lunes, 23 de agosto de 2021

Capítulo DLXXIV.- Langosta encebollada.

Este año estamos veraneando en una casa fantástica. Desde la terraza vemos la playa, las copas retorcidas de los pinos y las dunas. Caminamos 200 metros y estamos ya en el mar. Es un verano de bermudas viejas, de camisetas raídas y desbocadas, de caminar descalzo hasta llegar a la arena y de lavarse los pies en un balde de agua para no manchar las baldosas blancas del apartamento. Algunas tardes sacamos desde un ventanuco del baño el cable de la ducha y los niños se quitan la sal en el exterior. Es una imagen un poco de postguerra: La mano del padre asomando por el ventanuco y guiando el chorro de la ducha para que los críos no entren sucios de arena a la casa. Luego les lanzo una toalla porque tampoco queremos que queden las marcas de los pies descalzos en el suelo. Hemos pasado días felizmente calurosos en los que nuestro principal objetivo era no salir del agua. En el pueblo no venden el periódico, hay una pequeña tienda de ultramarinos que regenta un uruguayo de mirada triste. Tiene unos vinos bastante decentes que no vende a casi nadie porque la gente ya no bebe vino en verano y yo traje en el barco dos cajas completas que todavía no he acabado. Hace tanto calor que ni siquiera me acerco por las mañanas a otro pueblo un poco más grande que está a 15 quilómetros de aquí, donde sin duda encontraría todo lo que aquí falta. Echo de menos la lectura del periódico en papel, pero la pereza de las mañanas en las que el termómetro amanece ya a treinta grados aplacan cualquier añoranza. Tenemos cargada la nevera, aunque no enfríe. En la terraza no hay enchufes, por lo que tengo que organizar todas las mañanas un lio de cables que salen desde la ventana y que me permiten escribir antes de que amanezca, el único momento en el que sopla algo de brisa no abrasadora. El ritmo del día no lo marcan los niños, que ya son mayores, sino dos gallos peleados que pasan el día cantando. Empiezan a cantar a eso de las cuatro de la mañana. Una sinfonía de réplicas y contrarréplicas que sólo interrumpen a mediodía. Porque no es cierto que los gallos anuncien el amanecer, por lo menos los nuestros. Los muy canallas marcan su contienda desde muy avanzada la noche y, el más pinturero, pasea por delante de nuestra terraza a media mañana, en compañía de una gallina enamorada y cuatro o cinco polluelos. He saltado por la barandilla en más de una ocasión para intentar fotografiarlo, pero mi gallo debe ser un poco cagón, huye enseguida y se esconde entre las ramas más tortuosas del bajo bosque de pinos que empieza nada más saltar la cancela de la casa. Es un gallo negro, no muy grande. Un gallo pinturero que se desgañita antes de que salga el sol para marcar su territorio. Al otro gallo, el que le da las réplicas, todavía no lo he visto. Podría colgar en la entrada de hoy una receta de arroz caldoso con gallo, pero le estoy cogiéndoles cariño con el paso de los días y no soportaría ver pasear a las viudas por los confines de la finca llorando sus penas. Acepto con resignación que desde las cuatro a las cinco de la mañana inicie su sesión imperturbable. He estado estudiando una receta muy mallorquina, he leído mucho sobre ella, pero no la he probado estos días, cuestión de bolsillo, más que nada. Se trata de la langosta encebollada, un plato de referencia en las islas, sobre todo el Menorca. Me ha ocurrido como siempre, hay tantas recetas como cocineros y las variaciones son abismales. Para entender la variedad de guisos de langosta debe tenerse en cuenta la historia de la cocina del marisco en el mediterráneo. Hasta hace relativamente poco tiempo (puede que 60 años) el marisco no era muy apreciado, eso hacía que en platos como el pollo con cigalas el elemento más valioso fuera el pollo. La pasión por la langosta es, por tanto, una moda reciente. Esa moda casi ha esquilmado el mediterráneo de langostas, especialmente las costas mallorquinas, y el precio es estratosférico. En alguna de las lecturas veraniegas he comprobado que alguno de los gurús de la cocina afirma que la langosta es insípida, que necesita guisos potentes para destacar. No estoy de acuerdo. Una buena langosta, de carnes prietas, es una verdadera delicia hecha a la plancha, con un poco de sal y poco más. Después de leer mucho sobre la langosta encebollada, de bucear en los secretos de los restaurantes que mejor las preparan, he llegado a mi propia versión, una versión que espero poder hacer en cuanto pasen los calores y la gente abandone las islas, entonces bajará algo el precio del crustáceo. Lo primero que he hecho es descartar las recetas que incluyen el pimiento entre sus ingrediente. El pimiento marcha mucho el sabor de los platos y puede dejar a la langosta en segundo plano. También deshecho las recetas que abusan del tomate. No tiene sentido preparar un plato con un ingrediente tan caro y al final esconderlo tras una salsa de tomate frito. Hay en la red propuestas muy sencillas, casi anodinas, que se contentan con sofreír una cebolla con la langosta cortada. Después de mucho cavilar, he optado por la más arriesgada, la que lleva algún ingrediente extraño. Creo que puede estar muy buena, siempre que no se abuse del toque radical. Para la langosta encebollada se necesitan por lo menos dos langostas. Las langostas de baleares no son muy grandes, de poco más de 700 gramos por pieza. Son crustáceos de cáscara muy rugosa, de un rojo anaranjado que se intensifica cuando se fríen o hierven. Lo primero que hay que hacer es buscar una tabla grande para poder cortar bien las langostas y conservar los líquidos de la operación. No quiero herir sensibilidades si defiendo que es preferible que la langosta esté viva. El ritual de sacrificio es sencillo, se busca un cuchillo bien afilado, grande. Se clava en el intersticio que hay entre la cabeza y la cola. Para la langosta encebollada conviene separar las cabezas de las colas. Partir luego las cabezas en dos mitades y cada mitad, a su vez, se parte también en dos. Las colas se cortan aprovechando los anillos, lo que permite tener así unas porciones relativamente grandes. El agüilla que se consigue con toda la maniobra de sacrificio, más los restos de la cabeza se reservan para la picada. En una cacerola grande (los mallorquines utilizan las de barro, que dicen que dan mejor sabor, aunque yo tengo mis dudas), se añade aceite de oliva, se ponen dos dientes de ajos y se enciende el fuego. El primer paso de la receta es el de rehogar la langosta una vez troceada. El aceite tiene que estar caliente, sin llegar a humear. Se salpimentan los crustáceos antes de sofreírlos. No me gusta hacer mucho el marisco, por eso este primer paso de la receta prefiero que sea rápido, apenas tres o cuatro minutos, removiendo bien para que el aceite impregne bien la carne de la langosta. Enseguida cambiará el color de la cáscara y se intensificarán los rojos y naranjas. Se retiran las piezas del marisco, empezando por las de la cola, que se hacen más rápido. Se puede retirar también el ajo. Se añade un poco más de aceite y se baja la temperatura para conseguir un fuego dulce que permita sofreír la cebolla en ver de hervirla. Se pica un quilo de cebolla, picada en juliana, en tiras largas. El aceite estará ya alegre así que la cebolla se sofreirá con la misma alegría (ojo con el aceite muy caliente porque entonces se arrebata la cebolla y amargará el plato). Yo dejo que la cebolla se haga bien antes de añadir la sal, la pimienta blanca (poca). No va mal que la cebolla llegue al punto de la caramelización, aunque sin pasarse. Doradita y brillante va bien. En el tramo final del sofrito se añade la sal, la pimienta y una cucharada de pimentón dulce. Mientras la cebolla se atonta se prepara una picada en un mortero. Para la picada aprovecho los restos del degüelle de la langosta (el agüilla, los corales y otros restos blandos que es mejor no identificar), también se añade uno de los dos ajos del sofrito inicial, almendras peladas (preferiblemente crudas) con cinco o seis es suficiente, perejil y una rebanada de pan frito (puede freírse al principio de todo, para comprobar como sube la temperatura del aceite antes de sofreír las cebollas). Es en la picada en la que pueden añadirse los ingredientes exóticos, a saber, una onza de chocolate negro del 70%, un par de tiras de piel de naranja picadas (no hay problema si está un poco seca) y una nuez (una cucharadita de las de café) de sobrasada mallorquina. No va mal una pizca más de sal, ayuda a que la picada se vaya convirtiendo en una pasta. Se pica muy bien la majada y se añade al sofrito de cebolla. Se sube una pizca el fuego, se remueve bien para que la picada se diluya en el sofrito. Aprovechamos los restos que quedan en el mortero para cubrirlo con un coñac o un ron añejo (también serviría un buen güisqui), prefiero que el licor no sea muy dulce. Con el alcohol limpiamos bien las paredes del mortero antes de lanzar el líquido a la cazuela. No va mal flambear el alcohol para terminar de tostar la cebolla. Con el fuego alegre añadimos un par de litros de caldo de pescado (mejor si es casero). Cuando rompa a hervir de nuevo se baja la llama, se tapa para que no evapore mucho y se deja cociendo diez o quince minutos. Pasado ese primer hervor se devuelven todas las piezas de langosta al guiso. Si la operación ha ido bien, los minutos de reposo de la langosta habrán servido para que termine de sudar, por lo que en el plato habrá quedado un caldito fantástico que añadirá más sabor al guiso. Se tapa de nuevo la cacerola y se deja cociendo a fuego suave unos minutos, no muchos, se menea un poco el perolón para que la salsa termine de ligar. Los que utilicen las cazuelas de barro mallorquinas deben tener en cuenta que conserva mucho el calor y que, apagado el fuego, el guiso sigue en cocción. Antes de servirse el guiso (que podría ir a la mesa así, sin más), se le puede dar un golpe de horno, de gratín. Si alguien decide darle este toque final, dos consejos: 1) Que no deje cocer mucho la langosta en la fase previa, para que termine de hacerse en el horno. 2) Que espolvoree antes de meter la cazuela en el horno un poco de pan rallado o de almendra molida y un poco de perejil fresco picado. Si todo ha ido bien, el plato es de los que pide mucho pan para mojar. De hecho, en Mallorca lo sirven a veces con unas rebanadas de pan moreno que hay que dejar que floten tranquilamente en el caldo durante unos minutos. Como cuadro de guarnición una langosta pintada por Miquel Barceló.

1 comentario:

  1. Suculento plato y amenísimo relato. Que esta no es comida para un rato; es manjar para un retrato.

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