A lo largo de las
últimas semanas he cocinado un par de veces este plato, el kefta Tajine, mis
hijos se vuelven locos sólo oyendo su nombre.
Hay que comprar
medio kilo de carne de ternera, paleta o falda, es la va mejor para picar. No
sé si me estoy volviendo maniático, pero no me fio de las bandejas de carne ya
picada, prefiero ver la pieza y que la pasen por la máquina en mi presencia.
Cuando leo los componentes de las bandejas de carne picada preparadas entro en
pánico al ver la retahíla de productos químicos, conservantes y adiciones que
lleva.
Conviene que pasen
un par de veces la carne por la picadora.
Dejamos la carne
picada atemperándose en un bol, que no esté muy fría, se salpimenta y se le
añade una pizca de jengibre en polvo (cuando digo una pizca digo media
cucharadita de moka), una pizca un poco más generosa de cúrcuma (al ser más
generosa va la cucharada de moka entera), otra pizca generosa de comino y una
pizca más rácana de canela en polvo, se cascan dos huevos, se mezcla todo y se
deja reposar en el bol, cubierto por un paño.
En una cacerola
grande se pican y pochan tres cebollas con un chorreón generoso de aceite,
fuego mínimo, tapando la cacerola con una de esas tapas que tienen un pequeño
agujerito por el que respira el guiso.
Como el fuego está
al mínimo la cebolla se carameliza suavemente, convirtiéndose en una mermelada
sin apenas color. Al estar tapada la cazuela, la cebolla se ahoga en su propio
sudor. No hay prisa.
Mientras se atonta
la cebolla, pico un par de dientes de ajo, los pico muy finos, milimétricos.
Los incorporo al sofrito. Es el momento de añadir una cucharada de postre de
sal, media de pimienta negra molida. Conviene remover de vez en cuando,
cuidando que no dé la bocanada de vapor encebollado.
Pico también dos
ramas de apio, ramas blancas, crujientes, las pico también muy finas y las
añado a la cazuela, siempre cerrada, siempre a fuego mínimo.
Podría pelar,
despepitar y trocear dos kilos de tomates de pera bien maduros, dispongo de
tiempo suficiente para afrontar esta tarea tan trabajosa ya que la cebolla ha
de ir a su ritmo, sin forzarla. Debe cocinarse por lo menos durante 20 minutos,
hasta que quede casi transparente.
Por suerte, he
encontrado una marca de tomate triturado que me gusta, evito la enojosa tarea
de pelar los tomates, más que nada porque los tomates de invernadero que llegan
de Almería tienen la piel tan pegada a la carne del tomate que la tarea de
pelarlos es un suplicio, sobre todo si los cuchillos no están bien afilados (sé
que con el truco de escaldarlos unos segundos en agua hirviendo la tarea se
facilita, pero los jodidos tomates de invernadero tienen la piel de un reptil),
así que al final busco en la alacena un bote de medio litro de tomate
triturado.
Levanto de nuevo la
tapa, de nuevo recibo una bocanada que me hace llorar (cosas del propanotial y
la alinasa, que son las enzimas que se desprenden de la cebolla cuando se corta
y se cocina). Añado el tomate triturado, se rompe el punto de cocción, sigo sin
tener prisa. Tapo otra vez, mantengo el fuego al mínimo y marcho a hacer mis
gestiones, tardará 10 minutos en romper de nuevo a hervir.
Pasan los 10
minutos, el tomate va cambiando el color, pasa del bermellón crudo al naranja
brillante. Le pongo una cucharadita de las de postre de azúcar (el truco de las
abuelas para controlar el punto de acidez), también le poco comino, cúrcuma,
jengibre y canela, en las mismas proporciones que le había puesto a la carne.
Mezclo bien con una cuchara de palo.
Merece la pena
tener paciencia y dejar que el tomate se vaya amalgamando con el aceite, con la
cebolla, el apio y el ajo, vaya absolviéndose el agua en la cazuela bien
tapada, con ese mínimo boquete por el que a duras penas puede respirar.
Hay que ir
pasándose por la cocina para remover, evitar que la salsa se pegue, porque a
medida que va espesando el guiso hay más riesgo de que se pegue y se jorobe el
invento.
He conseguido la
textura de un puré, si no lo remuevo parece que se formen grumos, es imposible
porque no lleva ni harina ni fécula, pero se van formando pequeñas volutas de
salsa, se hinchan pompas minúsculas que revientan soltando vapor. Levanto la
tapa, recibo el golpe ya menos agresivo de la salsa de tomate frito, el aroma
oriental de las especias. La cocina, toda la casa huelen a sustancia rica.
Destapo el bol con
la carne picada, hago bolitas del tamaño de una canica, no mucho más grande.
Las formo y las cuento para no aburrirme, salen más de 70 bolitas que voy
colocando en una fuente, separadas unas de otras para que la carne no se vuelva
a compactar. No las paso por harina, las lanzo suavemente al sofrito
repartiéndolas por la superficie de la cacerola, por eso conviene que la
cacerola sea grande y ancha, para que naveguen a sus anchas. Tapo de nuevo el
guiso y apago el fuego. Si las bolas son lo suficientemente pequeñas y la salsa
está lo suficientemente caliente y compacta, el calor que retiene la cacerola
es suficiente para cocinar la carne. Pico abundante perejil y lo añado por
encima para que termine de componer la mezcla de sabores.
Agarrando la
cazuela de las asas le pego un par de meneos para que todo termine de ligar.
Es media tarde, los
niños no han salido del colegio, el kefta tajine está preparado, reposando,
concentrado en sus vapores, porque no me atrevo a levantar la tapa.
Cuando se acerque
la hora de cenar encenderé de nuevo el fuego, dejaré que rompa a hervir otra
vez, escalfaré en la salsa un par de huevos, serviré en un plato sopero un par
de cucharones generosos del guiso, cuidando que yo se rompa la yema de huevo y
que no se quiebre la clara cuajada. Acompañaré el plato con cus cus aromatizado
comino y orégano.
Mis hijos celebran
el kefta tajine y lo acompañan con media barra de pan, que les sirve para dar
buena cuenta de la salsa.
Días antes vinieron
unos amigos y les preparé el mismo plato, esta vez lo presenté en cocottes
individuales. Puse una cucharada de salsa de tomate en la cocotte, casque un
huevo sobre la salsa de tomate y llevé los recipientes al horno precalentado (220º),
sólo unos minutos, hasta que se empezó a cuajar el huevo.
Cuando el huevo
había dejado de tener el aspecto baboso, saqué las cazuelitas individuales y
completé la salsa de tomate como el guiso ya preparado, un buen puñado de
keftas (bolitas) de carne y la correspondiente salsa. Le coloqué la tapa a cada
cazuela y las llevé, humeantes, a la mesa.
El kefta tajine no
es sino la versión marroquí de las albóndigas con tomate de toda la vida, lo
que cambia básicamente es el combinado de especias que lo aderezan. La canela y
el jengibre le dan otra gracia al guiso. Es conveniente no pasarse con la
canela (yo las hago cortas de canela y largas de jengibre).
El tajine es el
recipiente en el que se guisa la salsa. Los tajines son esas cazuelas de barro
anchas y bajas que se tapan con un adminículo que parece una chimenea de una
bóbila. El Tajine permite cocciones lentas en las que el guiso no pierde
líquido y se va cocinando en su propio vapor, apenas se pierde la humedad de
las verduras y hortalizas, se forma una corriente dentro del tajine que confita
el sofrito haciéndolo mucho más sabroso.
Claro que me
gustaría tener un gran tajine en casa para preparar mis estofados, pero estoy
sometido a estrictos controles porque ya no caben muchos más trastos en la
cocina, sobre todo trastos voluminosos, así que he tenido que sustituir el
tajine con todo su encanto oriental, por una cacerola grande y la cocción a
fuego suave, tapada para que no pueda evaporarse bien el líquido. A lo largo
del tiempo de cocción he visto cómo se iban formando los densos bancos de
vapor, las gotas de agua condensadas en la tapa de cristal, como se formaban y
caían como si el sofrito quedara sometido a una lluvia cálida infinita que
remojaba las verduras una y otra vez.
Si le digo a los
niños o a mis amigos que les he preparado unas albóndigas con tomate puede que
me miren con desprecio y piensen que me he dejado invadir por la rutina, sin
embargo, si les anuncio un kefta tajine y se lo sirvo en coloridas cazuelillas
individuales piensan que la cena es digna de las mil y una noches. Al levantar
la tapa una bocanada de canela, jengibre y comino les advierte que el plato es
especial. Mucha salsa, abundante cus cus y una barra de pan recién hecho
terminan de seducir a los comensales.
Al final, todo se
reduce a una cuestión de perspectiva.
He encontrado un
cuadro fantástico que reproduce, en el cielo de una medina marroquí, los
colores del sofrito de tomate. He buscado en internet para saber quién es el
pintor, me ha resultado imposible, facilito, en todo caso, el enlace (https://moroccoonthemove.files.wordpress.com/2013/07/001.jpg).
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