sábado, 24 de abril de 2021

Capítulo DLXVI.- Horas de transito/Recetas de tránsito.

No sé si madrugo mucho o duermo mal, la cuestión es que casi siempre me despierto antes de que amanezca, a veces mucho antes. No me preocupa especialmente, tampoco afecta a mi rendimiento ni a mi humor, aunque los días que puedo descabezar un sueño a mediodía – 20 minutos, no muchos más – las tardes se hacen menos pesarosas. No sé si me despierto pronto porque me gustan esas horas de tránsito, previas al amanecer, o si me decidido sacar provecho a esas horas porque me despierto pronto, sin necesidad de escuchar el despertados que marca la hora imposible de las 6 y 10 de la mañana. En esas horas de transito leo las cosas más insospechadas. Reviso lo que no sé bien si se trata del resumen de noticias del día anterior, o el avance de las del día que viene. El periódico del amanecer tiene poco que ver con el que hojeo a las 10 de la noche, antes de acostarme, y el que se oficializa a partir de las 7 de la mañana. Hay noticias que sólo aparecen o se destacan en esas ambiguas en las que las cookies del móvil y el ordenador me desean buenas noches. Hay días que aprovecho para trabajar, así, a las 10 de la mañana está todo el pescado vendido, otras para escribir en el blog o para escribir sin rumbo fijo. Tengo libros que sólo leo en ese hueco del no-día/no-noche, libros que avanzan a mayor velocidad que los que quedan en la mesilla de noche, hasta el punto de que a mitad de una lectura interesante puedo llegar a permutar la ubicación de esa biblioteca móvil. El preamanecer es una hora estupenda para leer poesía, también para revisar ensayos sobre la economía mundial. Puedo escuchar una sinfonía de Bruckner sin protestas de la infantería, aunque haya de oírla con cascos. Los ruidos de ese tiempo de tránsito son maravillosos, tan escasos que se pueden ordenar y clasificar sin duda alguna. Los que vienen de la calle suelen generar sobresalto, sobre todo en tiempo de pandemia. Robo conversaciones casi completas que llegan del callejón de casa, las discusiones de amantes más o menos ocasionales, los comentarios de quien tiene que ir pronto a trabajar y busca el arrullo de un compañero de trayecto, las risas de los infractores de las normas de la pandemia, risas apagadas para evitar las denuncias de la policía de balcón. Los ruidos que vienen de casa también tienen su graduación, las vueltas rutinarias de los niños en el cambio de la fase de sueño, algún zombie que no puede resistir el pis y avanza en la penumbra del pasillo, la pesadilla ocasional que hace que de vez en cuando venga al salón algún acompañante que enciende la televisión en busca de un partido de baloncesto. Con la primavera llegaron los primeros pájaros, los que habitan los dos o tres jardines cercanos, jardines mínimos de casas que han sobrevivido a especulaciones. Cada mañana los tres o cuatro pajarillos adelantan un minuto su sinfonía, ayer eran las 6 menos 9 minutos cuando empezaron a piar. Su canto es un anticipo de los primeros rayos de sol y de la iluminación que poco a poco empieza a entrar por el salón, filtrada entre los listados de la persiana. Cuando amanece sé que todavía me queda una hora corta para cerrar lo que esté haciendo y empezar a preparar la rutina de cafés, leches con cacao y crepes, porque mis hijos desde hace años desayunan crepes recién hechas. A partir de las seis y media de la mañana el tiempo deja de ser mío y empieza a ser tiempo compartido, que tampoco está mal. En esas horas de transito descubro a pintores nuevos, o reviso, como he hecho hoy, una exposición virtual de pintura Holandesa que hay en el MET. Cuando ayer empecé a pensar en esta entrada fui a la búsqueda de un cuadro de Turner sobre el amanecer (http://www.theartwolf.com/landscapes/turner-norham-castillo.htm), pero al final he preferido un cuadro de la serie Abundancia y Frugalidad de Javier Sánchez Bellver (https://arquitecturaviva.com/articulos/abundancia-y-frugalidad-de-javier-sanchez-bellver ), un cuadro que aparece en el diario El País de hoy, escondido en la esquina de una de las páginas de la separata de libros de los sábados. Hoy no he escrito esta entrada en esas horas de tránsito, sino a una hora más convencional. Son las 12 de la mañana y, de pronto, en casa se abrió una ventana de sosiego. He podido poner a Bruckner sin protestas y me he puesto a escribir sobre una receta de tránsito. Una vinagreta ma non troppo que suelo preparar los viernes y que dura casi el resto de semana. Con ella puedo acompañar ensaladas, pescados, mariscos e incluso comerla sola, en bocadillo. Para la vinagreta necesito un par de huevos duros, que hierven y después reposan mientras pico el resto de ingredientes. La vinagreta se nutre de todo lo que arramplo por la nevera o la alacena, especialmente restos o picos de verduras y frutas que he utilizado o voy a utilizar. Empiezo picando media cebolla o cebolleta (mi vida en la cocina suele arrancar con el picado de una cebolla, pero esta vez no la sofrío). Si hay chalotas también sirven. Pico también una zanahoria no muy grande, picada fina como la cebolla. Todo ha de picarse fino en la cebolla. A medida que voy picando verduras, frutas y asimilados los voy metiendo en un gran bote de cristal. Después de la zanahoria cojo un trozo de pimiento, no muy grande, tanto rojo como verde, incluso ambos. Media manzana ácida también le va bien. Se pica en briznas, como todo lo demás. Si encuentro hinojo en la frutería lo pico, muy poquito porque el jodido hinojo tiene mucha personalidad y puede mediatizar cualquier vinagreta. Toca el momento de los encurtidos: Un puñado de alcaparras, sirven tanto las grandes (caparrones) como las pequeñas. Cuatro pepinillos en vinagre (1 si es de los grandes) y cuatro o cinco cebolletas en vinagre. Se pican bien y se añaden al botecillo con el líquido que sueltan en las maniobras de picado (no conviene pasarse con el vinagre o, por lo menos, a mí no me gustan las vinagretas muy avinagradas). Llega el momento del secreto del chef. Tres o cuatro filetes de anchoa, de buena calidad, con su aceitillo. Se pican bien hasta que queden porciones diminutas que casi no se vean. Pasamos a los líquidos y cremas. La variedad es infinita, pero a mí me suele encajar bien una combinación en la que haya una cucharada generosa de mostaza cremosa de Dijón, un chorrito corto de soja, un golpe de salsa valentina o de tabasco, unas gotillas de salsa de Gloucester y una apretada de kétchup (ecológico y orgánico, si con eso aplaco las iras de los puristas), un viaje generoso de un buen aceite de oliva y los dos huevos duros picados que suelo poner al final. Cierro el bote de cristal herméticamente y meneo bien hasta que la mezcla unifica sabores, colores y formas (por eso conviene que el bote sea grande y no colmarlo). Esta vinagreta es una receta de tránsito, que suele anticipar las luces y sombras de los fines de semana apandemiados, en los que hay que inventar lo que sea para no caer en la melancolía. Yo madrugo todos los días, duermo poco todos los días, y mis horas de tránsito del fin de semana o de los festivos no suele ser muy distinta de la del resto de la semana. Cambia la ceremonia del amanecer, más calmado si no hay que ir al colegio o trabajar.

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