Una serie de extrañas
casualidades me ha traído a Helsinki, a la universidad. Acepté la invitación
pensando que no tendría mejor ocasión para conocer Finlandia, aunque tenga que
pasar el mal rato, en un par de horas, de tener que defender una ponencia en
inglés, rodeado de académicos circunspectos.
Ayer por la noche,
en la cena, me llamó la atención la cantidad de profesores españoles que hay
desperdigados por distintas ciudades Europeas, la generación mejor preparada de
la historia de este país, que se maneja en dos o tres idiomas con absoluta
normalidad, saltando de uno a otro sin mayores complicaciones. A mi me cuesta
un mundo construir una frase en inglés, pero todos estos chicos y chicas, que
por edad casi podrían ser mis hijos, se mueven con completa seguridad, son
ciudadanos del mundo, con la nostalgia de no poder regresar a España en
condiciones razonables. La universidad española les pagaría una miseria si
optaran a un puesto equivalente al que tienen en Helsinki, en Copenhague, en
Amsterdam o en Florencia.
Empezamos hablando
de las razones de la desafección de los ciudadanos europeos y terminamos
charlando, tras un par de botellas de vino, sobre el pánico que muchos de ellos
tenían a casarse y a tener hijos, pánico que yo ya he superado. Puede que esas
disfunciones emocionales tengan que ver con su situación de precariedad
profesional, que su cosmopolitismo no sea sino un síntoma del desarraigo.
Viajar a Helsinki
tiene el inconveniente de que hay que invertir 4 horas de vuelo, más una más de
desplazamiento desde el aeropuerto a la ciudad. Como sólo hay un vuelo al día
desde Barcelona (por lo menos vuelos directos, porque las otras opciones serían
una martirio), tuve que viajar el miércoles, por lo que, de repente he liberado
un montón de horas para leer, para pasear, para trabajar sin la presión del día
a día, para organizar mi tiempo de manera mucho menos rutinaria (aquí amanece a
las cuatro y media de la mañana y no anochece hasta pasadas las diez de la
noche, por lo que ando como un poco desorientado).
Mientras un
profesor inglés, que trabaja en una universidad holandesa, diserta sobre el
papel de los jueces en la Unión Europea (un tema demasiado abstracto en el que
navego), me he puesto a revisar notas que tenía preparada para nuevas entradas
del diletante. Entradas sobre la melancolía y su incidencia en la cocina.
Aquí, en Helsinki,
donde la luz del sol es un regalo que sólo se concede muy de vez en cuando, la
melancolía es un motor básico en el día a día. Una melancolía que se convierte
en una alegría desbordante cuando aparece, de repente, un rayo de sol.
Ayer tuve la suerte
de disfrutar de un día soleado. Los fineses se lanzaron a la calle en camiseta,
se volvieron locos comprando helados como si no hubiera mañana.
No descubro nada
nuevo si afirmo que hay una parte importante de la cocina que se construye
sobre la melancolía y la nostalgia, el recuerdo y las sensaciones de viejos
sabores que, normalmente, conectan con la infancia y se proyectan. A partir de
esos sabores el cocinero trabaja, bien para recuperarlos, bien para adaptarlos
a sus nuevas situaciones, a su presente; los más audaces trabajan con la
nostalgia para proyectar esos sabores hacia el futuro.
Es curioso porque
si cuando cocinas haces un ejercicio de nostalgia o de melancolía, a la vez,
esos platos se pueden convertir en la referencia de quienes compartan la mesa
contigo, por eso me ilusiona pensar que mis ejercicios de nostalgia en la
cocina servirán para que mis hijos, en un futuro, trabajen con la nostalgia de
mi nostalgia.
Pero volvamos a la
tierra, volvamos a mi profesor inglés que se ha tenido que casar deprisa y
corriendo con su pareja holandesa de toda la vida para no perder la ciudadanía
europea. Ayer contaba que redujeron su boda a un breve trámite en el
ayuntamiento.
Nostalgia es una
palabra de origen griego que significa (etimológicamente) regreso al dolor (el
sufijo algia tiene su origen en la palabra dolor en griego clásico).
Exactamente la nostalgia viene de la raíz nóstos, regreso (normalmente a la
patria).
Melancolía no tiene
un origen mucho más alegre, también arranca del griego, de la combinación de la
palabra humor (bilis) negra, referida a los fluidos que, para los médicos
atenienses gobernaban la salud y el comportamiento humano. La bilis negra es la
que generaba la tristeza y se vinculaba con la humedad, con lo líquido, con el
mar.
Podría decirse que
la cocina se convierte en una lucha entre la tristeza y la felicidad, o, por
ser más preciso, en el vehículo para superar esas situaciones de nostalgia o de
melancolía (sobre todo si va acompañada de un buen vino).
El profesor inglés
sigue con su exposición, hablando en abstracto, creo que ha conseguido salir ya
de la atmósfera y vaga por el espacio.
Yo, que soy un
chico aplicado, he querido estar presente en todas las sesiones del día, aunque
mi exposición se reduce a 40 minutos a última hora de la tarde.
Antes de venirme a
la universidad he dado un paseo por el Museo nacional, el Atheneum de Helsinki,
allí he deambulado por las salas de pintura contemporánea y desde allí he
viajado al pasado, hasta llegar a finales del XVIII. Ha sido divertido
descubrir que un siempre había un pintor finés adscrito a cada uno de los
movimientos de las vanguardias desde el romanticismo hasta el expresionismo
abstracto.
Supongo que el
clima facilita esa personalidad nostálgica y la mayor parte de los cuadros que
he visto carecían del brillo que sí tenían los cuadros o autores en los que se
habían inspirado, aunque lo cierto es que he descubierto algunos pintores muy
especiales, que me han llamado la atención por un pellizco especial.
Hace unos días,
cuando trabajaba en la receta que debía acompañar a esta entrada, pensaba en un
cuadro de Balthus, una naturaleza muerta marcada por un cuchillo que rompía la
armonía que suele acompañar a este tipo de cuadros, en los que el bodegón aspira
a ser armónico.
Esos planes
iniciales han cambiado al llegar a Helsinki, creo que puede ser interesante
compartir alguno de los cuadros que he descubierto (la canción de la novia, de
Gunnar Berndtson), un cuadro cargado de nostalgia, cargado de emoción, también
cargado de todos los elementos que acompañan a una buena mesa.
Aquí, en Helsinki,
rodeado de salmones marinados de todos los modos posibles del mundo, mis
opciones de ejercicio de melancolía, de humor negro, se transforman. He
alquilado un apartamento cerca de un mercado, donde he desayunado esta mañana,
el paseo por el mercado, pulcro, nada ruidoso, donde las cerezas son mucho más
caras que las ostras, ha despertado mis ganas de cocinar.
Como anuncian frio,
me gustaría poder cocinar unas lentejas con salmón y calamarcitos pequeños.
Para que el
ejercicio de nostalgia fuera completo tendría que conseguir un paquete (medio
kilo) de lentejas pardinas, de aquellas que había que separar, sentado en una
mesa camilla, quitando las piedrecitas y las lentejas negras o pochas que
solían venir en los viejos paquetes. Ahora nadie limpia, ni aparta lentejas,
las compran precocinadas y envasadas al vacío, pero hubo un tiempo en el que,
un día antes de cocinar las lentejas, había que sentarse y, con toda la
paciencia del mundo, ir escrutando las lentejas para eliminar sobre todo las
piedrecillas, que eran muy desagradables.
Después de la tarea
de apartar las lentejas había que ponerlas en remojo, toda la noche. Se
escuchaban todo tipo de trucos para hidratarlas bien, desde quien utilizaban
aguas especialmente puras, que no fueran duras, hasta quien empleaba agua con
gas. Creo que esa tarea de rehidratación de las legumbres está supeditada por
la dureza del agua, por eso en Barcelona las legumbres tienden a quedarme
duras, salvo que las remoje en agua mineral. Aquí en Helsinki creo que el agua
es adecuada para estos guisos, pero en mi paseo por el mercado no he visto
ninguna legumbre.
Para preparar mis
lentejas tendría que comprar un lomo sin espinas de salmón, preferiblemente de
la parte de la ventresca, que es más grasa, aquí he visto unos salmones
grandiosos, brillantes, grasos. Las ventrescas de estos pescados no le alejan
mucho del tocino.
Creo que con una
pieza de 300 gramos sería más que suficiente para el sofrito. Convendría que el
salmón estuviera bien desespinado, que no le quiten la piel. Lo cortaría en
tiras longitudinales, de poco más de un dedo de anchura. Tiras largas.
Pondría al fuego
una cazuela grande, encendería el fuego (aquí vitro) hasta que la cazuela esté
caliente, que crepite la piel del salmón cuando lo pase por la plancha. Colocaré
las tiras de salmón sobre la plancha caliente, la parte de la piel sobre la
plancha caliente. Enseguida empieza a crepitar y a sudar. Le añado una pizca de
sal, un golpe de pimienta y algo de eneldo. No conviene hacer el salmón del
todo, tiempo habrá. Lo retiro cuando todavía están las tiras completas, no han
empezado a deshilacharse.
En esa misma
cazuela y en esa grasa marcaré unos chipirones limpios, un golpe de calor que
haga que la carne del calamar se encoja rápidamente y quede marcada con unas
franjas tostadas. Una pizca de sal por encima y retirarlas rápido para que no
se hagan demasiado (si el chipirón es pequeño se puede cocinar y colocar
enterso, si es muy grande creo que es mejor cortarlo en anillas).
Bajo el fuego
(siempre me gusta bajar el fuego al mínimo cuando se trata de rehogar verdura)
y pico una cebolla que rehogaré en la grasa que ha soltado el aceite.
Tras la cebolla le
pondría un par de zanahorias peladas y picadas en briznas pequeñas.
Una pizca más de
sal, un poco de pimienta, puede que unas ramitas más de eneldo, sin pasarse, y
dejar que se rehoguen las zanahorias y la cebolla hasta convertirse en una
compota.
Añadiré un litro y
medio de caldo de verdura, sin solución de continuidad incorporaré las
lentejas, previamente escurridas, para que se cuezan. Podríamos añadir un
puerro y una hoja de laurel para que ayuden a potenciar el sabor del caldo
(retiraremos estos condimentos antes de servirlos).
Las lentejas suelen
cocerse en 45/50 minutos, no mucho más. Depende del agua y de la calidad y
tamaño de la lenteja. Conviene vigilarlas a partir de la media hora para evitar
que se pelen y se conviertan en un puré.
No hay que poner el
fuego muy vivo, hay que evitar que el caldo se evapore antes de tiempo.
Quiero que mis
lentejas queden secas, no las quiero caldosas en el plato.
Retiro el puerro y
el laurel. Retiro las lentejas con una espumadera y las paso a una paella
ancha, con el fuego bajito. Puede que engrase el fondo de la paella con un
chorro de aceite para que no se peguen. Extiendo las lentejas y coloco sobre
ellas las tiras de salmón, también los chipirones. Le pego un meneo y los
mantengo al fuego hasta que el salmón termine de hacerse, termine de sudar.
Podría hacer esta operación dándole un golpe de horno, a temperatura alta, lo
justo para que quede el salmón hecho y un punto crujiente. No más de 3 o 4
minutos (depende lo que hayamos hechos el salmón durante el primer embate).
Espolvoreo unas
briznas de eneldo y llego mi plato a la mesa.
Mientras tanto ha
cambiado el speaker, otro inglés nostálgico, habla a través de internet, por
skipe, así que está solo en su despacho, rodeado de libros, hablando con
vehemencia delante de una cámara, sin tener la certeza de que le estemos
escuchando en realidad.
En un par de horas
me tocará hablar, no podré tratar de la melancolía, ni explicarles mis recetas
de cocina. Tengo dudas sobre qué terminaré explicándoles, he preparado unas
diapositivas que a lo mejor les parecen muy mundanas. Ya les he advertido que
cuando me obligan a hablar en abstracto, sin un problema concreto sobre la
mesa, tiendo a dispersarme. Ya les he advertido que soy “too scattered”.
No se si me va a coger el mensaje. Jubi
ResponderEliminarParece que ya he podido mandar un comentario, no se que le podía pasar al ordenador y lo único que me indicaba es que no tenía cuenta de Google. Ya habréis dado la vuelta de vuestro periplo. Jubi
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