
aguerrido Baztán, el héroe de tantas batallas, sin embargo, aquel 17 de agosto Andrés
no era sino un hombre enfermo, avejentado, torpe, un tipo obsesivo, solitario y
melancólico aferrado al pasado.
Comprendió
que su tiempo había pasado, que ni comprendía, ni era capaz de enfrentarse a la
realidad. Aquella noche, mientras se comía los restos de la comida, decidió que
pediría la jubilación anticipada, vendería el piso, compraría una gran lámina que
reprodujera las Meninas y marcharía a vivir al sur, lo más lejos posible de la
ciudad. Comprendió que había llegado el momento de dejar que las Meninas
abandonaran el cuadro y pudieran ser ellas las contempladoras y no las
contempladas. No esperaría la llamada de Mendieta, ni la de sus superiores, en
cuanto pudiera huiría al sur con cuatro libros, ropa cómoda y poco más.
Baya de
Sansho.- (Zanthoxylum piperitum).
Originaria de Japón.
Su
situación exacta es en la provincia de Wakayama. Su sabor es muy especial, casi
explosivo, con gusto a cítricos, menta y hierbas de limón.
La baya
madura en los meses de verano (julio y agosto).
Adecuada
para guisos con setas Shiitake, carne de ave en poché, tartar de salmón,
ensalada de frutas, cola de bogavante y anguila a la parrilla.
He disfrutado mucho con el relato y "monserga" me ha recordado a mi madre;ella usaba con mucha frecuencia esa palabra.
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