Esta semana he
terminado a la vez dos libros que, en principio, no tenían nada que ver. Han
sido lecturas casuales, uno de los libros lo tenía como referencia en el cuarto
de baño, el otro lo llevo en la mochila. Estas lecturas casuales llegan de modo
fragmentado, leyendo sin mucha continuidad, a veces unos minutos, los que van
de una a otra parada del metro.
No tenía previsto
leer los dos libros a la vez, sin embargo, el azar ha querido que los termine
casi a la vez.
En el cuarto de
baño tenía El Mito de Sísifo, de Albert Camus. En la mochila viajaba El Coloso de Marusi, de Henry Miller. El
primero es un breve ensayo complicado de leer, una reflexión sobre el absurdo
del ser humano escrito desde la perspectiva existencialista. El segundo es un
libro de viajes desordenado y pasional, el dietario de un viaje/estancia en
Grecia.
Miller y Camus
tienen, en apariencia muy poco que ver entre ellos, o por lo menos eso creía.
Los leía en paralelo, sin ser consciente de las conexiones que pudieran existir
entre las dos publicaciones. También mi actitud es distinta, te enfrentas al
mundo de modo distinto según leas en el cuarto de baño o entre apretujones en
el metro. (Por cierto, Henry Miller tiene una breve diatriba contra los
lectores de cuarto de baño, pero esa es otra lectura y otro libro a reseñar).
Casi cuando agotaba
mis dos lecturas en paralelo me di cuenta de que ambos libros se escribieron
durante la Segunda Guerra Mundial, se escribieron en un breve lapso de tiempo
(Miller en 1941, Camus en 1942). Tiempos convulsos en Europa, había muchas
razones para estar preocupado, angustiado.
Miller, huyendo de
los Estados Unidos, se estableció durante unos meses en una Grecia caótica,
desordenada y vital, tan desastrosa que la Guerra parecía casi una anécdota.
Miller cuenta a su manera la experiencia de la luz, de la alegría, de la
generosidad, de la pasión, de las raíces de la cultura del hombre. Todo ocurre
casi por casualidad en El Coloso de
Marusi. Miller, en el fondo, habla de la felicidad, del pavor a las
rutinas, de la casualidad.
Camus escribe con
profundidad, también con desasosiego, parece que no haya futuro. Pese a todo,
al describir el mito de Sísifo, razón de ser del libro, aunque no sea su
capítulo principal, escribe sobre el hombre que se atrevió a desafiar a los
dioses y fue castigado con una penuria eterna, la de arrastrar a duras penas
una gran roca hasta la cumbre, para luego ver como la gran roca se despeña de
nuevo hacia el valle, obligándole a deshacer sus pasos y reiniciar la escalada.
Miller también
habla de los hombres que desafían a los dioses, habla de los dioses griegos y
se inspira en ellos para embarcarse en un viaje buscando la felicidad, una
felicidad de la que sólo se ven destellos.
Camus al describir
el periplo de Sísifo también habla de la felicidad, como hija de la misma
tierra que el absurdo, y considera que, a su modo, Sísifo es feliz mientras
camina aliviado de peso, de nuevo hacia el valle para recoger otra vez la
piedra. Y termina el capítulo afirmando que “la
lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que
imaginarse a Sísifo feliz”.
Camus y Miller no
está, en el fondo, tan lejos. Los dos libros son reflexiones, sui generis, sobre la felicidad, sobre
la búsqueda de la felicidad. Miller es un escritor luminoso, angustiado, pero
luminoso, en su libro de viaje hay muchos pasajes dedicados a comidas sencillas
y a sobremesas largas que pueden, incluso, acabar con bailes.
Camus no es un
escritor luminoso, puede que menos angustiado, aunque sí resignado con el
destino absurdo del hombre.
Miller y Camus
escriben, a su modo, de la relación del hombre con dios, con los dioses o con
la inexistencia de dios.
En la soledad del
cuarto de baño, o sumergido en la multitud del metro en hora punta me han sorprendido
las dos lecturas, no pensé que terminaría ensayando sobre ellas y mucho menos
que ensayaría además escribiendo sobre cocina.
Hay en la cocina,
en el hecho de cocinar (por lo menos en mi caso), la búsqueda de la luz y el
caos de la cocina mediterránea, la combinación de productos frescos, el juego
de sabores y sensaciones que puedan llevarte a la alegría o, por lo menos, a un
fogonazo de alegría.
Hay en la cocina
algo de tarea absurda y repetitiva, de trabajo pesaroso (cualquiera que se haya
enfrentado a un par de kilos de judías verdes que tuviera de perfilar sabe de
qué estoy hablando). La tarea del cocinero tiene una pizca de inspiración y
toneladas de disciplina. El ritual de comprar los ingredientes, prepararlos para
el guiso, cocinarlos y comerlos tiene el vértigo de la piedra que cuesta elevar
y que, irremisiblemente, cae ladera abajo.
La satisfacción de
un platillo redondo suele venir acompañada de un ¿mañana qué prepararé para
comer?
Yo, que cocino
prácticamente todos los días, que lo hago muchas veces por el placer de ver
diluirse el tiempo mientras mondo unas patatas o trabo una besamel, he sentido
la fatalidad de pensar que mi tarea se reiterará uno y otro día.
A la vez, llevar el
plato a la mesa, sobre todo cuando cocinas para gente que aprecias, es una
fiesta. El anhelo de una sobremesa plácida, ligera y divertida hace que valga
la pena la rutina de los fogones horas antes de comer.
Puede que la
proximidad de mi regreso a Grecia (en unas semanas volveremos a estar todos en
las islas) ha hecho posible las conexiones de esta entrada. Julio está ya
encima, el calor aprieta y el anhelo de vacaciones es más que una necesidad
física.
Cocino con la
cabeza puesta ya en las vacaciones, busco sabores y texturas que anticipen lo
que reencontraré el mes de agosto.
Voy a preparar una
ensalada que probé hace unos días y que recreé para la noche de San Juan.
Volveré a prepararla la semana que viene, que vendrá una amiga a cenar a casa.
Es una ensalada de
calabacín, cangrejo y aguacate, son los ingredientes básicos. La ensalada puede
y debe tunearse al gusto del comensal, en función también de lo que ofrezca el
mercado.
Para preparar la
ensalada hay que picar un calabacín verde. Yo utilizo una especie de mandolina
que convierte el calabacín en pequeñas virutas verdiblancas, en pequeñas
lágrimas.
Se deja el calabacín
reposando en un bol grande. Si se le añade una pizca de sal a la verdura
conseguiremos que empiece a perder agua. Calabacín, sal, pimienta y un bol para
que la verdura se deshidrate.
Mientras el
calabacín descansa, picamos muy fina una cebolleta. La dejamos también en un
bol, o en un plato sopero, porque sale menos cantidad. También va bien salarla
para que empiece a sudar.
El tercer
ingrediente que hay que picar es el cangrejo (si se quiere una ensalada más de
batalla, la lata de chatka puede sustituirse por barritas de surimi. No es lo
mismo, pero no todos los días son iguales). Cangrejo picado en hebras y también
en reposo.
Ni qué decir tiene
que, con el calor, la cocina está en penumbra, la música suave y cierta
parsimonia en el proceso de elaboración.
Pelo un aguacate,
lo parto por la mitad. Rocío las dos partes del aguacate con un chorrito de
lima (ni qué decir tiene que también es posible hacerlo con limón). Con la lima
consigo que el aguacate no se oxide.
Una de las mitades
del aguacate la pico muy fina, en briznas parecidas a las de la cebolla. La
otra mitad la reservo para luego laminarla con ayuda de un pelador de
zanahorias. Las láminas de aguacate servirán para la presentación de la
ensalada.
Escurro bien los
boles y platos con los distintos ingredientes, cuanto menos agua tenga el plato
más vistoso quedará.
Busco un bol grande
para mezclar los ingredientes escurridos. La base principal, las virutas de
calabacín verde. Añado la cebolleta picada y mezclo, después los datitos de
aguacate, finalmente las hebras de cangrejo.
Compraré eneldo
fresco y pondré unas briznas de eneldo para aderezar la ensalada.
Salpimento los
ingredientes, riego con un hilo de aceite de oliva, una cucharada de mostaza
cremosa de Dijon (también encajaría un poco de mayonesa casera), media
cucharadita de café con wasabi en polvo, otra cucharada de semillas de sésamo
tostado. Mezclo ayudándome de dos cucharones (podría mezclar con las manos
limpias para impregnarme de la grasilla del aguacate y el aceite).
Para montar el
plato uso unos aros metálicos y una bandeja negra, de pizarra. Pongo unas
cucharadas de la mezcla dentro del aro metálico. Aprieto bien para que el
bloque no se desmorone cuando quite el aro.
Forro el bloque de
ensalada con las láminas de aguacate y llevo el plato a la mesa.
El plato soportaría
unas huevas de trucha, de las anaranjadas, unas láminas de ventresca de atún en
conserva, unas lascas de bacalao en salazón, puede que un par de anchoas de
buena calidad. También encajarían unos anacardos picados, o unos pistachos
también picados, incluso unas pipas peladas.
El éxito de la
ensalada está en no exagerar ningún ingrediente, dejar que se integren
elegantemente.
Sísifo desafió a
los dioses, fue castigado. Hoy puede que se refugie entre fogones.
El esfuerzo de
Sísifo queda plasmado en el cuadro de Tiziano. Ya queda poco para las
vacaciones.
Que delicia de ensalada has preparado, todavía no he desayunado y se me hacía la boca agua mientras leía, admiro tu capacidad para todo y espero que disfrutéis de las vacaciones, las mías son perpetuas y en "Costa Princesa" no estoy nada mal. Jubi
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