lunes, 24 de mayo de 2021

Capítulo DLXVII.- La paz del risotto

La paz del risotto. Instrucciones para hacer un risotto. No es la primera vez que escribo sobre el risotto, es una receta recurrente en la cocina de casa, tanto cuando vienen invitados de postín como cuando se trata de alimentar a la tropa sin grandes preocupaciones. Me gusta preparar este plato, pero tiene una serie de condicionantes que hacen que no siempre sea posible preparar un risotto. Para preparar y para escribir sobre el risotto se necesita tiempo, no un tiempo cualquiera, sino un tiempo de calidad; necesito esas horas inertes en las que parece que todo se detenga, que no haya ninguna variable que pueda torcerse. Tiempo suspendido en el aire, sobre el que pueda tener cierto control. Deben alinearse los astros porque en casa no siempre la familia tiene cuerpo y estómago para el arroz. Por lo tanto, es necesario un referéndum previo para saber si el risotto puede ser mayoritariamente aceptado, una especie de “derecho a decidir” sobre el risotto que en algunas ocasiones ha podido crear tensiones porque yo siempre tengo cuerpo y alma para preparar un arroz cremoso con lo que sea (de tierra, de mar o de aire). Creo que el risotto es un plato de mediodía. Me voy haciendo mayor y el arroz por la noche puede ser una apuesta de riesgo, sobre todo para mí, me cuesta ser moderado en mis hábitos triperos. Los días festivos son ideales para este tipo de guisos. Muchas mañanas del sábado o del domingo son ingrávidas, los niños están estudiando o jugando en línea con sus amigos, el trabajo no aprieta y un buen madrugón permite distribuir las tareas cotidianas sin agobios. Mis risottos requieren música, los tempos musicales me permiten controlar los tiempos de los fogones con más precisión que un reloj. Creo que el rock encaja mal con el risotto, puede llegar a ser demasiado estridente y hacer que los ingredientes no liguen bien. La música clásica si es demasiado solemne puede apelmazar los granos de arroz y convertir el plato en un engrudo. Creo que Bach es una buena opción, las variaciones Goldberg son una buena alternativa, aunque en esta ocasión para mis risottos elegí una recopilación de Ludovico Einaudi, sus series sonoras con melodías minúsculas que se repiten con ligeras variaciones hacen que los ritmos en la cocina se sincronicen. Mis risottos de esta vez navegaban mejor con series repetitivas de piano. Hacía meses que no preparaba un risotto y, de repente, surgió la ocasión. Unos amigos contaban, casi avergonzados, que habían cenado un risotto precocinado, preparado en el Ametller (una cadena de tiendas especializadas en fruta y verduda que se ha convertido en una franquicia que invade la ciudad). Decían que no estaba mal, aunque lo habían enriquecido con algún ingrediente extra. Mi orgullo cocinero salió disparado y, con severidad, les advertí que aquel risotto prefabricado no podría competir con el risotto del Diletante (soy muy dado es estas bravuconadas), así que rápidamente les emplacé a venir a casa a probar mi risotto, fuera cual fuera la variante que pudiera preparar. El envite era la excusa perfecta para ganar mi pequeño referéndum doméstico ya que debía preparar la receta por imperativo legal, no había otra alternativa. Los amigos quedaron emplazados para un sábado próximo, disponía de tiempo suficiente para comprar los ingredientes, dejarme llevar por lo que diera el mercado. Amaneció un sábado tontorrón, de los de mediados de abril. Un día sin mucho sol, con amenaza de lluvia y tiempo inestable, ideal para el risotto. No conviene que haga mucho calor y cocinar este tipo de guisos cuando la primavera no termina de romper permite preparar un plato contundente, ma non tropo. Llegué el primero al mercado, no desayuné hasta no haber completado la compra. Iba con la idea de preparar un risotto de carrilleras de ternera al oporto, esa era mi proyecto inicial, pero al llegar a la frutería vi un cartel en el que anunciaban trufa blanca, una oferta extraña ya que la temporada oficial de esta trufa había terminado. La frutera, que había lanzado ya su anzuelo, me dijo que antes de comprarla la podría oler, de ese modo se disiparían todas mis dudas. Hizo una serie de gestiones y, mientras despachaba mi pedido de verdura ordinaria, mandó a un propio a traer la trufa, que reposaba en el fondo oscuro de una cámara subterránea. Como veía que no llegaba el recadero, me mandó a tomar un café, ya me avisarían cuando estuviera el manjar disponible. Marché, con mis dudas, a desayunar, incluso estaba dispuesto a huir del mercado si era preciso, ya que después del lío que había organizado no podría negarme a comprar la trufa aunque supusiera dar un palo a mi frágil economía doméstica. Menos mal que los bocadillos de morcilla de cebolla del mercado de la Libertad son un ancla que impide abandonar las instalaciones así como así. La frutera vino a buscarme al cabo de unos minutos. La trufa ya estaba en tierra. Le dije que terminaba el café y el bocado, que no marcharía sin pasar por la parada, así pude terminar de desayunar y de rumiar si era acertado aceptar la codiciosa propuesta de la tendera. En el puesto me esperaba un señor mayor, mal encarado. Llevaba un recipiente de plástico en el que había diez o doce rizomas de distinto tamaño. Trufa blanca, perfectamente pulida. Abrió una rendija de la cajita para que pudiera oler. La bocanada tartufa me hizo salir de dudas, eran unas aromáticas trufas blancas (aunque todo podía ser que se tratara de patatas engurruñidas y bañadas en aroma químico de trufa). Pedí permiso para poderlas tocar, eso comprometía del todo mi decisión. Elegí la más pequeña, el comerciante no me había informado del precio, pero ya asumía el hachazo que me querrían pegar. Cogí la trufa con dos dedos y la llevé a la nariz, así podría descartar que me tongaran. Se trataba de un tubérculo pequeño, terso y aromático. Compré las dos de tamaño más reducido, así minimizaba el golpetazo. Entre las dos apenas pesaban 15 gramos, lo que hizo que se minimizaran las consecuencias para el bolsillo. El tendero torció el morro al ver que no me llevaba la caja entera, pero aceptó con deportividad mi propuesta. Depositó las trufas elegidas en un receptáculo más pequeño, lo envolvió en film plástico y me lo entregó como si se tratara de unos diamantes. Con las trufas en la cesta, me tocaba recomponer el menú. Tenía en casa cocinadas unas carrilleras al vino dulce que podrían terminar peleándose con el aroma de la trufa, así que decidí preparar dos risottos, el primero en el que la trufa blanca fuera la reina, el segundo, el de las carrilleras. Me animé a preparar un risotto de trufa, a pecho descubierto, sin subterfugios o excusas. Me la jugaba a la baza de mis trufas blancas. Compré un pecorino ligeramente trufado como único complemento. Regresé a casa como un aventurero que hubiera atravesado África a la búsqueda de las fuentes del Nilo, o el norte de Italia a la captura de las últimas trufas del invierto (aunque puede que mis trufas fuera originarias de Teruel, no me atreví a preguntar por el origen). El sábado seguía nublado. No era muy tarde. Disponía de tiempo más que suficiente para revisar viejas notas y planificar la sesión de cocina. Mi educación risottera bordea el pecado original ya que todo lo que he aprendido sobre el risotto lo he encontrado en los libros de un francés (la cocina de mercado de Bocusse) y en las combinaciones de una cocinera americana (Maxime Clark); cuando he acudido a las fuentes italianas era demasiado tarde, aunque he de decir que preparo un risotto canónico, sin trampas ni aberraciones (no utilizo nata o crema de leche, sería un anatema). Tenía en la nevera reservados tres litros de caldo de pollo preparado unos días antes. Yo soy de los que piensa que el risotto no necesita un caldo muy fuerte o muy intenso, que la gracia está en la sutil combinación de ingredientes y en la sensación sedosa que debe dejar la cucharada de arroz cuando el plato está terminado, así que un caldo de pollo con verduras iba bien. Aterricé en la cocina, abrí la ventana para que quedara bien ventilada. Me gusta que los transeúntes sepan que preparo risotto, vivo en un entresuelo y en alguna ocasión he visto a algún paseante detenerse unos instantes a la altura de mi casa para olisquear y elucubrar sobre mis guisos y sobre la música que utilizo para prepararlos. Puse el caldo en una cacerola grande, a fuego suave para que fuera calentando sin romper a hervir. Corté la corteza del queso pecorino para echarla en el caldo (no recuerdo en qué programa de televisión vi a un cocinero sumergiendo la cubierta de un queso parmesano para “mantecar” el caldo). Saqué otra cacerola grande para preparar el sofrito. Einaudi ya me había hipnotizado con una de sus series melódicas (la banda sonora de Nomadland). Puse en la cacerola una porción de 150 gramos de mantequilla y un chorrito generoso de aceite de oliva (50 gramos más). Fuego suave, para que se deshiciera poco a poco la grasa, sin chisporroteos. Mientras tanto piqué una cebolla y media grandes, calculo que poco menos de 400 gramos en total, también una zanahoria hermosa y una rama blanca de apio no muy grande. Tenía que preparar risotto para 7 personas, dos risottos y varios aperitivos previos, pero tenía que preparar una cantidad suficiente de arroz como para que mereciera la pena la invitación a probar “mi risotto”. La cebolla, la zanahoria y el apio se tienen que picar en briznas finas, pizcas un poco más pequeñas que el tamaño de la uña de mi dedo meñique. Yo prefiero cortarlas a cuchillo, con los robots en ocasiones el picado convierte la verdura en una pulpa compacta. Eché los vegetales en la cacerola. La mantequilla se había ya deshecho y terminado de espumar. Empecé a remover para que se desapelmazaran los primeros ingredientes, se distribuyeran bien y empezaran a rehogarse. Dos pizcas de sal, un golpe de pimienta blanca molida y maniobras suaves con el cucharón. Hay que tener paciencia, la cebolla debe quedar casi transparente antes de añadir el arroz. Ojo con subir el fuego, uno de los trucos del risotto es que no se tueste la cebolla. Yo no tenían tiempos muertos, tenía que preparar otro risotto (el de carrilleras) y rematar los aperitivos. Había planificado los arroces para que estuvieran en su punto con una diferencia de 10 minutos, así que piqué las verduras del segundo. Pero mi objetivo era el risotto de trufa. Utilicé arroz arbóreo, sin lavar. Calculé por tazas, una taza de café por comensal (poco más o menos, medio kilo de arroz). Hay que mezclar el arroz con el sofrito para que engrase bien el grano, nacarlo para que quede brillante y con una perla en el centro. El fuego al mínimo. Antes de empezar con el caldo, le añadí al guiso una copa de cava de uva malvasía, le da un punto dulce (en otras ocasiones le he puesto vermut blanco, pero tenía miedo de que el sabor intenso del vermut solapara a la trufa). Subí un pelo el fuego para que se evaporara rápido el alcohol, un golpe de calor mínimo que enseguida reduje para empezar con la ceremonia del caldo y los movimientos de cuchara que van ligando el arroz. El método no tiene secretos. Primero dos cucharones de caldo para empapar el arroz y empezar a remover, antes de que el grano quede seco voy añadiendo de uno en uno los cazos de caldo sin dejar de remover. El cálculo es de poco más o menos un litro de caldo en total, un cuarto de hora largo removiendo. El arroz está ya en su punto, untoso, denso y humeante. Apago el fuego y, con un rallador, incorporo 300 gramos del pecorino trufado. Remuevo bien y tapo un par de minutos, antes de llevarlo a la mesa. Sirvo el risotto en el plato de cada comensal, saco las trufas de su cofre y la dejo sobre otro rallador, para que cada invitado añada la cantidad de trufa que considere oportuna. Hay que ser generoso con la trufa, incorporarla al final, darle un último golpe con el tenedor, ya en el plato, y comerla rápido, con un vino que tenga cuerpo y espíritu para competir con la trufa (en esta ocasión, un priorato). Me he dado cuenta de que la música sigue sonando en la cocina. Terminamos el risotto trufado y, sin solución de continuidad, sale el de carrilleras y oporto, que iba con un parmesano curado y vermut. Prueba superada. La paz del risotto liga perfectamente con un cuadro pinturero de Claude Monet, el retrato del cocinero Pere Pablo, que colgaré en Instagram, porque sigo sin encontrar el modo del engancharlo al blog.

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