Cuando llegamos a la casa encontramos una araña en la bañera, no parecía un bicho feroz, ni mucho menos, parecía una estructura de alambre muy fino que desafiaba las leyes de la lógica y de la gravedad paseando por las paredes blancas y satinadas. No tenía el aspecto fantasmagórico de las arañas de Louise Bourgeois, tal vez porque no era muy grande.
Incomoda su presencia en el lavabo, aunque no necesitemos utilizar la bañera porque hay un plato de ducha muy cómodo, encajado en una esquina, escondido entre paredes de cristal.
No nos hemos atrevido a matar a la araña, hasta hace pocas horas no hemos hablado de ella. Nos la encontramos desde el primer momento y todos tuvimos la misma reacción, encendimos el grifo e intentamos llevarla al sumidero para que desapareciera. No puede decirse que la hayamos aplastado con el impacto seco de una chancla, no hemos retirado su cadáver escondido entre hojas de papel higiénico. Nos hemos contentado con ver como desaparecía por el desagüe.
Al cabo de unas horas la araña recuperaba su posición, trepaba por la tubería y volvía a dominar la pileta, volviendo a su ubicación inicial. No sabía que las arañas resistían en el agua, he tenido que consultarlo en google para confirmar su capacidad acuática.
Esta madrugada, cuando me he despertado me he asomado para ver si había sobrevivido al último temporal, todavía no ha trepado desde el último golpe de agua, aunque no dudo de su aguante, no en vano esta casa es más suya que nuestra, nosotros la hemos alquilado unos días, el tiempo justo para superar esta zona central del mes de agosto de este extraño verano que nos obliga a vivir semi-enmascarados.
La araña reivindica su territorio, aunque sea un misterio saber de qué vive, como se alimenta ya que las superficies del baño son tan lisas, tan pulidas que parece imposible tejer una tela resistente. Dentro de un rato, cuando amanezca, volveré a mirar para comprobar su fuerza, quedaré mucho más tranquilo si nos sobrevive después de tres o cuatro avalanchas, si ha aguantado este último empellón firmaremos un armisticio.
He despertado pronto, mucho antes de que amanezca, he descansado bien, podría haber dormido un par de horas más, pero no siempre son propicios los hados. Me he asomado al jardín, pensando que sería recompensado con una lluvia de estrellas, pero la luna estaba muy alta y la contaminación lumínica de la Costa del Sol no facilita el avistamiento de estrellas fugaces. He comprobado en las redes que justo esta noche era la gran noche de San Lorenzo, he visto algunos videos tomados desde el observatorio del Teide. En el tiempo que llevo despierto y alerta en el porte no he podido divisar ninguna estrella fugaz.
Llevo todo el verano peleándome con los pronombres personales y los reflexivos. Hace dos años empecé a escribir una novela que no he terminado de rematar, pensaba que este mes de agosto sería favorable, como habían sido los agostos anteriores. Pensé que quedaba poco, apenas un ajuste, pulir algún párrafo, pero me he sumergido en un marasmo de reflexivos agobiantes. Estoy desmontando párrafo a párrafo para ver si el relato funciona, voy despacio, algo frustrado porque me estoy dando cuenta de que escribo peor de lo que pensaba.
Hace unos meses pensábamos que no podríamos salir en verano, que el confinamiento se prolongaría eternamente. Finalmente, a más de mil kilómetros de casa, esperando a que amanezca, compruebo que han pasado casi quince días desde que partimos marcándonos una ruta extraña que nos ha llevado ya a cinco destinos diferentes.
Hemos sobrevivido a los golpes de calor, a picaduras de mosquitos de todo tipo, a mascarillas angustiosas que dificultan la respiración cuando hay que subir escaleras, a arañas persistentes que velan nuestro sueño. Este es un verano especial, un verano imposible de playas casi desiertas y hoteles cerrados. Un verano incierto en el que hemos tomado distancia de las noticias, que siguen siendo malas; ya no vemos el telediario para saber cuál es el parte de infectados, de fallecidos y curados, llegará septiembre y no quedará otro remedio que volver a la realidad que ya no sabemos si es nueva o vieja.
En poco más de una hora amanecerá, podré ver el mar desde el porche en el que he instalado el ordenador, de momento sólo veo los reflejos de una ciudad que todavía duerme y la luz de coches que esporádicamente pasan por una carretera que veo a lo lejos. Nuestra casa está en la ladera de una colina, a diez quilómetros de la playa. Desde el jardín se divisa una gran extensión de costa tapada por bloques de apartamentos que este año están vacíos. Algo impensable hace unos meses. Resulta extraño contemplar un cielo sin aviones, terrazas de bares y restaurantes desiertas. No hay ingleses pidiendo sangría en las barras ni alemanes abrasándose sobre las tumbonas. Quedan solo las estructuras urbanas construidas para soportar casi treinta millones de turistas anuales, estructuras huecas, casi fantasmales. Es paradójico que justo este año de incertidumbre absoluta hayamos podido programas un verano grato, incierto, pero feliz.
Hemos podido conseguir entradas para asistir a una función en el teatro romano de Mérida, pudimos ver el museo de Moneo sin aglomeraciones, pasear por la ciudad sin cruzarnos casi con nadie.
También pudimos ir en Madrid a ver el Gernika, estuvimos solos en la sala, frente al cuadro, sin nadie que nos interrumpiera. Pudimos pasear por los fríos pasillos del antiguo hospital y disfrutar de las telas del Grupo del Paso, negras y violentas, yo buscaba Zóbeles y Mompós, me he encontrado con Sauras, Millares y Tapies.
En nuestra ruta llegamos hasta Cabo Trafalgar, donde vimos caer el sol en un chiringuito ajeno al Covid y a sus consecuencias. El paseo estaba atestado y se formaban colas para ocupar las mesas que daban al mar. Hemos paseado por playas kilométricas, disfrutado del capricho de las mareas que ensanchan y estrechan los arenales en apenas unas horas. Hemos jugado en las olas del atlántico hasta perder la noción del tiempo, rompiendo completamente las rutinas, disfrutando de espacios que hace apenas un año parecía imposible que pudiéramos disfrutar.
Paramos ahora unos días en la Costa del Sol, en una urbanización cómoda que nos permite disfrutar de un jardín asombrosamente verde y de una piscina que compartimos con tres o cuatro vecinos que, de momento, no son muy ruidosos. Da cierta pereza salir de los confines de nuestra casa, pero espero que esta mañana nos animemos a bajar a cualquiera de las playas de la zona, aprovechando que este año no habrá aglomeraciones. Ayer nuestro primer intento de excursión quedó marcado por un incendio que a punto estuvo de llevarse por delante una de las zonas más exclusivas de la costa. Paseamos sorteando camiones de bomberos, escuchando el zumbido de los helicópteros y olor a chamusquina.
Ayer volví otra vez a cocinar, nada sofisticado. Localicé una pescadería en un pueblo cercano y a las nueve de la mañana estaba haciendo cola para comprar sardinas y gambas, cerca había una frutería regentada por una señora muy mayor que se había convertido en experta en sanidad pública, mientras despachaba tomates, zanahorias, melones y sandías, compartía sus consejos sobre la gestión de la pandemia con la seguridad de la ministra de sanidad de Alemania. Escuchándola uno podía llegar al convencimiento de que si hubieran dejado en sus manos el cometido de la crisis los resultados hubieran sido mucho mejores. Hemos conseguido convertir España en un país donde hay más de cuarenta millones de especialistas en enfermedades contagiosas, puede que la frutera esconda entre cajones de verduras el secreto de la vacuna contra el Covid-19, yo me contenté con comprar dos kilos de tomates para gazpacho, un pimiento verde y una cabeza de ajos, en casa teníamos cebolla, pepino y restos de melocotones para terminar de aderezar el primer plato.
Empieza a clarear, todavía me queda tiempo para escribir antes de que se levanten los niños que este verano han descubierto el Scrabble – el viejo Intelec de mi infancia – y andan locos jugando con las palabras, organizan una escandalera cuando consiguen formar una palabra malsonante admitida por la Real Academia. Juegan desde la pantalla del móvil, yo respondo a sus preguntas sobre la posibilidad de descubrir una palabra que admita la Z y la W a la vez, son las letras que más puntuación dan.
Me quedan todavía vacaciones por delante, días de sol, nuevos destinos. De momento disfruto con la casa y con la araña persistente. Hemos alquilado la casa de un matrimonio francés que ha dejado a la vista sus libros, sus especias, sus instrumentos de cocina, creo que es la primera vez que durante el mes de agosto me encuentro con una cocina bien pertrechada, con cinco o seis sartenes de diferentes tamaños que no están ralladas. Han dejado hasta una cajita con azafrán. Puede que mañana me acerque otra vez a la pescadería para comprar algo de morralla y gambas, a ver si puedo preparar un arroz, para eso tengo que preparar un buen fondo de pescado, parece sencillo, pero entraña algunos secretos. No puede quedar demasiado salado, no me gustan los caldos fuertes en los que desaparece cualquier matiz, caldos que se hincan en el estómago y hacen que las digestiones sean un suplicio.
No están los tiempos para recetas sofisticadas, hay que acudir a conceptos e ideas básicas para la supervivencia. Espero poder hacer un arroz de gamba blanca y calamar, un guiso sencillo, marcado por un caldo claro.
La casa tiene una cacerola grande, de las de ocho litros. Pondré el cacharro sobre la placa de inducción, seré generoso con el aceite de oliva, partiré por la mitad un tomate y dejaré que chisporrotee sobre el aceite. He arrancado con la inducción al 9, en cuanto empiece el crepitar habré de bajarla al 6 para que el tomate no se arrebate.
Echaré un kilo de gambas blancas, las más grandes que encuentre, pondré un poco de sal gorda y de pimienta. Removeré delicadamente con un cucharón de madera y en unos minutos las retiraré, no han de quedar muy hechas, sólo deben perder el color.
Espero encontrar morralla en la pescadería, no sé bien cómo se llama el pescado de roca de la zona. Yo suelo comprar pequeños rapes que son todo cabeza, escórporas, arañas, galeras y algún cangrejo. Una de las cosas que he aprendido estos años es que en cada puerto los peces tienen nombre distinto. Ojalá encuentre rape para usar las espinas y las barbas. Necesitaré un kilo largo de pescado para el caldo.
En todo caso, habré de quitar las vísceras y las escamas del pescado que compre. Hay que lavar y limpiar bien el pescado que se usa para el fondo, sino queda el caldo turbio y puede amargar.
Echaré el pescado bien limpio y pulido, subiré otra vez la intensidad de la placa, volveré a añadir un poco de sal, pimienta y un diente de ajo. Mientras se rehoga el pescado con el tomate, picaré una cebolla, como quiero que el caldo no quede muy blanquecino, la cortaré sin quitarle los cascos, así el fondo tendrá colores cárdenos.
He leído la referencia de una cocinera valenciana que añade al caldo un tendón de pata de ternera, para que el fondo tenga algo de colágeno y gane en densidad. Me parece una buena idea, espero poder encontrar una carnicería y comprar un pie de cerdo, añadiré la mitad del pie a mi caldo. Comprobaré que está bien limpio, no quiero que aparezca un sabor extraño.
Pelaré tres zanahorias grandes, un puerro, dos ramas de apio y un trozo de pimiento que danza tristón por la nevera. Una hoja de laurel, unas briznas mínimas de romero y cinco o seis bolitas de pimienta negra. Voy incorporando todo al sofrito, remuevo con cuidado y añado seis litros de agua fría. Vuelvo a poner sal y subo la placa a su intensidad máxima para que empiece pronto a hervir.
Las gambas están ya atemperadas, puedo pelarlas, lanzar las cáscaras y las cabezas al caldo. Reservo los cuerpos todavía transparentes, luego los añadiré al arroz.
El agua tarda unos minutos en hervir, voy viendo cómo se forman las primeras burbujas, minúsculas, casi imperceptibles, pasará tiempo hasta que se formen los borbotones.
En una sartén pongo un poco de aceite, lo justo para engrasar la superficie, añado unas briznas de azafrán, una pizca de sal y otra de pimienta blanca molida. En cuento veo que se empieza a tostar el azafrán retiro la sartén del foco de calor, dejo que se atempere un minutillo y añado tres o cuatro cazos del caldo para que se disuelvan bien las especias. Incorporo la mezcla a mi guiso y remuevo un poco más, con cuidado, no quiero que se partan los pescados.
Una vez hierva todo, bajaré la intensidad al 3, habré desespumado y quitado impurezas. Taparé la caceroza y calcularé 45 minutos de cocción, no más. Dicen los entendidos que a partir de los 45 minutos, empiezan a deshacerse espinas y caparazones que amargan el caldo.
Pasado el tiempo, retiro la cazuela del foco de calor, dejo que repose durante una hora más, tapada. Colaré bien el caldo y lo guardaré en varias botellas que tengo ya reservadas.
Ya tengo el fondo preparado, cinco litros de caldo, cantidad suficiente para varios días y varias recetas.
Empieza a amanecer. Me echaré un rato en el sofá para ver si engancho una hora de sueño, puede que lea unos minutos. En uno de los hoteles de nuestra ruta alguien había abandonado una edición de la Iliada de la Editorial Gredos, creo que era la traducción de García Gual. Estuve tentado de llevármela en la maleta, seguro que nadie echaría de menos el libro. Las bibliotecas de los hoteles se conforman a partir de los libros que dejan olvidados los huéspedes, no creo que nadie los inventaríe. Al final no me atreví a esconder la Iliada en la mochila, ahora me arrepiento, hoy hubiera sido un buen día, una buena mañana, para leer la Iliada. He de contentarme con un poema de Joan Margarit, donde dice
“Cada cual escucha en su propia Ilíada
las armas que chocan contra las celadas”
Rebuscaré en la red hasta dar con alguna de las esculturas de Louis Bourgueois, en señal de respecto al arácnido que vela nuestra estancia en esta casa.
Sigues escribiendo fantástico! Disfruto mucho con tus escritos. Espero que Marta, tú y los niños estéis bien. Ayer estuve con Silvia y Mario aquí en Asturias y os recordamos. Avisad, si en próximos viajes, venís por aquí. Un abrazo. Pola
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