NUNCA LLEGARÁS A
NADA.
Con el cierre de
estos días de cambio y alboroto he recordado el título de este libro, un título
magnífico, absolutamente magnético. Se trataba en realidad de una recopilación
de cuentos, puede que el primero de los libros publicados por Juan Benet.
Recuerdo,
vagamente, haberlo leído en mi adolescencia, hace ya muchos años. Debe andar un
ejemplar perdido en mi biblioteca desordenada, ya bordea el caos.
Supongo que ya casi
nadie se acuerda de Juan Benet, un escritor que falleció en 1993, un escritor
del siglo pasado. En su momento fue uno de los grandes referentes de la
narrativa española, el primero de los anglosajones de la Generación del 50.
Recuerdo haberlo
visto trastear entre libros en la Librería Visor, pelo blanco y mirada
socarrona. Creo que fumaba en pipa, era un tiempo en el que dejaban fumar en recintos
cerrados. Tenía un tono de voz grave, mirada socarrona. Yo nunca me atreví a
hablar directamente con él, con la excusa de hojear un libro me acercaba lo más
posible para escuchar lo que comentaba con el dueño de la librería. Tendría yo
quince o dieciséis años, cuando era feliz
e indocumentado.
Benet era todo un
personaje. Es una pena que ahora casi no se hable de él y sea complicado
encontrar sus libros en papel.
El título de
aquella colección de relatos es tan maravilloso que casi me da miedo releerlo y
que se desvanezca todo lo que he ido construyendo sobre él.
Navego por internet
y veo que en Amazon ofrecen por 4 € una edición en papel de segunda mano, con
la advertencia de que el ejemplar puede tener marcas y señales de su anterior
propietario. Todo un reclamo.
Yo suelo marcar y
señalar los libros, en ocasiones los subrayo, aunque normalmente me conformo
con doblar ligeramente una esquina para indicar una página en la que algo me ha
llamado la atención. Como única pista hago una doblez en la parte superior o
inferior de la página para poder orientarme y saber si la frase, idea o
cuestión queda entre las primeras líneas o en el bloque final.
Es todo un reto
volver a esos libros tiempo después e indagar qué frase es la que me llamó la
atención y porqué razones, no siempre es fácil. Ya lo dice Heráclito, uno no se
baña dos veces en el mismo río; del mismo modo, uno no se lee dos veces el
mismo libro, no cambia la lectura pero seguramente cambia el lector. De hecho
la cita de Heráclito es: «Al mismo río
entras y no entras, pues eres y no eres»
Los libros que leo
los lleno de pequeñas pistas, recuerdos nimios. Normalmente son billetes de
transporte público (autobuses, metros, trenes o aviones), entradas de cines o
de exposiciones, papeles pautados de hoteles, propagandas repartidas en la
calle, flyers con publicidad de lo más variado, recortes de periódico, críticas
de cine, marcadores de libros, cuartillas de cualquier tipo. Los camuflo entre
las páginas con el fin de que me orienten sobre el momento y circunstancias en
el que el libro fue leído. A veces una fecha o una referencia mínima me permite
extraer recuerdos perdidos.
También es verdad
que cuando presto cualquiera de los libros esos rastros suelen desaparecer
porque donde yo veo tesoros de valor incalculable otros solo ven mierdecillas
olvidadas.
No sé todavía si
releeré Nunca Llegarás a Nada otra vez, seguramente lo buscaré en las
estanterías, me desesperaré por no encontrarlo y puede que en algún momento,
casi por casualidad, aparezca en la segunda o tercera fila de la biblioteca.
Los anaqueles, ya combados, guardan sorpresas deliciosas.
Recuerdos como el
de Juan Benet me producen más alegría que nostalgia, la nostalgia puede llegar
a ser una enfermedad inhabilitante. Siempre he pensado que el futuro es mucho
más interesante que el pasado, que lo bueno está por venir. Que la historia en
realidad se escribe hacia delante.
He recordado
también otro libro de título inquietante: Nunca cometemos errores, de Aleksandr
Solzhenitsyn. También lo leí en la adolescencia, tampoco me acuerdo de casi
nada de su trama. Anda andar perdido en la estantería, seguro que no muy lejos
de los relatos de Benet. El caos suele producir curiosas coincidencias.
Está claro que los
libros que incluyen la palabra Nunca me subyugan.
He dudado sobre la
receta que mejor le vendría a la cita del libro de Benet. Creo que,
inevitablemente, debería ser una cita viejuna,
aceptémoslo, no creo que esta entrada consiga colocar de nuevo a Juan Benet en
la modernidad. Benet era un escritor culto, enrevesado, de largos párrafos.
Merece una receta de aquellas olvidadas, una receta que con apariencia simple,
sin embargo, hubiera de pasar por un filtro faulkneriano (es curioso, hace unos
meses acudí al colegio de mis hijos a dar una charla a los alumnos de
bachillerato sobre el futuro profesional, se me ocurrió hablarles de Faulkner y
de Flaubert. Los chicos/y las chicas/ me miraron extrañados. El profesor me
dijo que probablemente no conocían a esos autores. El profesor tenía pinta de
que tampoco sabía mucho más que ellos, y eso que eran alumnos de humanidades).
He elegido una
receta rancia entre las rancias, el escalope a la milanesa, un viaje directo al
mundo de las televisiones en blanco y negro, a un mundo que solo tenía dos
canales (por cierto, ayer mi hijo pequeño me preguntó que si yo estaba vivo
cuando el hombre llegó a la luna – 1969 -, le he dicho que sí. Luego me ha
preguntado si seguiría vivo cuando el hombre/seguramente la mujer/, llegue a
Marte. Le he dicho que esperaba estar vivo ya que la previsión es que el primer
viaje tripulado se intente en 2025, aunque puede que se retrase porque Trump –
que puede acabar con casi todo rastro inteligente en la política – ha suspendido
los programas espaciales relanzados por Obama).
La primera crisis
que uno tiene con la receta del escalope a la milanesa es la de su nombre.
Suena mucho más retro la palabra escalopa,
que es mucho más Vintage. Aquí en Barcelona la gente que ronda los setenta años
habla de escalopa, no de escalope.
El escalope es un filete
normalmente de ternera, de mínimo grosor, rebozado. Tendría que ser muy blando,
aunque la mayoría de los escalopes que recuerdo eran verdaderas zapatillas de
esparto.
El escalope a la
milanesa no deja de ser lo que aquí los castizos llamaban filete empanado (no
muy lejos de los sanjacobos y los cachopos ahora de toda moda), aunque hay que
reconocer que los italianos han sido capaces de vender carbón al diablo y que
en italiano la cotoletta alla milanesa suena tan sofisticada como unos zapatos
de Ferragamo (aunque creo que Salvatore Ferragamo era florentino).
El secreto de la
buena escalopa es que la carne sea muy tierna, un punto melosa (la pieza más
codiciada sería la nalga, con todas sus connotaciones). La carne hay que
maltratarla a martillazos o con un rodillo para que quede de grosor
milimétrico.
EL escalope milanesa
es extremadamente sencillo, un filete pasado por huevo y pan rallado que se
sirve con patatas fritas. Yo recuerdo que en el bar Wikiki nos lo servían con
una salsa de tomate cebolla y pimiento, un denso sofrito que empapaba las
patatas y las convertía en una maravilla.
Sobre la base del
escalope se han introducido infinidad de variedades tanto en los rellenos, como
en las guarniciones, hasta el punto de que en las redes circula una receta que
es, sólo por su nombre, un verdadero anatema: Escalope Milanesa a la Napolitana
(filete empanado con salsa de tomate). El nombre de ese plato sería tan
imposible como intentar ahora promocionar unos callos madrileños a la catalana
(aunque todo es intentarlo, los nuevos tiempos exigen nuevas transversalidades.
Sorprendería saber los puntos en común de las tripas guisadas tanto en Cataluña
como en Madrid).
Como se trate de
darle un aire nuevo a la escalopa milanesa, conseguir que llegue a algún sitio,
he pensado en modernizar la receta. Elegiré, como no podría ser de otro modo,
carne de ternera, acudir al pollo o al cerdo me llevaría por derroteros
inhóspitos. La pieza elegida la culata.
Antes de liarme a
martillazos pondré la carne a macerar con un chorrito de salsa de soja,
ralladura de lima y unas gotitas de zumo de lima. Puede que también una
cucharada de mostaza antigua. Dejaré que la carne repose en un tupper durante una
hora. Es importante que las cantidades de soja y de zumo sean mínimas (tres
cucharadas soperas) para que la carne no se haga en crudo.
No conviene meter
la carne en la nevera. Pasado el tiempo de maceración, se coloca sobre la tabla
y se pasa un rodillo de madera, pasadas firmes, constantes, para que quede lo
más fina posible cada pieza (los mazazos son arriesgados porque pueden romper
los filetes).
Aplanados los
filetes, se salpimentan ligeramente y se pasan por huevo batido, tienen que
empapar bien (hay que le pone unas gotitas de tabasco al huevo batido, es una
opción).
Sin solución de
continuidad el filete empapado ha de pasar al rebozado en pan rallado. Como se
trata de una receta modernizada he rallado restos de pan secos que tenía por
casa (panes de nueces y pasas, panes con semillas de todo tipo, harinas
exóticas… Voy acumulando chuscos de pan que han de estar bien secos antes de
someterlos a los rigores del rallador).
En una sartén
amplia, con abundante aceite, se tienen que freír los filetes (los alemanes
utilizan mantequilla en abundancia en sus sabrosos Schnitzet). Aceite de oliva.
La carne no debe
estar fría.
La temperatura del
aceite sobre los 180º (para no andar con termómetros se puede usar el truco
abuelil de lanzar un trocito de pan y esperar a que empiece a dorarse).
Conviene no ser
impaciente y esperar a que el aceite tome la temperatura adecuada. La fritura
es un arte que exige precisión y decisión. No hay que dejar que fría mucho,
basta con comprobar que se ha dorado la cobertura.
Se retira el filete
y se pasa unos segundos sobre papel absorbente. De allí al plato para consumir
de inmediato. Por eso es importante hacer simultáneamente las patatas fritas
(todo un arte).
Como se trata de
modernizar la receta, acompaño mi escalopa con una salsa cítrica, no muy
complicada, nunca sobre el filete, sino en una salsera para que cada comensal
la administre al gusto/o no gusto/. Puede que sea suficiente con el aroma del
limón flotando sobre la mesa, sin necesidad de tocar la carne.
Para la salsa hemos
de picar una cebolla en tiras finas (brunoise), dejar que se sofría suevamente
en aceite de oliva (no se tiene que dorar la cebolla). Cuando esté atontada se
añade un poco de sal, así termina de sudar, una pizca de pimienta y una
cucharada de harina para que la salsa engorde. Hay que remover con una cuchara
de madera, dejar que la harina se tueste un poquito.
Cuando la harina
haya absorbido casi todo el aceite y empiece a apelmazarse el sofrito, se añade
una copa de vino de jerez y un chorro de lima o de limón (lo que de media
pieza). Se remueve bien para que la salsa vuelva a esponjarse. Se completa con
el agua que pida la salsa (normalmente poco más de una copa de la usada para el
vino).
Yo le espolvoreo
unos cuantos anacardos picados, remuevo con cariño hasta que la salsa se
convierte en terciopelo y la llevo a la mesa.
Como la receta ha
quedado un poco intelectual, cierro la entrada con un cuadro de Durero: Four Holly Men. Adustos, taciturnos y
enfrascados en sus lecturas.
Ya decía Heráclito
que los dioses están en las cocinas.
El dicho de que "tu mesa estaba siempre "de viaje" ha sido de las verdades más grandes que se han dicho, esa frase ya ha quedado para la historia. Jubi
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