domingo, 4 de julio de 2021

Capítulo DLXX.- Mirazur encontrado (reflexiones entorno al placer de comer).

La llegada a Mirazur empieza a más de trescientos kilómetros del restaurante, en Vaison le Romaine, un pueblecillo medieval cercano al Mont Ventoux donde paramos a dormir la noche antes. Habíamos reservado en un pequeño hotel rural, en realidad un chalet, a las afueras de la zona turística. Era una casa con un jardín destartalado y media docena de habitaciones. La dueña del lugar, a quien podemos llamar Madame Jade (el hotel se llamaba Jade en Provence), nos esperaba a la puerta. Madame Jade era la recepcionista, directora y empleada del lugar, ella sola gestionaba a todos los huéspedes derrochando simpatía y dotes de mando. La mujer había superado ya los 60 años, pero se manejaba con energía y decisión. No había dudas en sus órdenes y contestaciones, nos contestó con un contundente «desolé» cuando le pedimos que para el desayuno del día siguiente nos preparara unas tortillas en vez del desayuno francés (pan/mantequilla/mermelada/croissant). Nos dio algunas referencias sobre los lugares a visitar en el pueblo, especialmente las referencias a la cena. Madame Jade visto, nuestro aspecto, descartó los restaurantes de comida rápida y nos remitió a una calle céntrica en la que había varias braserías, todas ellas recomendables. Nos advirtió que los locales de la plaza del pueblo eran para turistas, excepto el del final, una bodega que regentaba su sobrino en la que se cocinaban dos o tres platos por noche - «trés bon» -. Nos advirtió que si queríamos un restaurante «gastronomíć» también nos podría hacer alguna propuesta. Madame Jade era tan francesa que fue capaz de acentuar la íć finales frunciendo los labios para destacar la «charme» de estos lugares. No es la primera vez que escucho utilizar el término «gastronomíć» para identificar un tipo de restaurantes destacados por su servicio, por la elaboración de sus platos o por su precio. Me da cierta rabia la distinción porque los gastronómico, identificado con el buen comer, debería ser un adjetivo vinculado a cualquier tipo de restaurante y más en una localidad de turisteo a la que la gente va a disfrutar. Utilizar el término «gastronomíć» con todos sus acentos y fruncidos para establecer una categoría separada de locales me parece terrible. Los restaurantes gastronómicos estaban en la parte medieval del pueblo. Paseamos por allí, pero no entramos a ninguno de ellos, preferimos un bistró concurrido (no el del sobrino, donde no había ni un alma). El pueblo de Vaison merece una visita. Nosotros estuvimos unas horas, poco más, el tiempo justo para cenar pronto y descansar. Nos sorprendió que por todo el pueblo, incluso en las callejas más inmundas, hubiera libros abandonados, libros de todo tipo, origen y tamaño (incluso un manual de programador de Windows). En cada uno de los ejemplares (todos usados, manoseados y con múltiples vidas) había una pegatina en la que proponía «adopter un livre». Pasear por el pueblo se convertía así en un recorrido por una biblioteca en la que se reflejaba la personalidad y la cultura de los habitantes del lugar, también de los visitantes. Ni qué decir tiene que ninguno de los puntos en los que estaban depositados los libros estaba vandalizado. Había quien colocaba ocho o diez ejemplares ordenados y apoyados sobre un murete, otros, sin embargo, preferían abandonar los libros en un poyete o en el quicio de una ventana. Salí de Vaison con rumbo a Menton con el repiqueteo del término «gastronomíć». Paramos en Avignón para dar un paseo por el palacio papal y el puente de la cancioncilla infantil antes de llegar a Menton a primera hora de la tarde del jueves. Menton es una villa de veraneo en el confín de la Riviera francesa, el último pueblo del país. Ha quedado un tanto trasnochado, no puede competir con Niza, Cannes, Mónaco o Saint Tropez, que se han convertido en monstruos de hormigón y caos circulatorio. Menton sigue instalado en el esplendor de los años veinte del siglo pasado, cuando tomaron la ciudad intelectuales y artistas que debieron beberse todo el alcohol del mundo en el período de entreguerras (hay una calle dedicada a Vicente Blasco Ibáñez, que ordenó construir allí un jardín que le recordara a Valencia). Menton es una ciudad alargada, extendida a lo largo de su costa. Encajada entre montañas alpinas, para llegar al núcleo urbano hay que bajar por una carretera endiabladamente estrecha que llega a la costa. El pueblo tiene un caso viejo de casas bajas, algún palacete y un largo paseo marítimo que alterna bloques de apartamentos de hace más de sesenta años (no muy altos, destartalados y con un toque pop), con casonas señoriales escondidas tras frondosos jardines. Podría ser Sitges, pero en Menton las construcciones no son blancas, sino ocres, naranjas y tostados. Reservamos en un pequeño hotel de playa para poder ir caminando al restaurante. Un paseo agradable de 10 minutos atravesando una playa pequeña, llena de bares y de restaurantes (aquí siguen la fórmula de los clubs, por lo que cada establecimiento gestiona, a su vez, una zona de hamacas y de huecos de pago para poder disfrutar de los baños). Poco antes de llegar al puesto de frontera hay una subida a la ladera de la montaña. Diez minutos más, sin forzar el paso, hasta llegar al Mirazur, que es una casita blanca colgada sobre un terraplén. La construcción no debe tener más de treinta o cuarenta años, es un chalet con tejado a cuatro aguas con vistas al mar. El desnivel de la montaña permite que la edificación tenga varios pisos integrados, sin muchas estridencias porque la construcción aprovecha las terrazas de la caída de la pendiente. Desde la entrada del restaurante se ve el puesto fronterizo y, al caer la noche, se distinguen los destellos de los coches de gendarmes y carabineros, ahora más atareados porque tienen que hacer el control de certificados Covid. El Mirazur tiene 4 espacios habilitados como comedor, los 4 con vistas al mar. 24 mesas en total: 3 en la azotea, 14 en la planta principal, 4 más a ras de tierra y 3 junto al jardín. No pueden atender a más de 70 comensales por turno. A nosotros nos situaron en la planta principal, junto a la cocina. 3 mesas de dos comensales y una redonda para 6. Según el responsable de sala, es la planta noble. El espacio donde nos colocaron no es muy espacioso, tiene poco que ver con los salones de los restaurantes clásicos franceses, los de toda la vida, con kilómetros de distancia entre las mesa. Aquí la distancia es reducida, pero, en verdad, lo reducido del lugar no es molesto, no se escuchan las conversaciones vecinas, tal vez porque los franceses no suelen ser muy ruidosos al hablar. Desde nuestra mesa, colgada sobre el jardín/huerto, se disfrutaba de la vista serena del mar. Llegamos con luz del día y salimos ya anochecido, tiempo suficiente para disfrutar de todos la gama de azules de la costa. Yo pensaba que el huerto/jardín sería más grande, que se podría pasear. Antes de llegar, al leer alguna reseña, parecía que uno pudiera pasear por el jardín, perderse. Llegué a pensar que el Mirazur era un huerto que tuviera anexado un restaurante, pero no era así, el jardín cultivable era de pocos metros cuadrados, limitado por las vías del tren. La presencia de la frontera a unos metros y la visibilidad de las vías del tren humanizan el espacio, ya no es el espacio idílico apartado del mundo, sino un espacio adaptado, me hubiera gustado que el tren hubiera pasado para alterar el ritmo de la noche, pero tuvimos la fortuna (o falta de fortuna) de que el tren que une Francia con Italia pasara poco antes de que llegáramos nosotros (oímos el traqueteo metálico antes de entrar) y fue a la salida cuando sentimos que volvía a pasar. En definitiva, el ferrocarril pasaba cada 4 horas. Supongo que los viajeros podrán ver durante un instante la fachada marítima del Mirazur, invadir su intimidad durante una décima de segundo. La proximidad de la frontera y las vías del tren sitúan al Mirazur en un territorio que va más allá de lo físico, lo convierten en un escenario de película de aventuras. A medida que vas subiendo por la avenida de Aristide Briand vas aproximándote al restaurante, una entrada en escena tradicional, con su aparcacoches solícito (no nos hizo falta, íbamos a pie) y un atril de recepción atendido por un chico exquisitamente uniformado. Comprueba la reserva (no quieren sorpresas) y te conduce al interior, a una conserjería en la que esperan otros dos introductores, también uniformados. Ellos están más pendientes del ordenador, imagino que gestionando redes sociales, correos electrónicos y reservas (concesión al mundo virtual). Se vuelve a confirmar la reserva (mera formalidad), un instante neutro para que te recoja el jefe de sala, un chico muy joven y muy cordial. Ese primer momento responde a los cánones tradicionales de la cocina señorial francesa con el toque informal de la costa. El primer contacto con la sala chafa un poco, no es muy grande, las mesas están un poco juntas, sin vestir (nada de manteles, directamente la madera). La cocina a la vista, a media vista (una gran cristalera permite ver los bustos paseantes de 8 cocineros, cabezas que se mueven con nervio). Nuestra mesa está junto a una barra que sirve para la gestión de las bebidas y la transición de los platos que van desde la cocina a la mesa. Pese a la indudable jerarquía, hay cierta sensación de caos, justificable si se tiene en cuenta que el restaurante lleva tres semanas abierto desde que se alzaron las medidas sanitarias en Francia, más de un año en el dique seco. Poco que ver con la expectativa de una coreografía perfecta. La restauración no deja de ser un negocio como el teatro, la música, el cine o la pintura. Es legítimo que alguien con talento quiera ganarse bien la vida con sus habilidades, nada distinto de otras disciplinas que se consideran artes superiores a la cocina. Restaurantes como el Mirazur, como en su día el Bulli, L’Arpege o la French Laundry, responden al concepto de espectáculo o, más bien, de representación. Hay un hilo conductor, un relato o un sentido a lo que se va a recibir. En este punto, puede afirmarse que una parte importante de la gastronomía de finales del siglo XX y principios del XXI responde a esa idea de representación efímera de una obra en la que lo principal, pero no lo único, es lo que se come. Encaja aquí una nueva digresión sobre la tipología de restaurantes o de fenómenos del comer: 1) Si tengo prisa, no quiero gastar mucho y tengo hambre, podré conducir mis pasos a cualquiera de los espacios de comida rápida que pueden ir desde la pizza al sushi, pasando por los tacos, las hamburguesas o cualquier otro bocado. Tengo apetito y quiero saciarlo sin ninguna complicación. 2) El segundo escalón, el del día a día, es el que ocupan los restaurantes correctos, los de aquellos que disponen de un menú correcto, donde entra el binomio calidad/precio que tanto juego da. Si vamos a una ciudad desconocida podemos indagar sobre el sitio en el que comen los oficinistas; si estamos en carretera, donde paran los camioneros. En este escalón tenemos muchos restaurantes honrados, con buen género, donde incluso cabe una celebración. Alguno de estos restaurantes se convierten en un descubrimiento y, rápidamente, se malogran. Estos restaurantes son, en su mayor parte, herederos de la vieja comida de paso, la de los mesones y las fondas. Muchas van subiendo escalones hasta llegar al límite de su incompetencia (eso ocurre cuando de pronto te llega una cuenta de más de 80 euros por comensal sin entender muy bien las razones). 3) La tipología se enriquece con los grandes salones de cocina burguesa, aquellos llamados a cerrar un negocio, o a un encuentro familiar para celebrar cualquier acontecimiento. Esa cocina burguesa nace de la nostalgia de la burguesía que se convirtió en clase media y hubo de limitar los espacios en la casa, también los gastos, salía más barato salir un día a la semana comer o cenar a lo grande que tener en nómina servicio permanente. Ahora los caterins postinero emulan esa vieja cocina burguesa y se puede arrendar (vajilla incluida) una brigadilla de cocineros y camareros para dar una gran cena en un domicilio particular sin que parezca algo ajeno. Dentro de esta gran cocina burguesa quedan todavía algunos restaurantes en el mundo que responden a la pauta de amplios salones, servicio esmerado, lujo en los detalles, distancia y solemnidad. En España, al igual que en Francia e Italia, se ha mantenido un tipo de cocina en este grupo, la llamada cocina de producto, en la que el cocinero en realidad es un mero puente entre las materias primas de la máxima calidad y las mesas. Son restaurantes caros porque hay que pagar por el sabor de las vacas, los mariscos o los quesos de antaño. Es una cocina de la nostalgia que se desquita con bodegas completas y un sinfín de licores. Todo se paga a precio del oro, al fin y al cabo, un tomate o un huevo de antaño merecen una puñalada. Esta cocina burguesa es la que se convierte, en una parte, en cocina espectáculo (habrá algún hortera que pueda llamarla cocina/emoción). Se incorporan nuevas tecnologías y empieza un relato de lo cocinado y comido, donde el jefe de sala explica el origen del producto, la técnica aplicada para cocinarlo, los ingredientes adicionales. El maitre construye su relato siempre un paso por detrás del comensal, que ha de girarse para poder escucharlo mejor, aunque no le vea la cara. Todavía se pueden elegir entre distintos platos, incluso encapricharse con algo que no venga en carta, pero que se ofrezca sin desvelar el precio. El comensal todavía es dueño de sus actos, aunque asuma que no será dueño de su cartera. En algún momento de la comida o cena el chef saldrá a saludar, dará un abrazo a la persona que probablemente asuma la cuenta. Si es un cliente habitual, será recibido con la cordialidad de un amigo y así el pagano podrá hacerse una fotografía abrazado al cocinero, después de haber sorprendido al resto de acompañantes con ese grado de afinidad, cercana a la amistad sincera (recuerdo que en el Bulli había una ficha detallada de cada comensal, de modo que el que acudía de nuevo era recibido como si hubiera cenado allí todas las semanas). 4) Llegamos al podio. La cocina deja de ser burguesa, el comensal no puede elegir, los menús están cerrados, la carta de vinos es kilométrica, colocando al lector en el umbral de la ignorancia. Se proponen maridajes para complementar el menú. El cocinero convierte sus habilidades en una experiencia personal, en un descubrimiento o indagación que quiere compartir, también en un relato que comparte como si fuera una representación teatralizada. Los jefes de sala no se contentan con describir los méritos del plato, sino que cada bocado va antecedido de un breve relato que puede ir desde las experiencias sensoriales que llevan a la infancia del cocinero, hasta el juego de contrastes, luces, sabores o colores. Si alguien se atreve a dar un bocado antes de que llegue el narrador será severamente sancionado. Tras este meandro vuelvo al Mirazur. El prólogo pensé que me colocaba a caballo entre los viejos salones burgueses actualizados y ese mundo tecnoemocional que suena a viejuno. El prólogo podía augurar el concierto de una orquesta desafinada. El amaneramiento de lo que conocía y había probado años atrás en cien sitios. La representación de una obra vista en cien ocasiones. Asumiendo ya que acudía a una obra de teatro, dejé que cada actor asumiera su papel. No fue difícil ya que los actores llevaban máscaras y enseguida nos invitaron, como público, a desprendernos de la nuestra. los jefes de sala, las encargadas de las bebidas (más que someliers), los camareros y asistentes estaban enmascarados lo que acentuaba los elementos teatrales. De hecho, cuando a lo largo de nuestra estancia pudimos verles el rostro (en los instantes en los que paraban a bebe o a respirar) jugamos con los equívocos de haber imaginado rostros distintos de los que se proyectaban tras las máscaras. Nuestro maestro de ceremonias era un chico joven, de trato muy cordial, ajeno a cualquier solemnidad de los salones burgueses. Iba correctamente uniformado y su papel era más el de un bufón que el de un maestro de ceremonias. El cocinero parecía alguien intocable, una presencia espiritual que sólo se quebraba cuando se escuchaba su voz grave en la cocina y la respuesta, al unísono, del todo el equipo contestando «oui chef». Por lo visto, el chef no tenía por costumbre salir a saludar, tampoco dejaba visitar la cocina. Si relator nos indicaba que el Mirazur era un restaurante sostenible, sometido al ritmo de la naturaleza. A lo largo de los meses ofrecían cuatro menús, vinculados a los ciclos de la luna. Un primer menú inspirado en las raíces (imagino que conectado con la luna nueva), un segundo menú relacionado con las hojas (cuarto decreciente), el tercero con las flores (cuarto creciente) y los frutos (luna llena). Nuestro ciclo era decreciente, por lo que nos contentamos con las hojas, en todas sus versiones. Dentro de la estricta jerarquía del lugar, las chichas que se ocupaban de la bebida (desde el agua aromatizada inicial hasta el último trago de guisqui, pasando por los vinos, las aguas, las kombutchas y otros tragos) iban vestidas iguales, las dos de pelo pajizo, nariz afilada, cara estrecha, coronadas con el mismo moño. De este modo, al principio pensamos que eran una misma persona. Jugaban a la confusión y nosotros con ellas. Las dos llevaban una blusa color granate, conseguimos distinguirlas porque una de ellas llevaba unos lamparones impropios del mejor restaurante del mundo. Una de las chichas era argentina, formada en Italia y Francia. Hablaba un castellano con deje porteño y musicalidad italiana. La otra era italiana, pero troteada en España (en Denia, con Dacosta y en Formentera). Fue sencillo comunicarnos con ellas gracias a un español intoxicado con galicismos e italianismo. Eran absolutamente encantadoras, absolutamente humanas. Terminaron viniendo a nuestra mesa a charlar de la bebida y lo bebido. Superado el primer acto que me llevó al pánico de encontrarme con un espectáculo hueco, ya visto en otros escenarios, me encontré con nueva obra nueva, una propuesta distinta con una narración que, superado la falsa cordialidad inicial, fue ganando pesa, compartían con nosotros una pasión, también hacían bien su trabajo. Muchas frases definen la cena. Una de ellas la del posicionamiento. Nuestras chicas nos decían que este tipo de restaurantes sirven para posicionar a los comensales, muchos invitados acuden a estos restaurantes para poder decir que han estado en ellos, para posicionarse social y económicamente. Eres alguien si has estado en alguno de estos sitios. La carta de vinos también sirve para este posicionamiento, un vino obscenamente caro te sitúa mejor. Tanto nuestro maestro de ceremonias como el resto del servicio contaban amargamente que se habían cansado de rusos adinerados y de norteamericanos horteras. La pandemia les había permitido recuperar al cliente local. La carta de vinos estaba en período de revisión. No muy amplia, tampoco muy descriptiva. No se podían distinguir los vinos que respondían a esa vocación biodinámica y con mínima intervención. Era una carta que me permitió sentirme cómodo ya que pude elegir un buen vino sin tener que vender mi alma al diablo (había vinos excelentes por 70 euros, además de referencias clásicas e inalcanzables). La elección del vino me ayudó a superar el arranque dubitativo. Era un restaurante humano, absolutamente humano. Los primeros platos no hacían alarde alguno de técnicas sofisticadas, ingredientes sencillos, muy al alcance de cualquier cocina, pero de absoluta calidad. La técnica estaba al servicio de lo natural, cada plato respondía a un sentido y a una filosofía de vida, también a un guion predefinido, una historia que representaban en cada pase teniendo que adaptarse a cada comensal: La pareja amartelada, la familia que viene a festejar una fecha importante, los millonarios que quieren posicionarse, los comidistas (por no utilizar la palabra foodist o gourmet) a la búsqueda de nuevas experiencias. El guion de cada una de las funciones tenía que adaptarse al perfil del comensal y los personajes que intervienen en la obra (una docena de actores cada uno en su papel) han de modular sus frases, sus movimientos en función de la lectura que en cada momento hacen de la situación. Cuando se entra en el Mirazur no se sabe si la historia debe contarse en inglés, en francés, en italiano, en español o en ruso. Los actores no tienen un dominio absoluto de sus registros y eso hizo que, por ejemplo, nos presentaran un delicado plato de carne, pichón, con la referencia de un pollo. Punto cómico de la velada cuando te anuncian que el plato principal será una pechuga de pollo que, en realidad, fue un pichón en texturas de los que recordaré toda mi vida. La función tuvo la virtud de permitir que participáramos como un actor más, que pudiéramos conducir la obra hacia los terrenos en los que estábamos más cómodos. Con los primeros bocados serios yo estaba ya rendido a sus pies, jugando con ellos. Mientras disfrutábamos de la función, en la que incluso el actor más secundario (un camarero que tenía como única función ir cambiándonos los cubiertos), resultaba imprescindible. Nuestro figurante era un chico grueso, joven, negro como el tizón, que debía hacer piruetas para colocarme en cada pase el cuchillo o tenedor de rigor sin darme un empellón. Creo que se había inspirado en Peter Sellers. Mientras discurría la obra, escuchábamos las voces de la cocina, destacando la del chef, que apenas asomaba la cabeza, pero que marcaba cada plato y exigía, en italiano, que respondieran todos sus trabajadores. De vez en cuando sonaba la alarma de un temporizador para advertir que un plato estaba a punto. La voz potente y grave de Mauro Colagreco era una banda sonora casi imperceptible, la música que aseguraba que, en la tramoya, se trabajaba de verdad. Bien mirado, muy poca gente tiene la oportunidad de asistir a una representación adaptada para 70 comensales, un público disperso, variado y absolutamente exigente. Una obra que maneja dos textos y dos contextos, el de cada uno de los platos y el de cada una de las bebidas que van con ellos, dos relatos que fluyen y que no siempre convergen. Nosotros no quisimos el menú maridado, elegimos las bebidas, sin embargo, disfrutamos de esa trama construida a través de las bebidas probando un vino blanco originario de Georgia, la vieja Mesopotamia, construido en una ánfora, sin intervención química. Un vino blanco resinoso, no muy lejano de los vinos de jerez. Un vino que cuando lo dejabas circular en boca se abría hacia sabores cercanos al albaricoque. Cepas milenarias de un vino absolutamente fuera de los circuitos. También fueron sorprendentes los infusionados digestivos que nos presentaron entre algunos platos. Fermentados y herbales destinados a facilitar el tránsito entre bocados. Si la primera frase fue la de los restaurantes utilizados para posicionarse, la segunda fue la del nuevo lujo: La salud es el nuevo lujo. El retro del restaurante es conseguir una comida excelente que no conduzca a una digestión atroz. Lo consiguieron. Las casi cuatro horas de comida se convirtieron en un juego ligero. En apariencia nada sofisticado, aunque cada paso, cada escena respondía a horas de mocho trabajo, de mucha reflexión para conseguir un tono modulable, que se adaptara a cada comensal, que convirtiera aquel momento en único no por la comida (maravillosa), ni por la bebida (llena de matices), sino por la trascendencia de quien la toma. Podría reseñar cualquiera de los quince bocados en los que consistió la comida. Recordaré la seta (porcini) cocinada con un bogavante azul en el interior de una hoja de platanero. También me gustó una ensalada de hojas y almendras tiernas ligada con una salsa de vermut. La pechuga pichón con su caldo, un falso risotto y la cresta refrita era perfecta y simple a la vez. El calamar con jengibre casaba una combinación imposible, como la del caviar con mozzarella y pepino. Amplié mi experiencia con gambas probando la de San Remo. La ensalada catalana llevaba un cogollo de lechuga sabroso y crujiente… Virtudes del Mirazur además de su humanidad, de su capacidad para construir una comedia sin estridencias, la capacidad de aparcar técnicas y productos exóticos para concentrarse en el sabor. Recuperan algo perdido en la alta gastronomía: las salsas que integran los platos. Casi todos los platos llevaban salsas en las que se podía mojar pan, porque mojar pan se ha convertido en una nueva frontera. Comer no puede ser una experiencia mística, hay que mojar pan en las salsas que nos gustan, rebañar los platos sin avergonzarnos. He pedido varias recetas. De momento dejo el apunte de mi versión de la salsa de vermuth, salsa que espero que me manden en unos días. Yo la recreo: Sofreiría en aceite de oliva una chalota bien picada y media zanahoria, una pizca de sal, otra de pimienta. Cuando se atonte hasta convertirse en un puré se añade un chorro generoso de vermuth rojo, se sube el fuego para que evapore un poco. Una vez evaporado, añado un chorreón generoso de crema de leche y se pasa a un vaso para batirlo y espumarlo, hasta que quede como la espuma de un capuchino (hay que emulsionarlo en caliente). Sobre esta salsa iba la ensalada catalana de hojas y cogollo. Al final los actores salieron a saludar y, cuando nos íbamos, nos dijeron que el chef nos quería saludar. Conseguimos que la voz tonante que habíamos escuchado durante la representación se materializara. Pudimos ver la cocina, no muy grande, y charlar en español con Mauro Colagreco, que desgranaba unos garbanzos verdes para el pase del día siguiente. En poco tiempo tendrían que preparar el menú floral. No quisimos hacernos fotografías en la cocina y con el chef. No queríamos posicionarnos en ningún sitio, solo hablar sobre unos minutos, muchos minutos, sobre la pandemia, la cocina, la vida y, sobre todo, darle las gracias. El cocinero, como el músico, el actor o el director de escena, nos cuenta con mayor o menor acierto su experiencia, su visión sobre un plato, sobre su vida. Juega con nosotros, nos seduce, abre algunas puertas, cierra otras y nos traslada sus riesgos, los de una disciplina efímera que obliga a invertir en un lugar agradable, en maquinaria e instrumental, en las mejores vajillas, cuberterías y cristalerías, en diseñar una carta de vinos al alcance de mi bolsillo, pero también que responda a las aspiraciones de cualquier millonario. Un restaurante es una pequeña empresa de la que dependen cuarenta o cincuenta trabajadores, más un centenar de proveedores. Una pequeña industria de lo efímero. Es razonable que quien tiene talento quiera vivir de él. Unos pagarán por posicionarse, otros por el mero disfrute de un instante. El mismo placer que produce una ópera, un concierto de Bruce Springsteen, o la visita a una fundación para disfrutar de un solo cuadro. Como reflejo de nuestro paso por el Mirazur, dejo el gran cuadro de Marc Chagall que pude ver en la fundación Maeght, a media hora del Mirazur. Visitar la fundación fue casi tan sabroso como el restaurante, aunque sólo fuera por ver un único cuadro.

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